Esto habría ocurrido porque Pavel Durov, ciudadano ruso y francés de 39 años y director ejecutivo de la plataforma, no estaba dispuesto a entregar información para que se investigara a sus usuarios y, de esa manera, descubrir cuáles de ellos cometen los crímenes que rastrea la justicia gala.
El arresto del empresario se enmarca en discusiones muy actuales sobre el control de las redes por parte de los Estados, pero, tras la detención de Durov, esto adquiere una nueva dimensión.
La libertad de disentir y el caso de España
La primera de las discusiones que acelera el incierto destino de Durov tiene que ver con un conjunto de gobiernos europeos que, desde la pandemia, han implementado políticas represivas que cruzan límites que las democracias liberales habían respetado hasta ese momento.
La vieja discusión entre fines y medios ha sido superada por un neoprogresismo woke que está dispuesto a utilizar todos los recursos coactivos del Estado para someter disidencias y planteos que contradigan sus políticas, aunque dichas resistencias no sean ilegales.
El nuevo leitmotiv que habilita el desenfreno estatal ya no es la lucha contra el comunismo o el cuidado comunitario frente a la COVID. El enemigo público ahora es un sentimiento (!!), algo tan ridículo como difícil de procesar y amplio para perseguir: ser un odiador.
Para los gobernantes woke, no parece ser difícil demostrar fehacientemente quién ha quedado del lado oscuro de la fuerza. Si usted está en contra de algunos relatos políticamente correctos del gobierno, es porque odia; entonces, es de ultraderecha. Y si es tachado de ultraderecha, por lo que piensa o dice, es porque usted odia. Y si odia, no importa lo que el Estado haga con usted.
El caso más extremo provino de Inglaterra, cuando el primer ministro Keir Starmer comenzó a perseguir y apresar a personas solo por publicar o expresar sus críticas.
Starmer afirmó que quien se expresara con odio sería tratado como un matón de ultraderecha, es decir, enviado a prisión. Para ello, utilizaría tecnologías de reconocimiento facial, un sueño húmedo de Kim Jong-un, pero en manos de las élites londinenses.
Francia no se queda atrás con la llegada al poder del extremista antisemita Jean-Luc Mélenchon, quien, en nombre de evitar el acceso de la ultraderecha, ya ha comenzado a arrinconar a Emmanuel Macron con su nuevo poder parlamentario y del que seguramente, pronto tendremos noticias no muy liberales.
España también sigue ese rumbo, como se vio a partir del anuncio de Pedro Sánchez de crear nuevas regulaciones sobre medios de comunicación para hacer frente a las fake news.
El fiscal contra los delitos de odio, siguiendo la línea de su jefe político, propuso identificar a los usuarios de redes sociales problemáticos y prohibirles el acceso.
La guinda del pastel fue el comisario europeo Thierry Breton, quien afirmó que las leyes europeas permiten la censura en redes sociales en caso de crisis.
Las redes ya están en la mira aunque en el caso Telegram, no todo es lo que parece.
Matices, rusos y dilemas
El arresto de Pavel Durov no se reduce únicamente a ataques a la libertad de prensa; la geopolítica también metió la cola. Todo lo que implique a millonarios rusos resulta sospechoso para Occidente, especialmente cuando Durov mantiene una relación de amor y odio con su gobierno y Telegram opera sin mayores problemas en el territorio donde reina Vladimir Putin.
Mientras Durov fue apresado por no entregar la información a la justicia francesa, se le acusa de ser más complaciente con la inteligencia rusa, por ejemplo, al facilitarle datos sobre el movimiento democrático ruso para que sus miembros sean arrestados y sus iniciativas obstaculizadas.
Lo mismo ocurrió con las negociaciones de los representantes de la plataforma con las dictaduras de Cuba y, en su momento, la tailandesa, para perjudicar a los movimientos democráticos de ambos países durante los levantamientos populares que enfrentaron a dichos regímenes.
No es un tema para tomar posición en blanco y negro, ya que se plantean situaciones dilemáticas que requieren un análisis más fino e informado, especialmente cuando los oficiales de justicia se amparan en el combate contra la pornografía infantil para acusar a Durov. Aunque esto también puede ser solo un bulo. No sería la primera ni la última vez.
Las declaraciones de Mark Zuckerberg añadieron leña al fuego al afirmar que fue presionado por el gobierno estadounidense para censurar contenido en Facebook e Instagram durante la pandemia. Ahí la excusa era la salud de todos. El Estado siempre preocupado por la gente.
Lo único cierto es que las redes sociales e Internet siguen siendo un espacio de libertad para que la sociedad se organice, comparta y se preserve del control estatal.
Por eso, gobiernos como el chino, cubano, norcoreano e iraní, entre otros, las censuran e intervienen, cuando no las prohíben y reemplazan por otras oficiales (por ejemplo, WeChat en China).
La sociedad proporciona múltiples recursos al Estado para combatir el crimen, desde grandes presupuestos hasta cuerpos especializados, armados, capacitados en tecnologías avanzadas, con grandes estructuras y capacidades para obtener información, infiltrar, espiar y usar la violencia legítima cuando lo consideren conveniente.
Todo esto va acompañado de legislaciones complejas para castigar a los criminales y proteger las operaciones de los agentes estatales.
Esto constituye una parafernalia de poder que permite al Estado contar con los elementos necesarios para enfrentar el crimen. Avanzar también sobre las redes y los derechos de la sociedad parece exagerado e innecesario cuando aún no se han explorado a fondo los otros caminos.
¿Acaso alguien encarcelaría a los periodistas de Le Figaro por no brindar información sobre la identidad de sus fuentes?
El Estado ya ha utilizado en exceso el argumento de las causas nobles para sostener su poder y mantener los privilegios de élites y castas.
Como en el cuento del pastorcito y el lobo, cuando un mentiroso repite sus engaños continuamente, hasta lo cierto se pone en duda.
Sin embargo, el mensaje ya ha sido enviado: los estados occidentales también están atacando la autonomía de las redes sociales y, particularmente, van por la libertad de sus dueños para lograrlo.