EFE

Alberto Fernández como Gollum, el personaje de Tolkien

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21 de agosto de 2020 a las 05:03

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El presidente argentino Alberto Fernández sigue dándose de bruces contra lo que era y lo que es, contra lo que una vez dijo y lo que ahora tiene que hacer, contra lo que prometió y no está cumpliendo.

El tipo afable y sonriente, el político “moderado” que tomó posesión apenas el pasado diciembre, se ha vuelto un presidente malencarado, intolerante y empecinado en una cuarentena imposible. Huérfano de ideas e irascible ante la menor crítica a su gestión, da toda la sensación de ser hoy un hombre intratable. Como a Gollum, el personaje de JRR Tolkien que logra a través de un tercero hacerse del “anillo único” que confiere todo el poder pero el anillo lo termina poseyendo a él y convirtiendo en un ser despreciable, a Alberto el poder parece haberlo transformado por completo.

Ha descalificado una y otra vez a sus críticos de “odiadores seriales”, “necios” y ahora, inopinadamente, de “terraplanistas”. Se preguntará usted por qué el presidente argentino percibe a sus detractores como pre-eratostianos. Me temo que ahí no puedo ayudarlo; para mí también es un misterio. Aunque es fácil adivinar que el insólito calificativo forma parte de su maniqueísmo delirante.

Al mismo tiempo, sigue planteando unos dilemas de falsa oposición que ya son un ultraje a la inteligencia. Cuando su absurda dicotomía discurría entre la salud y la economía, decía, ante la incredulidad de propios y extraños: “Prefiero tener 10% más de pobres que 100.000 muertos”. Luego, cuando la caprichosa disyuntiva era trasladada a “salud versus libertad”, el mantra era “para tener libertad, primero hay que estar vivo”. Y él creía que estaba diciendo una genialidad. Ahora el dilema lo ha planteado entre la salud y el derecho a la protesta.

El lunes, ante la marcha multitudinaria en varias ciudades del país contra la reforma judicial y las medidas más autoritarias de su gobierno, Alberto dijo que se trataba de “una invitación al contagio” y mintió descaradamente que había habido “enfermos y muertos por las marchas anteriores”.

Ese es el verdadero Alberto Fernández: él representa la salud y quienes los critican, el coronavirus; él es la vida y sus críticos, la muerte. Suerte que este era el hombre que venía “a cerrar la grieta”.

Si hubiera venido a profundizarla, ya se habría hundido la Argentina entera.

En realidad, no es otra cosa que la característica más saliente del Kirchnerismo: solo entienden el poder desde la confrontación; es en la división y en el choque que saben hacer política; en el conflicto donde se mueven -aporreando el cliché maoísta- como pez en el agua.

En general, salvo honrosas excepciones, es un problema de la izquierda latinoamericana; pero que el kirchnerismo ha llevado al paroxismo. Y de ese modo no se puede conducir una sociedad democráticamente sana.

La democracia no es un juego de suma cero. Se trata de representar intereses, deliberarlos, negociarlos y convertirlos en políticas públicas. No hay más misterio. Quien no lo entienda así, podrá ser muchas cosas, pero no será nunca un demócrata.

Y Alberto Fernández o se acostumbra a ello, o no llega al fin de su mandato. Esta ya no es la Argentina de 2011, cuando Cristina arrasó en las urnas prácticamente sin competencia. Ahora hay una masa crítica que no votó al gobierno, que le hace frente y no se calla. O Alberto aprende a convivir con ello; es decir, a tolerar las críticas, a negociar su agenda de gobierno, a moderar su discurso y bajar su dedo acusador, o enfrentará serios problemas de gobernabilidad y más movilizaciones.

El primer escollo en ese sentido se le presentará en pocos días; precisamente por lo que le marcharon el lunes: la reforma judicial. Algo de lo que en Argentina nadie tiene todos los detalles, porque el gobierno no los ha dado adrede; pero todo el mundo sabe de qué se trata: garantizar la impunidad de Cristina, de su familia y de sus allegados en la multitud de causas que enfrentan en la Justicia.

Es tan burda la jugarreta, cuyo principal truco, nada sutil, consiste en retirar a una pléyade de magistrados independientes para colocar en su lugar centenares de jueces adictos, que va en contravía de prácticamente todo lo que ha dicho el propio Alberto Fernández en materia judicial, antes de ser presidente y luego en el ejercicio del cargo.

Y eso ya fue demasiado lejos. La gente se hartó de tanta farsa. No solo salieron a manifestar los ciudadanos, sino que ahora al gobierno tampoco le dan los votos en Diputados para aprobar el remedo de reforma. Y así, es muy probable que Alberto termine otra vez reculando en chancletas; como cuando, hace apenas dos meses, intentó expropiar la agroexportadora Vicentin y la gente se volcó a las calles indignada en repudio de la medida.

El presidente argentino está entre la espada y la pared. Se lo ve incómodo, y las más de las veces, enojado. Pareciera debatirse tortuosamente en un dilema que -este sí- es muy real: o sirve a su mandato constitucional, o sirve a su jefa. Las dos cosas parecen hoy incompatibles.

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