Retrato de niña en un concierto de Brel

Desde una vieja grabación perdida en el ciberespacio nos llegan instrucciones para encontrar la belleza.

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05 de marzo de 2013 a las 00:00

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Si quiere conocerme, tiene que escuchar y ver el video de Jacques Brel que han colgado aquí arriba. En el minuto 3 aparezco yo. Me dicen Cloe y en aquel 1966 tenía diez años. Si usted se fija bien, me verá aplaudiendo poco, escondiendo mis manos en la falda y mirando de reojo a mis padres.

Sucede que estoy medio avergonzada. Acabo de escuchar al más grande de los cantautores en lengua francesa –luego me daría cuenta de ello pero en aquel momento me pareció un boca sucia- lo acabo de escuchar, decía, contar una historia de marineros que se abren las braguetas, eructan y mean sobre las putas de Amsterdam. Antes había escuchado Ne me quitte pas y, cuando miré a mi madre –es esa señora que en el video aparece sentada después del señor de lentes que es mi padre- la vi llorisquear seguramente recordando algún amor que pudo ser y que no había sido.

Como el amor que yo sentía por Brel y que se encargó de dejar huérfano cuando se le ocurrió morirse antes de cumplir 50 años consumido por las decenas de cigarrillos Galoise que fumaba a diario.

Brel, según he podido saber, parió varios hijos espirituales a los que sirvió de inspiración y que hoy cantan de Algeciras a Estambul, de Córdoba a París y que, como todos los niños viejos, adoran la chanson francesa, y se saben el nombre de Los Tres Chiflados.

Yo tengo ahora más de cincuenta años y, de lo único que me avergüenzo en mi vida, es de haberme avergonzado un poquito en aquel inolvidable recital y de que la cámara me haya grabado tan apocadita.

Pero esa misma imagen gris es la que me mantendrá con vida cuando me vaya a la fosa común del tiempo y del olvido a la que Brel le ha hecho un esquive. Ya menos joven que vieja, sentada en un rincón de mi casa de la Calle del Gato que Pesca, vuelvo a mirar y a escuchar esa canción y no puedo dejar de estremecerme con los gestos, la voz rasposa, los énfasis y las dulzuras de ese hombre que transpiraba música.

Lo veo y lo escucho hablar de esos marineros que bailan y beben bajo un sol escupido y entre el sonido desgarrado de acordeones rancios. Y beben y beben y vuelven a beber en honor de las putas de Amsterdam, de Hamburgo y de quién sabe qué otro puerto. Y, cuando ya han bebido bastante, se suenan en las estrellas y mean sobre las mujeres infieles.

Al final de estos versos estoy yo, chiquita y achicada. Ya sabe, si quiere encontrarme estoy en el minuto 3. Y sepa que cada vez que alguien mire mis tímidos aplausos me volveré un poquito eterna. Yo le voy a dedicar a usted una breve mirada pero antes tiene que pasear con Brel por el puerto de Amsterdam. Al final estoy yo. Pero antes está la música. Y está ese artista que debería ser inevitable.

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