Entrenó entre los tanques, fue feriante, chofer y jugó en los dos grandes; la vida del Pato Castro
William Castro ganó todos los títulos que jugó con Nacional, tuvo de ídolo a Fernando Morena cuando era chico y dejó el fútbol como técnico hace poco porque el ambiente lo pudrió
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11 de septiembre de 2021 a las 05:03
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En este mundo que vive acelerado a mil hubiese encajado bien la velocidad con la que picaba por la punta y resultaba imparable. William Castro, el Pato, es de esos campeones de América y del mundo que se transformó en un buscavidas, que la rema trabajando fuera del fútbol, del que ya no quiere “saber nada”.
Sufrió un terremoto, entrenó entre tanques en el medio de una guerra, jugó en Nacional y Peñarol y participó del Mundial de Italia 90 con la selección. Cuando colgó los zapatos, hizo el curso de técnico y tuvo una escuela de fútbol. No funcionó como esperaba y empezó a trabajar en distintos lugares. En la feria con un amigo, como chofer en una encuadernadora, en la seguridad en el Geant, de asador en una finca en la que se hacían cumpleaños de 15 y casamientos, y ahora trabaja en una empresa de respuesta de alarmas.
“Tengo la zona del Paso Molino, del Prado, el Cerro. Suenan las alarmas y yo voy con el auto normalmente, de madrugada. Me han tocado lugares complicados en la noche y en el móvil estoy solo, con horarios de ocho horas. Estamos regalados porque no usamos armas”, contó Castro a Referí.
Cuando era guardia de seguridad en el Geant le pasó de todo un poco. Desde hinchas de Nacional que lo veían y no podían creer que estuviera allí y se emocionaban hasta el llanto, hasta tener que intervenir porque un cliente se robaba dos botellas de whisky, otro se llevaba carne, otro chorizos, otro chocolates. “Era un laburo en el que no te podías distraer, porque había gente que se afanaba lo que fuera”, dice.
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Y añade: “Soy muy buen asador, soy mejor asador que jugador de fútbol. Cuando trabajaba en los cumpleaños de 15 o casamientos, me lucía”.
Con él se puede hablar de todo, salvo cuando tiene que cuidar a Martina, su nietita de cuatro años por la que se desvive. “Cien baberos no me alcanzan”, dice a carcajadas.
Ese es el Pato Castro de hoy, pero el de antes, el jugador e incluso cuando aún era niño, el que todos conocen en Mercedes como Indio y no como Pato, tiene otra historia con mayúsculas dentro del fútbol.
Su barrio, el Mondongo, cambió de nombre y hoy se conoce como Oeste, en Mercedes. Con 15 años debutó en Ferro Carril Oeste, su club en su ciudad, el de camiseta amarilla y pantalón verde. Allí lo dirigía su papá Pablo y jugaba con su tío Luis Rosso.
“Yo jugaba de puntero izquierdo y aprendí mucho de mi tío que jugaba bárbaro de ‘5’. Llegó a la Primera de Cerro. ¡No sabés lo que jugaba! Tenía un estilo Tito Goncalves y la rompía, pero extrañaba el pago y se volvió”, explica.
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Su padre, además de dirigirlo, “era presidente, lavaba la ropa tras los partidos, era técnico, era todo, por el amor que tenía por Ferro.
Mercedes “era divino”. Practicaban en la cancha de Sud América, el rival eterno y luego, el Indio se iba a pescar solo. “Me encanta la pesca. Tenía un acompañante, era un perro que se llamaba Sargento, solo le faltaba hablar”.
Es que Sargento tiene una historia muy particular, porque se metía en medio de los picados que se armaban. “Si faltaba uno para jugar, poníamos al perro. ¿Sabés cómo jugaba? ¡Parecía joda! No sabés lo que era, la llevaba con el hocico y nadie se la podía sacar”.
Además de hacer todo lo que hacía por Ferro, su padre tenía un almacén de aquellos viejos, que del otro lado era un bar. William trabajaba con él en el almacén. “Cuando llegaba el querosén, yo lo atendía y me quedaba un olor bárbaro en las manos. Después, tenía que entregar papas u otra cosa. Era otra época”, recuerda.
Aún siendo un adolescente en Mercedes, trabajó colocando antenas de televisión y se veían los canales argentinos. A veces se complicaba en los techos porque trabajaba a una altura importante. “Mi casa era la única que tenía televisor y en el Mundial de Alemania 74, era un desfile de gurises para que venían a verlo”.
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Hizo el liceo hasta segundo y luego dos años de Escuela Industrial en mecánica automotriz. “Era lo más vago que había para estudiar”, cuenta.
