Las palabras iniciales de una Constitución no son meramente ornamentales: revelan el alma del pacto que da origen a una nación. El Preámbulo de la Constitución de los Estados Unidos comienza con una afirmación categórica: “We the People”. Allí, el poder brota de una única fuente: el pueblo. En cambio, el Preámbulo de la Constitución argentina comienza con “Nos los representantes del pueblo de la Nación Argentina, reunidos en Congreso General Constituyente por voluntad y elección de las provincias que la componen…”. En la tradición argentina, la unión nace del acuerdo entre provincias previamente existentes, con rango de soberanas.
Esa diferencia no es menor. Mientras el modelo estadounidense construye su sistema federal partiendo de la noción de un pueblo unificado, el argentino enfatiza el carácter federal, donde cada provincia posee una identidad y derechos políticos propios. Si bien el contraste inicial entre los preámbulos de ambas constituciones ilumina las diferentes lógicas fundacionales de la unión nacional, resulta crucial profundizar la comparación al examinar los mecanismos concretos de elección presidencial en cada sistema federal. En este sentido, la persistencia del Colegio Electoral en Estados Unidos, a pesar de su preámbulo centrado en la idea de un pueblo unificado, ofrece un contraste significativo con la posterior adopción del distrito único en Argentina.
Un ejemplo paradigmático de la tensión característica al sistema estadounidense se evidencia en la elección de 2016, donde Hillary Clinton obtuvo una mayoría de votos a nivel nacional, pero la distribución de los electores le impidió alcanzar la presidencia. El sistema estadounidense, diseñado precisamente para equilibrar el poder de los estados menos poblados en la elección del presidente, plantea interrogantes relevantes sobre las implicaciones de favorecer un modelo puramente mayoritario a nivel nacional en un contexto federal como el argentino. Este rasgo se proyecta en la organización institucional, en la forma de elegir autoridades y en el delicado equilibrio entre democracia y federalismo.
Un giro en la elección presidencial: del colegio electoral al distrito único
Durante décadas, el presidente en Argentina se elegía por un colegio electoral, un método inspirado en la tradición federal estadounidense. Cada provincia designaba electores en proporción a su representación legislativa —diputados y senadores—, lo que otorgaba un plus de peso a las provincias más chicas y servía de contrapeso al predominio poblacional de Buenos Aires, Estado que no integraba la confederación en 1853 y recién se unió en 1860.
La reforma de 1994 suprimió ese sistema indirecto y adoptó un voto directo en distrito único nacional. De inmediato, Buenos Aires y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) ganaron centralidad, concentrando un porcentaje muy alto del electorado. ¿El resultado?
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Las provincias menos pobladas perdieron capacidad de incidir.
Un candidato puede triunfar apelando principalmente a los grandes centros urbanos.
Desaparece la lógica territorial que, históricamente, buscaba equilibrar la voz de las provincias con menos población.
En términos de democracia directa —la regla de “un ciudadano, un voto”—, el sistema parecería más “puro” y claro. Sin embargo, un distrito único en un régimen federal se vuelve una anomalía, ya que el diseño original buscaba que la unión política no fuese el mero producto de la mayoría numérica, sino también el resultado de un equilibrio entre las entidades provinciales. ¿Eso lo hace “menos democrático”? No necesariamente. La idea de democracia también abarca el respeto al principio de igualdad del voto individual. De hecho, bajo la fórmula “una persona, un voto, con igual peso”, el distrito único se considera profundamente democrático. Pero, a la vez, se debilita la igualdad territorial y se sacrifica la lógica de “cada provincia cuenta” que la Constitución de 1853 consagró desde el Preámbulo. En otras palabras, se refuerza la idea de la mayoría poblacional, pero se diluye el concepto de representación federal.
El Senado después de 1994: entre la representación provincial y la partidización
Hasta la reforma de 1994, el Senado se integraba con dos senadores por provincia, elegidos por las legislaturas locales, garantizando que cada provincia enviara una voz institucional. Esto apuntalaba el carácter federal de la cámara alta, defendiendo los intereses de cada Estado local frente al Poder Ejecutivo nacional y ante la cámara baja (diputada según población).
Con la nueva Constitución, el Senado pasó a componerse de tres senadores por provincia y por la CABA (dos por la mayoría, uno por la primera minoría), elegidos por el voto directo. Se buscó mayor democratización, pero el diseño devino en un senado de partidos más que un senado de provincias:
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Primacía de lógicas partidarias: las estructuras nacionales de los partidos definen las candidaturas y orientan la actividad legislativa.
