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Tu moral, blanca como la cocaína, ¿no debería tener el color de la sangre?

Uruguayos de todas las clases financian a sicarios que dejan el tendal en la periferia

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30 de agosto de 2018 a las 15:37

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Si miramos hacia atrás en el tiempo, puede resultarnos pintoresca nuestra participación en el negocio del contrabando, ya como contrabandistas, como socios, reducidores o como consumidores.

Ni siquiera atinábamos a darnos cuenta de que se trataba de un delito que hacía daño a la industria nacional y al empleo de los uruguayos. No solo nos hacíamos los distraídos. Criticábamos a quienes nos tildaban de delincuentes por ser o ayudar a esa “mano negra” del contrabando que le sacaba la mamadera de la boca a la niña Raquelita Díaz, como decía una pésima y recordada publicidad oficial.

Buena parte de quienes traían grandes cantidades de garotos, margarina o repuestos de autos, los contrabandistas, particularmente los que operaban con Argentina, se convirtieron un día en la primera generación de narcotraficantes: allí donde traían tarros de comida empezaron a poner ladrillos de marihuana o de cocaína. Las rutas de entrada eran las mismas; los vehículos -camión, barco, avión- los mismos; y los hombres a los cuales coimear, los mismos también.

La formación profesional

Entonces, aquel delito poco visualizado como tal, se convirtió en el germen de otro delito que llegó para cambiar para siempre el mundo de la mafia y la violencia.

Dentro de las prisiones, tanto los contrabandistas como poderosos y audaces rapiñeros, aprendieron con extranjeros los vericuetos del narcotráfico, hicieron contactos en los lugares de producción -Paraguay, Colombia, Perú y Bolivia- y en los de consumo en Europa o Estados Unidos, amén de la sustancia que quedaba en el país.

Como todo negocio, este siguió cambiando. Las cárceles estaban llenas de “perros” que querían pasar a ser amos y en los cantegriles gente que quería salir de la misiadura y hasta la abuela puso manos a la obra con el nuevo producto. 

Un billete que le dabas a tu dealer, este se lo daba al intermediario -que hace una de las tareas peligrosas de contactarse o directamente aliarse con bandas de jóvenes lúmpenes con pistola a la cintura- que a su vez entregaban ese billete a su nexo con el exterior, que se lo daba a sus distribuidores en el exterior que se lo daba a los plantadores o cocineros que trabajan en medio de la selva. Y en el camino algún billete quedaba en manos de los nuevos perros de la cocaína que empezaron a matar gente por 600 pesos. Los sicarios.

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Entre 2001 y 2011 Uruguay registró el mayor aumento en Sudamérica de consumo de cocaína, multiplicándose por seis la prevalencia.

El mercado de la droga es como cualquier otro mercado. En épocas de bonanza aumenta la demanda. Y la demanda, sobre todo de las drogas más caras, se da cuantitativamente de forma más notoria en las clases más acomodadas. Esas clases viven lejos del rancho donde la merca se estira y donde la disputa por el negocio deja cuerpos cada vez con más agujeros de bala.

Salvo que, en casos como la marihuana usted sea un cultivador para su consumo, en otras drogas que requiere una elaboración más compleja y en ese negocio usted es otra cosa.

Con la marihuana, Uruguay ha hecho una movida para evitar que el dinero del consumidor termine en manos de la mafia. Es algo, pero muy pequeño y encarado con escaso amor.

Nuestro papel

¿Podría un boicot masivo de cocaína en algún país prevenir los daños relacionados con el comercio? Improbable: los cárteles simplemente buscarían nuevos mercados en otros sitios, sostiene la doctora Jennifer Fleetwood, profesora de Criminología en la Universidad de Leicester.
 
“Y como el fin de la prohibición de la cocaína no va a ocurrir en un futuro próximo, aunque la mayoría de los consumidores no están contentos de formar parte del engranaje de un comercio corrupto y perjudicial, no pueden utilizar su mundo ideal como una muleta; tienen que tomar una decisión moral fundamentada en el presente”, dice el artículo publicado en Vice.

Tom Wainwright, autor de Narconomics, una investigación sobre la industria de las drogas, escribió: “El sistema actual de prohibición hace que sea imposible comprar drogas como la cocaína sin aportar dinero a los asesinos en masa. Sin duda, ante estas circunstancias, la única opción moralmente correcta es no comprarla, en lugar de continuar con el envío de dinero a El Chapo y compañía. Imagina pagar por sexo con prostitutas víctimas de la trata; ‘si la prostitución fuera legal los traficantes quedarían fuera del negocio, así que no es mi problema'. No es muy convincente, ¿verdad? Determinar que el enfoque del gobierno es incorrecto y se precisa una reforma no significa que los consumidores ya no tengan que pensar adónde va a parar su dinero”.

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Fleetwood sostiene que el consumo ético es un campo minado, ya que hasta los iPhones, se forjan en las entrañas del infierno.

Pero con los mercados legales uno nunca sabe. Dice Fleetwood : “Tal vez esa bolsa de cocaína que compraste esté financiando a los sicarios de un cártel. Tal vez ayudó a pagar una semana de alimentos para una familia desamparada de agricultores colombianos, para quienes el cultivo de coca es la única manera de ganar dinero. La ilegalidad del comercio hace que sea imposible saberlo”.

Lo que no es imposible, es reflexionar sobre el asunto, al menos para no ser tan cínicos cuando, ante cada ejecución por parte de un sicario o los desastres que cometen los zombies de la pasta base, ponemos el grito en el cielo mientras intentamos ahogar nuestras penas esnifando un polvo que, como la moral del propio consumidor, se mantiene blanca a pesar de tanta sangre derramada.

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