María Corina Machado tuvo que escapar de su propio país para recibir un premio que se supone celebra la paz. Hay algo profundamente perturbador en esa imagen. La ganadora reconocida afuera, la democracia secuestrada adentro, y un mundo que recién se conmueve cuando la historia ya se volvió irreparable.
Uno podría pensar que el Premio Nobel funciona como un gesto de gratitud hacia quienes arriesgan todo por defender sus principios. Pero, visto desde acá, parece más bien un certificado de demora: llega tarde, casi como si necesitara asegurarse de que la tragedia esté completamente consolidada antes de emitir su veredicto.
No se trata de discutir si Machado lo merece. Lo merece con creces. Se trata de otra pregunta, más incómoda, ¿qué dice de nosotros, de Occidente, de la región y del público global que necesitemos tres décadas de señales, ocho millones de desplazados, informes internacionales contundentes, persecución sistemática y un país entero convertido en un laboratorio del autoritarismo, para recién ahí prestar atención global? ¿Qué tipo de brújula moral solo funciona cuando la tormenta ya pasó por arriba de todos?
Venezuela, un ruido de fondo
Hay algo así como una ceguera selectiva en la gestualidad moral de la política mundial. Vemos lo que nos resulta narrativamente atractivo mientras que cierta sensibilidad incómoda, la dejamos correr. Durante años, Venezuela fue eso. Fue un ruido de fondo, una anomalía administrable, un tema demasiado complejo para indignarse del todo. Los informes de Michelle Bachelet podían ser devastadores, pero parecían circular en una zona gris, una especie de limbo diplomático donde las palabras son graves pero las consecuencias, nunca son urgentes.
Occidente, ese club que todavía presume valores universales, se acostumbró a mirar para otro lado. Tal vez por conveniencia energética, tal vez por fatiga moral, tal vez porque hay tragedias que no entran bien en el feed de las redes sociales de la diregencia global. Como si la empatía hubiese tercerizado su criterio a un algoritmo global. Algo nos conmueve solo cuando ya no queda margen para la duda, cuando la catástrofe es tan grande que negarla sería indecoroso.
En medio de este mar de fondo aparece Machado. No como el típico líder político convencional que disciplina a su partido, construye mayorías y negocia cuotas de poder. Aparece, en cambio, casi en soledad absoluta, en un país donde el Estado de derecho es una ruina y la legalidad, un vestigio arqueológico. Su triunfo electoral, un triunfo que no le permite gobernar, es un gesto digno de una tragedia clásica. Ganar en un juego donde el ganador no recibe premio y el perdedor no entrega nada; donde la sola idea de aceptar el resultado es la tan anhelada demolición intelectual, emocional y material de un castillo de arena autoritario e inhumano que no sucederá. Venezuela y los silencios de las últimas décadas, parecen configurarse como el emergente de algunas "nuevas dolencias de occidente” que se manifiestan en "la paradoja de la democracia rota" donde se mantienen las palabras y se derrumban sus significados. Si acaso la palabra democracia no lo queda a años luz una Venezuela que sigue desapareciendo en su propio agujero negro.
Decimos que Machado le “ganó a la dictadura en su propio juego”, pero ¿qué juego es ese? ¿Cómo nombrar un sistema donde se vota, pero no se elige; donde se gana, pero no se gobierna; donde se denuncia, pero no se escucha? Tal vez lo inquietante está ahí. En que seguimos usando el vocabulario de las democracias sanas para describir mundos que ya funcionan según otras reglas. Como si todavía tuviéramos la esperanza, o la comodidad, de pensar que alcanza con contar los votos.
Cómo y cuándo caerá Maduro
El Nobel, mientras tanto, llega para coronar esa narrativa. No empuja la historia y crea oportunidades reales de cambio, la comenta después. La Venezuela de Maduro está terminada, resta ver cómo y cuándo caerá o dará paso a una nueva realidad civil. Es como esas placas que se colocan en casas históricas cuando ya no vive nadie adentro. El premio reconoce la valentía, sí, pero también certifica que durante años no supimos, o no quisimos, hacer nada con esa valentía.
Es extraño, Occidente se indigna con eficacia, pero actúa con parsimonia. Espera que los héroes sobrevivan para poder aplaudirlos, en vez de intervenir cuando todavía hay vidas en juego. ¿Qué sería del mundo si los premios funcionaran como advertencias y no como epitafios luminosos? ¿Qué sería del orden internacional si la dignidad ajena nos preocupara mientras sucede, y no después?
Al final, no puedo evitar pensar en Alfred Nobel. En el hombre que inventó la dinamita creyendo que serviría para ordenar el mundo, y que terminó legando un premio para quienes intentaran repararlo. Hay algo profundamente poético y trágico en esa ironía fundacional. Parece que hoy, con tanta demora, tanta ceguera estratégica y tanta solemnidad televisada, lo que estamos dinamitando no son montañas, sino los valores que decimos defender. Dinamitamos, cada vez que reaccionamos tarde. Dinamitamos, cada vez que premiamos lo que no supimos proteger. Dinamitamos, cada vez que esperamos a que la historia juzgue para recién ahí elegir un lado.
El Nobel reconoce a Machado, sí. Pero también nos expone. Nos recuerda que la paz no solo depende del coraje de los valientes, sino de la oportunidad del acompañamiento. Y que, si seguimos llegando tarde, si seguimos aplaudiendo cuando ya no cambia nada, el próximo estallido no será en un país lejano, será en la credibilidad misma de Occidente.
Nicolás Bottini, Analista político, escribe La rosca y la tuerca: una columna política que no corre detrás de la noticia, sino de su sombra.