Desde chico fue hincha de Peñarol. Su padre era fanático de Danubio. “Lloraba por Danubio. El día que falleció, le pusimos la bandera de Danubio en el cajón”. El Indio, o Pato en Montevideo, fue a ver a Danubio ante Fénix al Capurro. Si los franjeados ganaban, eran campeones del Apertura 2001 y el Polillita Da Silva hizo un golazo de tiro libre. “Gritó el gol y pensé que lo iban a matar. ‘Sentate, viejo, que estamos en la hinchada de Fénix en el Capurro”, le dijo.
Su mamá María Esther no lo pudo ver jugar en su apogeo porque falleció muy joven, con 37 años.
Su ídolo era Fernando Morena. “Siempre soñé con ser Fernando Morena. Soñaba con ser como él y tuve la oportunidad de enfrentarlo en 1983 con Bella Vista en una Liguilla”.
Llegó a Montevideo para jugar en Peñarol, pero con el tiempo pasó a Bella Vista tras el campeonato del litoral juvenil en Artigas en 1980. Lo eligieron en la oncena principal del torneo y al llegar a Mercedes, lo fue a buscar a Peñarol. Vino a la capital con su padre, lo llevaron a entrenar, el técnico era Pedro Cubilla y estaba el Tito Goncalves. Entrenó en la Tercera en la que estaban Roland Marcenaro y César Pereira. Al otro día de noche fueron con su padre a firmar el contrato.
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Pero ocurrió un imprevisto muy raro que lo sacó de sus casillas. “Entrenamos en Las Acacias, y cuando nos íbamos, el ómnibus del club se olvidó de llevarme para la pensión de Ejido. Me agarré una calentura bárbara y me fui en ómnibus para Mercedes. A los dos días me fue a buscar Bella Vista y lo que son las cosas, Peñarol me pagaba $ 1.500 si firmaba, y Bella Vista $ 2.800”. ¿Cómo le compraron el pase? A Ferro, el dueño de su ficha, le dieron un equipo deportivo completo para todo el plantel y $ 11.000. Otros tiempos.
En la pensión de Bella Vista estaban los jugadores del interior y allí compartió la misma con Jorge Laclau, Juan Ferrari, Eber Bueno, Carlos Vázquez y el arquero Mario Viera.
Hacía poco que había perdido a su madre y la adaptación a Montevideo costó bastante: “Me costó muchísimo, me iba todos los fines de semana. Me comunicaba por teléfono con un vecino. Desde la pensión esperaba dos o tres horas por la larga distancia para poder hablar”.
Desde esa pensión conoció a su esposa Elizabeth. “La veía pasar para el liceo y le silbaba por la ventana para ver si se daba vuelta. La conocí en 1982 y hace 39 años que estamos juntos. Era la época de pedir permiso a los padres para poder salir. Su familia fue un pilar para mí”.
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Su sueño desde chico era el fútbol: “primero, jugar en Montevideo, después en un grande y después en la selección, y gracias a Dios se me cumplió todo. Lo que logré con Nacional es imborrable. No me lo imaginé pero se dieron cosas que transformaron un sueño en realidad”, explica.
En la Cuarta de Bella Vista lo dirigió el Maestro Óscar Tabárez. Fue el primer técnico que tuvo. “Íbamos a jugar a Pichincha que era todo tierra, al Parque Forno contra Danubio. No tenía alambrado, ¡no sabés lo que era! Te escupían los padres y las madres”.
En 1981, cuando llegó de Mercedes, jugaba en la Tercera de los papales y Raúl Bentancor lo citó para el Mundial juvenil de Australia “con Francescoli, el Tano (Gutiérrez), Aguilera, Alexis Noble, Berrueta. Un domingo que dieron la lista de viajeros, nos sacaron a cuatro: el Vasco (Ostolaza), el Araña Beltrán, Gerardo Miranda y yo. A mí se me cayó la estantería y al año vino Bentancor a Bella Vista. Para mí era como ver al diablo”.
Debutó en Primera en 1982 con Miguel Ángel Basílico en el Nasazzi en un 1-1 contra Wanderers de Francescoli, Esnal y Barrios. Jugó de ‘10’ ese día en un equipo en el que estaban Amaro Nadal, Laclau y el Pocho Navarro, entre otros.
Bentancor fue quien “me inventó de lateral izquierdo. El primer gol en Primera lo hice en el Nasazzi contra River de tiro libre a Carlos Manta. Lo recuerdo con mucho cariño porque fue el más grande de los técnicos que tuve, me ayudó muchísimo. Después, Roberto Fleitas, quien si tenía que putearte, te puteaba, pero era un crack”.