Menor defensa de intereses locales: los senadores, obligados por la disciplina partidaria, se centran en los objetivos de la fuerza política a la que pertenecen, no necesariamente en la realidad de su provincia.
Consensos complicados: se requieren mayorías especiales (dos tercios, mayoría absoluta de la totalidad, etc.) para aprobar designaciones clave (Corte Suprema, acuerdos internacionales con jerarquía constitucional), y la lógica partidaria fragmenta la posibilidad de diálogo.
Así, la cámara históricamente concebida para moderar y equilibrar el peso poblacional de la otra se ha convertido en un terreno de disputas partidarias, donde las provincias —sobre todo las menos pobladas— ven debilitada su influencia real.
Mayorías calificadas y la difícil tarea de lograr consensos
La reforma de 1994 también estableció o reforzó la exigencia de mayorías agravadas para decisiones cruciales:
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Nombramiento de jueces de la Corte Suprema y otros cargos relevantes (dos tercios de los senadores presentes).
Tratados internacionales con jerarquía constitucional (dos tercios de la totalidad de los miembros de ambas cámaras).
Leyes convenio de coparticipación (mayoría absoluta de los miembros de cada cámara).
A modo de ilustración, casos concretos como la prolongada falta de designación de un Defensor del Pueblo, la traba en la nominación del Procurador General de la Nación y, sobre todo, la ausencia de una ley de coparticipación federal —pendiente hace tres décadas pese a su expresa mención constitucional— evidencian cómo la necesidad de mayorías calificadas puede desembocar en un prolongado estancamiento institucional. En vez de propiciar consensos basados en un intercambio transparente de argumentos, muchas veces surge una lógica de veto cruzado, negociaciones de último minuto o inercia legislativa que extiende las vacancias o la falta de reformas clave. El resultado inmediato suele ser la parálisis de órganos relevantes (como el Defensor del Pueblo), la dilación en nombramientos indispensables (como la Procuración General) y la postergación de pactos fundamentales (caso coparticipación), lo que termina por restarle efectividad a la Constitución y a la calidad de la democracia federal que proclama.
En un Senado presidido por bloques partidarios —y con mayor fragmentación—, conseguir esas mayorías cualificadas se torna un desafío. En lugar de alentar la búsqueda de consensos racionales, suele provocar bloqueos o negociaciones opacas basadas en el intercambio de favores, debilitando la transparencia y la efectividad de las instituciones.
¿Hacia dónde va el federalismo y la democracia liberal?
La reforma de 1994, con su acento en la democratización directa de la Presidencia y del Senado, buscó modernizar el Estado argentino y acercar a los representantes a la ciudadanía. Sin embargo, el nuevo diseño institucional plantea tensiones que comprometen la vitalidad de la democracia liberal y diluyen el federalismo:
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Centralización demográfica: gran parte de la definición electoral gira en torno a Buenos Aires y CABA, mientras que las provincias menos pobladas se tornan casi marginales.
Partidización del Senado: ya no es la provincia, a través de su legislatura, la que envía a su representante; son los partidos —por voto directo— los que lideran la elección, subordinando la agenda local a la lógica nacional.
Mayorías calificadas difíciles de alcanzar: la fragmentación partidaria sumada a la confrontación política dificulta consumar los acuerdos que la Constitución exige para designaciones o cambios estructurales.
En una democracia liberal, la legitimidad no depende solo del número de votos, sino de la calidad representativa y la eficacia del sistema de pesos y contrapesos. Una Constitución federal, pensada originalmente para articular provincias soberanas, puede ver socavada su razón de ser si las soluciones democráticas dejan de lado la equidad territorial y cultural que le dio origen.
En definitiva, la adopción de un distrito único para la elección presidencial no vuelve “menos democrática” a la Argentina en el sentido de la regla mayoritaria. Pero sí atenúa la dimensión federal de la democracia, al no establecer compensaciones que reflejen la igualdad de todas las provincias. Así, la pregunta que subyace es si un país tan amplio y diverso puede permitirse prescindir de mecanismos que equilibren la voz de cada región, más allá de su tamaño poblacional.
El destino del federalismo en la Argentina post-1994 exigirá revisitar los principios fundacionales y plantear debates que reconozcan la necesidad de articular la mayoría popular con el derecho de las provincias a incidir en las decisiones que forjan la vida nacional. Sin ese ejercicio de reequilibrio, la democracia corre el riesgo de concentrarse en unos pocos núcleos urbanos y la promesa de un Estado verdaderamente federal quedará como un mero título en los viejos textos constitucionales.