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El testimonio de una víctima de la pedofilia que encierra a su abusador en un libro

La escritora y editora francesa, Vanessa Springora, relata en "El consentimiento" su relación con el escritor Gabriel Matzeff cuando ella tenía 14 y el 50 años

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19 de octubre de 2020 a las 05:05

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A Vanessa Springora –editora, escritora y cineasta francesa– la inició sexualmente un hombre de 50 años. Ella tenía 14, arrastraba secuelas de ser hija de un padre abandónico y cargaba con las mil ilusiones de ser amada y protegida. Él, Gabriel Matzneff, era un escritor ensalzado por la intelectualidad francesa de la segunda mitad del siglo XX; sus textos eran lisa y llanamente una asquerosa apología a la pedofilia. Durante 30 años la historia de la víctima se mantuvo oculta, aunque no ignorada por todos aquellos –todavía vivos– que la avalaron.

¿Silencio? Ya no más. Con 48 años y como directora al frente de Julliard –editorial que en los setenta publicaba libros de Matzneff–, Springora decide reapropiarse de su historia y encerrar en un libro a su abusador. Ahora es su pluma la que decide qué personaje le toca a cada uno.

“Un padre ausente que ha dejado un vacío insondable en mi vida. Una gran afición a la lectura. Cierta precocidad sexual. Y sobre todo un enorme deseo de que me miren”. La autora de El consentimiento se presenta a los 12 años, y (se) advierte: “Ahora se cumplen todas las condiciones”. El relato autobiográfico en el que la editora francesa detalla los horrores de la relación que mantuvo con Matzneff, se publicó en diciembre de 2019 en Francia y enseguida desató un escándalo cultural en el país. El caso fue tapa de los diarios parisinos más importantes y la noticia recorrió el mundo. La Fiscalía de París abrió una investigación por presunta violación al escritor. En tanto, la editorial Gallimard sacó de circulación su obra.

Aunque desde este lado del mapamundi el nombre de Gabriel Matzneff no diga mucho, en el círculo intelectual francés de mediados del siglo pasado, el autor de textos testimoniales sobre affaires sexuales con niños y adolescentes era celebrado entre los creadores de su época. Pero los tiempos cambiaron y mientras en pleno 2020 el testimonio de Springora es traducido a más de 20 idiomas –a Uruguay, El consentimiento (Lumen, $590) llegó hace algunas semanas–, Matzneff se esconde en una habitación de hotel en Italia y reposa cautivo en tinta y papel.

¿Por qué documentar su sufrimiento 30 años después? “Llevo muchos años dando vueltas en mi jaula, albergando sueños de asesinato y venganza. Hasta el día en que la solución se presenta ante mis ojos como una evidencia: atrapar al cazador en su propia trampa, encerrarlo en un libro”. Springora cuenta que hablar de lo que vivió, reconocer a Matzneff como un pedófilo abusador y, sobre todo, reconocerse a sí misma como víctima y no como culpable, le llevó años de sufrimiento en soledad, drogas, vacío, fracasos amorosos e incontables sesiones de terapia. En tanto, él siguió hasta hace no mucho tiempo (en 2013, por ejemplo, fue reconocido con el prestigioso premio Renaudot por un ensayo) jactándose de su literatura en cuanto rincón pudiera y continuó exhibiendo en sus textos a sus víctimas como trofeos que cayeron ante su seducción.

El "contralibro"
Lucía Campanella –doctora de literatura general y comparada y asistente de literatura francesa en letras modernas en la facultad de Humanidades– planteó que, si bien el libro puede ser abordado desde la literatura, su mayor riqueza está en su contenido testimonial. Para la columnista del programa radial Oír con los ojos, el texto de Springora llega como una forma de respuesta a la enorme cantidad de libros que Matzneff escribió con ella y con otras jóvenes como personajes. 
“Es importante leerlo en esa continuidad y entenderlo como una toma de la palabra de una mujer, algo que hasta el momento no había sucedido”, agregó Campanella y contó que hace un tiempo, otra mujer que también fue víctima del escritor intentó escribir un libro similar. Pero no tuvo ninguna respuesta por parte de las editoriales. “La industria literaria le da espacio a ciertas voces en algunos momentos puntuales y a otras en otros”, señaló. 
Para Campanella, El consentimiento llega como un "contralibro" que, en tiempos del Me Too y de otros movimientos sociales que le dan la palabra a mujeres que han sido agredidas y abusadas, ocupa un lugar central en la conversación pública que años atrás no hubiera tenido.

Cazar a la presa

“A los catorce años, se supone que un hombre de cincuenta no te espera a la salida del instituto, se supone que no vives con él en un hotel ni te encuentras en su cama, con su pene en la boca, a la hora de la merienda. Soy consciente de todo ello. Pese a mis catorce años, algo de sentido común tengo. De algún modo, convertí esa anormalidad en mi nueva identidad”.