Bentancor lo multó dos veces. Le sacó el 10% del sueldo en ambas ocasiones. “Yo era rebelde. Teníamos que estar el 2 de enero a las 7 y media entrenando, y llegué 8 menos cuarto porque el ómnibus llegó un poco más tarde de Mercedes. La segunda vez fue en un partido contra Progreso en el Nasazzi. Íbamos ganando 2-0, yo volaba y el juez era (Eduardo) Dluzniewski. Caímos al piso con Elio Rodríguez (el padre de Déborah y del jugador Ángel Rodríguez) y le pegué una patada en el pecho luego de que él también me pegara. Dluzniewski me vio solo a mí y me echó y nos empataron 2-2. Ahí me sacó otra vez el 10%”, cuenta.
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Sin embargo, dice que fue quien le enseñó “lo que es el respeto. No se casaba con nadie, si había que entrenar tres horas, lo hacíamos a full, me enseñó mucha táctica, cómo marcar. Un fenómeno”.
Tabárez lo citó para la selección de los Juegos Panamericanos 1983 -que ganó Uruguay-, pero el técnico de entonces de Bella Vista, Raúl Bentancor, no lo dejó viajar. Me dijo: “Usted no va a ir, se queda acá porque yo lo preciso”. La selección era un sueño, me quería morir. Del club fueron Yeladian, Carlos Larrañaga y el Vasco Ostolaza.
Ese año, el diario El Día lo eligió como Balón de Oro al mejor jugador, a Ruben Sosa como la revelación y el goleador fue Arsenio Luzardo. Tenía 21 años.
Gimnasia y Esgrima La Plata lo contrató por su buen rendimiento. “Me habían venido a ver y firmé el contrato en un boliche de Millán y Luis Alberto de Herrera". Habían clasificado con Bella Vista a la Copa Libertadores, y si bien no avanzaron, eliminaron al Colo Colo del arquero el Cóndor Rojas y de Carlos Caszely ganándole 2-1.
Recién se había casado y estuvo siete meses en Argentina. El técnico era Carmelo Faraone y fue como lateral izquierdo. Debutó contra Vélez, le ganaron 1-0 con Navarro Montoya de arquero. Después perdieron en el Bosque con Boca 6-0 y el arquero de los xeneizes era Julio César Balerio. “A la salida estaba espeso, pero a mí me gritaban ‘uruguayo, uruguayo’. Me fui a tomar el ómnibus para volver a casa y no tuve problemas. Al otro día vino (Luis) Garisto y con el tiempo, no me ponía. Terminó el contrato y volví a Bella Vista”.
Con Roberto Fleitas como entrenador en 1986, Bella Vista logró esas cosas raras que a veces tiene el fútbol uruguayo: se salvó del descenso, mandando a Fénix a la B, pero a la vez, clasificó para la Liguilla. “Fuimos a calentar en la cancha de abajo del Nasazzi para ese partido, y al Fito Barán le pegaron patadas por todos lados los hinchas de Fénix. Yo vivía enfrente a la cancha de Fénix y me conocían todos. Nunca me voy a olvidar de ese partido. Horacio Ponce hizo el gol”.
Tras un buen 1987 en Bella Vista, pasó a Nacional llevado por Fleitas. “Yo jugaba de punta con Miguel Puppo en Bella Vista, y fuimos terceros en el Uruguayo”.
Cuando se dio el pase para Nacional “estaba loco de la vida. Fui a la sede, me ofrecieron un sueldazo para lo que yo cobraba. Nos fuimos con (Daniel) Revelez y el Indio Molina, y el Fito Barán se fue a Peñarol”.
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Esos años en Bella Vista eran difíciles desde el punto de vista económico. “Era un calvario porque a veces llegaron a debernos siete meses. Pero estaba Sebastián Bauzá (padre) que era un fenómeno. Él te hablaba de frente y siempre te terminaba cumpliendo. Pese a las deudas, entrabas a la cancha y te comías a los nenes crudos. Yo tenía una familia que alimentar, todavía sin hijos y había que meter, pagar el alquiler. Cuando me casé, Bauzá me regaló la fiesta. De los mejores presidentes que tuve”.
Su etapa gloriosa
En Nacional debutó con un gol de tiro libre -su especialidad- y un penal errado en la hora en un amistoso 1-1 ante Atlanta. “Fleitas me daba mucha libertad, recién había llegado y eso es muy importante para un jugador. Roberto no lo quería a (Juan Ramón) Carrasco y él se fue del club a jugar en River de Montevideo”, recuerda..
