Carlos Pazos

El triste y extraño caso de los niños montevideanos que no conocen el mar

Viven a media hora del Río de la Plata pero nunca llegaron a la orilla

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16 de mayo de 2017 a las 05:00

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Según cuentan los montevideanos que han vivido muchos años en ciudades extranjeras que no tienen mar, era precisamente aquella orilla lejana la que más les hacía extrañar la costa en la que nacieron.

La certeza de que no hay un horizonte marino a muchísimos kilómetros a la redonda en el que respirar la sal y sentir el viento en la cara es, dicen, una de las peores nostalgias.

Dicho esto, resulta escandaloso corroborar que hay niños que nacieron y viven en Montevideo pero que son extranjeros en su propia tierra. A ellos, el horizonte se les cierra, cada día del año y en el mejor de los casos, en una gris avenida de la periferia. Niños que viven a media hora de una playa que no conocen, de un mar que, tan cotidiano para la mayoría, a ellos les resulta extraño.

Por estos días, desde la escuela abierta en Montevideo por los sindicalistas de la bebida encabezados por Richard Read, partieron hacia las playas de la capital varios ómnibus con niños de barrios pobres que, por primera vez, jugaron en la arena y se mojaron los pies en la marea salada.

Dice Read que resultaba asombroso ver cómo se asombraban esos chiquilines ante ese río marrón que se les antojaba un océano. Parece increíble que en una ciudad en donde hasta los cementerios tienen vista al mar, existan niños a los que el Río de la Plata se les presenta como un insólito lujo.

La playa es, acaso, uno de los lugares más democráticos. La ropa apenas nos diferencia, todos revolcados en la misma arena y tirándose en el mismo mar. Pobres y ricos iguales bajo el sol. La democracia debería ser algo así: una playa en lal que unos tienen un poco más que otros pero en la que abundan los lugares comunes.

Sin embargo, cada tanto nos llegan noticias del invierno perpetuo que supone la marginalidad, en este caso personificada por unos niños que ni siquiera pueden llegar a un lugar que debería ser de todos.

Para estos niños no hay veranos con playa, y eso es una desgracia. Para ellos tampoco hay democracia, y eso es una aberración. Acerca de los responsables de esa tristeza, conviene un poco de silencio en estos tiempos en los que es costumbre echar culpas y señalar con el dedo al prójimo más cercano.

Pero recordemos al menos que, cuando muchos uruguayos disfrutan de vuelos transatlánticos que los llevan a otras tierras y a otros mares lejanos, hay un montón de niños uruguayos que ni siquiera llegan a la orilla.

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