Springora conoció a Matzneff a los 13 años en una cena a la que la llevó su madre, quien trabajaba en una editorial y se relacionaba con gente del mundillo de las letras. El prolífico y destacado escritor (que, en realidad, era un autor "de segunda fila", según Campanella) no le sacó la mirada de encima en toda la noche. Y ella, por supuesto, se sintió halagada. Ahí, comenzó la cacería.

Matzneff le envió una carta a Springora con una sarta de cumplidos que se amplificaron después en otras correspondencias. El ego de la adolescente se infló por un rato, no mucho. La presa cayó en la trampa. Y de a poco, el cuento de hadas, de amor y excitación, comenzó a bullir.

El tibio intento de la madre por prohibir el vínculo entre el hombre de 50 y su hija de 14 duró poco. La mujer enseguida se autoconvenció de que el hecho de que la joven se vinculara con un escritor de culto era un prestigio y que, además, ella era lo suficientemente madura para su edad.

Las miradas de desaprobación por la calle existieron, claro. No toda la sociedad francesa fue ciega a la pedofilia. Pero poco le importó eso a Matzneff. Las figuras más importantes, aquellas del medio cultural y artístico al que pertenecía y algunos pesos pesados de la política, como los dos presidentes François Mitterrand y Jacques Chirac, lo apoyaron. Entonces hizo lo que quiso con quienes quiso, por años.

El vínculo duró unos dos años con algunas denuncias policiales de por medio que poco efecto tuvieron. En ese tiempo, Springora abandonó sus estudios, se alejó de sus pares y se vio limitada en todo tipo de impulso creativo. Matzneff succionó su juventud y la hizo añicos. Le robó su virginidad y convirtió su cuerpo en un instrumento de placer ajeno. Le destrozó su ya debilitada autoestima y trituró su psiquis. Le hizo creer que en toda esta historia el consentimiento, como el amor – ¿amor?–, eran mutuos.

La adolescente vivió varios meses bajo los encantos y las mentiras de su pareja, con quien creía vivir el mejor de los romances posibles. Hasta que a los 15 años se animó a leer los libros “prohibidos” de Matzneff. Páginas y páginas de apología a la pedofilia, de narraciones explícitas de sus hazañas sexuales con preadolescentes en Francia y los relatos de sus viajes a Manila, en Filipinas, donde compraba con útiles escolares el consentimiento de niños de 11 años.

Entre tantos pasajes del libro que pueden despertar la rabia del lector, hay uno que particularmente revuelve las tripas. Es cuando Springora cuenta como, después de intentar escapar de esa historia enfermiza y desigual de la que estaba presa, acude desorientada al filósofo rumano, Emil Cioran.

“G. es un artista, un grandísimo escritor, algún día el mundo se dará cuenta (…) Usted lo ama y debe aceptar su personalidad. G. nunca cambiará. Es un inmenso honor que la haya elegido. Su papel es acompañarlo en el camino de la creación y también doblegarse a sus caprichos”, fueron las palabras del filósofo ante la adolescente que apareció en su casa sucia y desesperada después de horas de deambular por la calle sin consuelo. Ella afirma que Matzneff le miente. Cioran se exalta: “¡La mentira es literatura, querida amiga! ¿No lo sabía?”

“¿Qué valor tiene la vida de una adolescente anónima comparada con la obra literaria de un ser superior?”, ironizará Springora después.

El contexto

En 1977 el diario francés Le Monde publicó una carta abierta escrita por Matzneff (nueve años antes de conocer a Springora) y firmada por intelectuales de la época como, Simone De Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Roland Barthes, Gilles Deleuze, Louis Aragon y Philippe Sollers. El manifiesto pedía la absolución de tres hombres encarcelados por haber tenido relaciones sexuales con jóvenes de 13 y 14 años y abogaba por la despenalización de las relaciones entre adultos y menores.

“Eran los hijos del mayo francés, la libertad era un concepto distinto: ellos eran los detractores de la moralina norteamericana y de la estrechez de miras de la clase media. Su excusa era que reivindicaban la instrumentación de la libertad del cuerpo para todos, incluso para los niños y su sexualidad -lástima que los niños nunca fueron consultados-”, explica a El Observador la escritora uruguaya Mercedes Rosende, que vive parte del tiempo en Francia. La autora remarcó que ese mismo argumento, en gran parte sustentado por el psicoanálisis, también tuvo adeptos en otros países europeos, como Italia y Alemania (donde se gestó el tétrico experimento Kentler).

Pero esa intelectualidad defensora  de las relaciones con menores y crítica con las supuestas tendencias puritanas, entiende Rosende, no existe. O, al menos, si existe no se manifiesta. Además, los cómplices de Matzneff fueron condenados públicamente y expuestos por la prensa francesa junto con el revuelo que desató la publicación de El consentimiento.

“La publicación fue un escándalo porque salió a la luz algo que el ciudadano francés medio ignoraba, porque la justificación de la pedofilia fue siempre un tema de clases intelectuales, de círculos de izquierda que incluían filósofos, políticos, artistas, mientras que el pueblo francés (muy católico) se mantuvo alejado de esas disquisiciones y teorías que se manejaron entre los 60 y fines de los 90 y que daban un soporte teórico a la práctica del sexo con menores”, explica la escritora uruguaya.