Con los tricolores es de los elegidos que ganó cuatro títulos internacionales: la Libertadores, la Intercontinental, la Recopa Sudamericana y la Interamericana.
“Fue un año espectacular, en el que ganamos esas cuatro copas y la Copa 70 años de El Gráfico en Mar del Plata. Ahí, volé. Le hice un gol a (Ángel) Comizzo que atajaba en River argentino, y dos a Independiente en el que atajaba Eduardo Pereira y después fuimos compañeros en la selección”.
Según cuenta el Pato, la gira que hicieron en marzo de 1988 por Centroamérica fue fundamental para unir al grupo, en la cual tuvieron vivencias tremendas.
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“Estuvimos un mes en cuatro países, entre ellos, en plena guerrilla en El Salvador. Te apagaban la luz a las 8 de la noche y no había agua. Ahí, entrenábamos entre los tanques. Era una cosa de locos. Por supuesto que teníamos miedo. En El Salvador la pasamos mal, perdimos 1-0 con la selección y la gente nos esperó afuera. Echaron a Yubert (Lemos), al Indio Morán y a Tony (Gómez). Nos ganaron, pero no nos dejaban salir del estadio. Nos quedamos en la mitad de la cancha y nos sacaron los milicos a las 12 de la noche. Ese partido fue una carnicería. Pegamos, nos pegaron, los pisábamos y el juez era de ahí y dejaba seguir”, dice.
Castro asevera que “en esa gira nos hicimos tan fuertes que pasamos por algo increíble y nos dio mucha fuerza para juntarnos como grupo. Peñarol había logrado la Libertadores el año anterior y nosotros no podíamos defraudar a la gente que había confiado mucho en nosotros”.
Pero también hubo otras cosas que ayudaron a aquel grupo que se fue haciendo fuerte para ganarlo todo a nivel internacional: “La llegada de Hugo De León fue fundamental. Un tipo que sabía hablar, tenía un carácter muy especial, con alguna Libertadores ganada encima. Cómo ayudó Felipe (Revelez), lo que jugó Felipe al lado de De León, no está escrito. Lo conozco desde Bella Vista en 1982, pero nunca lo había visto en ese nivel”.
El recuerdo que le quedó en la mente de la noche de la final de la Copa Libertadores 1988 contra Newell’s Old Boys fue cuando salieron de Los Céspedes hacia el Estadio Centenario.
“La gente que había hasta el Estadio era impresionante. No te imaginás lo que me corría por la sangre. Cuando entrás a la cancha solo pensás en ganar y darle el triunfo a esa gente. Era un aliciente para nosotros. Lo ganamos holgado ese partido. Mi viejo había venido de Mercedes y nos fuimos para la casa de mi suegro, me tomé una cerveza y me acosté. Estaba muerto y me dormí. Ese fue mi festejo. Hoy me emociono viendo las imágenes, en ese momento no te das cuenta”, explica.
Y verlo con el paso del tiempo con sus hijos, Maximiliano de 32 años y Diego de 27, aún lo emociona.
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Y claro, Martina, su nieta de cuatro años, “es la alegría de la familia, es la felicidad que tenemos. Te cambia. Los padres somos una cosa, pero ser abuelo es diferente, nada que ver”.
La Intercontinental en Tokio fue otro enorme paso suyo y del equipo, venciendo a PSV Eindhoven de Holanda con un córner en la hora del alargue que cabeceó el Vasco Ostolaza para el 2-2 e ir a la definición por penales. Tanto él como otros compañeros coindicen en decir que no fue córner.
“Fue una de las finales más emotivas que hubo. Lo empatamos en la hora, lo podíamos haber ganado si pitaban un penal cuando íbamos 1-0. En la jugada previa al empate del Vasco en la hora del alargue, yo patee y la pelota se fue afuera, no fue córner. El juez dio córner porque no nos había pitado aquel penal”, cuenta.
Su penal en Tokio era trascendente. Fue el cuarto y si no lo convertía y además, Jorge Seré no atajaba el que venía, perdían la copa. Habían errado Daniel Carreño y el Indio Morán, pero él lo hizo. “Por suerte fue gol y después, el Pelado (Seré), atajó el que venía y así seguimos definiendo”.
Recuerda que “Romário solo ganaba más que todo el plantel de Nacional. Había jugadores de todas las selecciones, de Holanda, de Bélgica, de Dinamarca. Era un disparate ese rival”.
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Ambas delegaciones estaban en el mismo hotel y almorzaban juntas, separadas por un biombo.
Castro recuerda que “el Indio Morán era experto en hacer bolitas de pan y las tiraba por arriba del biombo y les pegaba en la cabeza a los rivales. Nos matábamos de risa”.
El Vasco Ostolaza fue quien ganó el auto 0 kilómetro que le daban entonces a la figura de la cancha. Pero había un acuerdo previo de que si alguno lo ganaba, repartía el dinero. “Nos dio US$ 500 a cada uno y me traje cosas de pesca para mí, que era fundamental y un equipo de música Aiwa. Cómo jugaba y cómo metía el Vasco, era tremendo”.
Después ganaron la Recopa Sudamericana a Racing con un gol de Daniel Fonseca para el 1-0 de la ida en el Centenario y 0-0 de visita cuando Seré le contuvo un penal a Walter Fernández, quien después fue compañero suyo en Cruz Azul de México.
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“Con el Pichón (Núñez, el nuevo técnico) me llevaba muy bien. Iba muy de frente y su ayudante, el Chongo Escalada, era un gran ayudante, muy serio, muy prolijo y muy profesional”, comenta Castro.
Hasta el día de hoy se arrepiente de no haberse quedado en Cruz Azul de México. “Tenía que haberme quedado, fue un error haberme venido de México para acá. Por un tema económico más que nada. Toda la vida me voy a arrepentir de haberme venido”.
Su posterior llegada a Peñarol tuvo ribetes extraños, porque se reunió previamente “tres veces con Nacional, pero nunca me hablaron de dinero. El presidente era (Roberto) Recalt y el técnico, el Cacho Blanco. Amadís Errico me llamó entonces de Peñarol y arreglamos enseguida. El entrenador era Tato Ortiz, después vino Petrovic que se fue un día que estábamos entrenando y ni nos avisó. Lo sucedió (Ladislao) Mazurkiewicz y luego tuve a la dupla Máspoli-Sasía. Era una época difícil en Peñarol”, recuerda.
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A su llegada, Ortiz lo colocó de lateral. Para el Pato, Máspoli y Sasía “eran unos monstruos. El Pepe era un disparate lo que sabía. Hablaba poco pero se hacía entender”.
Allí tuvo de compañeros a Paolo Montero, Adrián Paz y Diego Aguirre, entre otros, aunque no le fue bien.
Se fue a Universitario de Perú, donde tuvo a Manuel Keosseian como técnico. Luego, lo llevó el Pelado Santelli, que entonces era empresario, a Once Caldas y estuvo cuatro meses.
Recuerda un momento complicado que vivió en Manizales. “A los cuatro o cinco días, hubo un terremoto enorme, casi se viene abajo la ciudad, ¡no sabés cómo se movía el piso! Estaba en un supermercado con mi esposa y agarramos a los gurises, que uno tenía cinco años y el otro seis meses y salimos para afuera. En Pereira a 70 kilómetros, se vino abajo un edificio y hubo muertos; ahí fue el epicentro”.
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Castro fue citado a la selección uruguaya en el primer período del Maestro Tabárez como entrenador celeste.
Ganaron la Copa Marlboro en 1990 en Estados Unidos y él convirtió dos goles, uno ante Colombia y el otro contra Costa Rica.
El Maestro lo llevó al Mundial de Italia 90, pero no tiene grandes recuerdos.
“Me dejó un gusto amargo porque merecía haber jugado aunque fuera 5 minutos. Primero, porque andaba muy bien. Yo no era representado por Paco Casal, como la mayoría de los futbolistas. Cuando fui al Mundial, en un partido amistoso ante España en Sevilla, me habían vendido a Cruz Azul, me representaba Gularte, y creo que eso me jugó en contra y no jugué”, explica.
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Su bonhomía lo llevó a ser garantía de un compañero, pero eso le salió muy mal.
“Por ser buen tipo, me clavaron. Tuve que vender dos casas, una de Cuchilla Alta y un apartamento al lado de la AUF, porque le salí de garantía a un compañero y tuve que salir a vender cosas para pagar las deudas que él había generado. Eran US$ 30 mil de aquella época en 1994, un platal”.
Dirigió a las divisiones inferiores de Bella Vista, pero luego se alejó. Y se alejó definitivamente del fútbol.
“No quiero saber más nada de fútbol. El último año fue 2017 las juveniles de Bella Vista. Me pudrió el fútbol, me cansó el ambiente. Me quedan cuatro años para jubilarme y disfrutar más a mis nietos. Ojalá que llegue alguno más”, dice con una sonrisa.
El Pato Castro tiene una historia en el fútbol uruguayo, ese del que ahora no quiere saber más nada. Sus famosos tiros libres y sus piques por la izquierda, aún se recuerdan.
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