Es cierto que esa especie de culto a la pedofilia es hija de otros tiempos. Pero no es menos cierto que parte del medio artístico y político que permitió que eso sucediera está vivo. Ni que hablar de las víctimas. Entonces, el debate que instaura la publicación de El consentimiento en tiempos de oleadas feministas, se resignifica todavía más.

AFP

¿Disociar al arte de la moral?

“Juzgar un libro, un cuadro, una escultura o una película no por su belleza y su fuerza expresiva, sino por su moralidad o su presunta inmoralidad es en sí mismo una solemne tontería, pero tener además la idea enfermiza de escribir o de firmar una petición indignada por la buena acogida que ha tenido esa obra entre las personas con buen gusto, una petición cuyo único objetivo es perjudicar al escritor, al pintor, al escritor o al cineasta, es una pura marranada”. De esa forma se defendió en 2013 Matzneff, luego de que algunos periodistas lo cuestionaran al ganar el premio Renaudot por un ensayo.

De fondo, parte de los argumentos que encontraron quienes consumieron y defendieron la producción literaria, ensayística y autobiográfica de Matzneff tenían que ver con lo que dijo el escritor: la brújula de la moralidad no debería estar puesta sobre el arte. ¿No debería?

Después de publicarse El consentimiento, el comunicador francés Bernard Pivot –conductor del programa televisivo que hace algunas décadas sentaba y aplaudía en su estudio a Matzneff– escribió en su cuenta de Twitter el 27 de diciembre del año pasado: “En los años 70 y 80, la literatura se antepuso a la moral; hoy, la moral prevalece sobre la literatura. Moralmente, es progreso. Somos más o menos el producto intelectual y moral de un país y, sobre todo, de una época”.

Cabe señalar que, al margen de la dicotomía arte-moral, Matzneff escribía sobre la pedofilia desde su propio testimonio. Entonces, ¿cómo es posible separar en ese caso al artista de su obra? En su libro y en algunas entrevistas, Springola diferencia a su abusador del autor de Lolita, Vladimir Nabokov, que también puso a la pedofilia en el centro, pero desde otro ángulo. El creador de Lolita “entra en el espíritu de un pedófilo y lo hace para realizar una crítica monumental, Humbert se confiesa un monstruo y sabe desde el principio que ha hecho daño a la niña, pero no puede detener su pulsión. ¡Nabokov no era ningún pedófilo, por favor! Aquí lo que me interesaba es hacer entrar el punto de vista de Lolita, por una vez: qué le pasa, cómo lo vive”, dijo la editora francesa en diálogo con La Vanguardia.

El debate en torno a si el arte debe estar o no alineado con la moral de una época no es ajeno a los tiempos que corren. Porque entre otros movimientos sociales, el avance de la lucha feminista también evidenció varias de las prácticas que –amparadas en la ficción– quedaron caducas.

“Creo que hoy es mucho más fácil ser políticamente incorrecto –que supone cierta vagancia creativa e intelectual– que escribir intentando escapar de esas zonas. Empezar a construir y a ver con otra mirada está relacionado con la creación”, afirmó la actriz y dramaturga, Leonor Courtoisie. La cofundadora de Salvadora Editorial reflexionó que es necesario que desde el universo artístico se salga de esa idea de que “la moral está por encima” y de que el “artista puede hacer lo que quiera”. “El arte es parte de la realidad. Uno está operando en esa realidad cuando está creando”, agregó.

Durante años, la literatura legitimó el machismo y, en el caso de Matzneff, la pedofilia. Consultada sobre cuál es el rol que ocupan hoy las letras en este sentido, Courtoisie repregunta: “¿A la gente le sigue interesando la literatura?”. Porque para la creadora, la literatura continúa “legitimando el machismo y a los mismos discursos; los que siguen ocupando ciertos lugares de visibilidad y poder siguen siendo los hombres”. Si bien hay varias barreras que pudieron derrumbarse, “como persona que edita o le pide textos a otras mujeres, el autosabotaje es muy fuerte. La escritora no se anima a errar. Para la mujer su trabajo nunca es suficiente en comparación con el de sus compañeros varones”.

Y quizá si Springora hubiera publicado su testimonio 30, 20 o 10 años atrás, su voz habría sido silenciada, ignorada, pisoteada. En efecto, ella misma se silenció y se alejó de los libros por años. Pero ahora es directora de una prestigiosa editorial, su nombre en Francia resuena y su reciente publicación llega para sacudir viejas estanterías e interpelar a unos cuantos. Además, y sobre todo, le da voz al sufrimiento de la víctima. Con una pluma sobria y calma –que no necesita de mayor impacto que el de su contenido testimonial–, el relato de Springora llega para cuestionar los límites del consentimiento.

Penguin Random House
Lumen, $590, 192 páginas.

 

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