@Uruguay

La rara felicidad de ser celeste

Un país de 3 millones de personas va a un mundial de fútbol por cuarta ocasión consecutiva

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03 de abril de 2022 a las 05:05

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Una cosa son los campeonatos locales e internacionales. Otra, las eliminatorias mundialistas. Ambas prácticas se llaman fútbol, pero no son lo mismo. La gran diferencia entre las dos realidades la marca el tiempo, marca registrada de la vida. Minutos y segundos son distintos, y esa diferencia hace que la emoción oscile entre lo sublime y el desastre anímico más bestial, según lo dicten los resultados. Quienes hayan visto los 30 minutos de tiempo suplementario del partido entre Argelia y Camerún disputado en el Stade Mustapha Tchaker, en Blida, ante 35 mil espectadores, sabrán a qué me refiero, aunque eso no implica que puedan saber a ciencia cierta cómo fue que pasaron las cosas en segundos intensos que dieron la impresión de haber durado horas por todo lo ocurrido en ese periodo de efímero entretenimiento que, no obstante, permanecerá imborrable en la memoria de quienes lo vimos. El ejemplo funge de referente respecto a lo que representan las eliminatorias y el misterioso tiempo de lo absoluto que las define como categoría aparte. Argelia hizo el gol del empate, que lo clasificaba a Catar, en el minuto 119. Supusimos que el resultado era inamovible porque el cronometro lo favorecía, y por la escasa imaginación futbolística de Camerún, rival menor, que fue favorecido dos veces en el mismo partido por la fortuna.

Primero hizo un gol sacado de la galera, mejor dicho, consecuencia del error del golero argelino y luego, en el minuto 124, metió a los ponchazos el segundo, inmerecido, en un partido en el que la oncena verde cruzó la cancha en no más de tres ocasiones y convirtió dos goles. Pero en verdad, no se trata solo de intentar descifrar los blindados mecanismos del azar, objetivo imposible, sino de tratar de entender cómo los argelinos no pudieron congelar el reloj cuando el partido parecía liquidado. En los cuatro minutos que el árbitro adicionó a los 120 ya disputados con majestuosa intensidad, el espectador sintió que había entrado en un laberinto de temporalidad diferente. Yo, percibiendo que algo raro se estaba cocinando en la historia del fútbol, instantes antes de que Argelia convirtiera, llamé a mi hijo mayor, “vení, Diego”, que estaba en su cuarto haciendo no sé qué. Presentí que íbamos a ser testigos de una situación épica similar a la del partido de Uruguay y Ghana en 2010. Como en los tiempos no tan gloriosos del fútbol uruguayo de selecciones en las décadas de 1960 y 1970, cuando los centros a la olla en la conclusión del partido significaban tanto confianza en el cabeceador como impotencia para anotar por una vía más inteligente, de toque, pase y profundidad, los jugadores de Camerún apelaron a ese gran gesto de desesperación que algunos utilizan mejor que otros. Y en un centro, en la expiración misma de los minutos agregados, la jugada de posdata se convirtió en milagro de último momento. Si tiran ese mismo centro un millón de veces más, con seguridad terminaría en pelota neutral, pero como era un partido de eliminatorias mundialista a todo o nada, la vida favoreció a una selección y el desastre a la otra. ¿Fue una distracción de los 11 jugadores de Argelia justo en el momento en que más atentos deberían haber estado, o bien ese tiempo de cuatro minutos salido de lo inesperado se les hizo tan eterno que los arrancó de cuajo de la realidad? Ninguno de los 22 futbolistas ha de tener una respuesta, porque, simplemente, no la hay.

La esencia de ese partido, con tanto dolor para unos y enorme felicidad para otros, representa el espíritu de lo que es el fútbol como entretenimiento superior y antídoto incomparable contra las bajezas frecuentes de la realidad. Uno prende el televisor, mira una película por streaming, o va al cine o al teatro para cortar por lo sano con la realidad durante el tiempo en que dure el espectáculo. El fútbol de las eliminatorias responde a similares premisas, pero con una diferencia: la abolición de la temporalidad puede ser absoluta por 90 o 124 minutos, y prolongarse en el período antes y después de los partidos.

Los uruguayos conocen bien esa historia. A diferencia de brasileños y argentinos, quienes pueden gozar la clasificación cinco o seis fechas antes de que terminen las eliminatorias, nosotros vivimos en un permanente desfile de sufrimiento y agonías, el cual comienza con el primer partido y se prolonga hasta el último. Esta eliminatoria fue en cierta forma la excepción. Ha sido la primera en que pudimos ver el partido final sin ser demolidos por la ansiedad y el nerviosismo. La aliviada situación es irónica, considerando que en el tramo final, luego de cinco partidos sin ganar (cuatro derrotas y un empate), Uruguay había caído al séptimo lugar, fuera incluso de la zona de repechaje, y todo hacía suponer un panorama ominoso, con la angustia ante las circunstancias adversas a tope. Pero, tal cual suele ocurrir cuando la celeste está involucrada, el guion incluía una sorpresa favorable, la que nos ha dejado ahora a la espera de noviembre cuando incluso los que no toman vino podrán Catar.

Desde el primer partido contra Chile, el 8 de octubre de 2020, en días sin vacuna y con mayor miedo al contagio que en el presente, hasta el último match contra el mismo rival, el martes pasado, Uruguay, el país, tuvo infinidad de ocasiones para salirse de la temporalidad y de los problemas que podrían ser incluso más graves de no contar con la genial distracción asociada al fútbol. Como en cada nueva edición de las eliminatorias, fue un vertiginoso viaje en montaña rusa, durante el cual, debido al exceso de pendientes, más de uno fue despedido fuera del carro, entre otros el timonel de la aventura, O. W. Tabárez. Lo mismo que en el partido entre Argelia y Camerún, pero repartido en varios meses que suman casi dos años seguidos, la atemporalidad se apropió de los momentos controlados ya sea por el descontrol –goleadas recibidas contra Brasil, Argentina y Bolivia– o por lo sorprendente en el buen sentido de la palabra, como los triunfos de visitante contra Colombia y Paraguay. A lo largo del periplo, en reiteradas ocasiones nos preguntamos: ¿en qué día y mes estamos, cuánto más falta para que la experiencia termine en gloria o debacle? Eso, conviene no olvidarlo, es el gran plus que tiene cada nueva experiencia mundialista, catártica como pocas: sentimos que a pesar de todo es posible creer en una irracional esperanza entre divina y barroca, que sí se puede, y si no, lo compraremos hecho. Contra viento y marea, para que la tradición del estoico sufrimiento uruguayo mantenga plena vigencia.

En un mundo que va camino a una peligrosa superpoblación, consecuencia directa de las eficaces vacunas y de los tratamientos médicos inventados por el ser humano para prolongar la existencia, un país de tres gatos locos que totaliza tres millones y pico de habitantes va a un mundial de fútbol por cuarta ocasión consecutiva. Eso, pensándolo bien, tiene algo de irreal, de temporalidad con sabor a infinito que el alma futbolera agradece.

Desde el 13 de octubre de 2007, cuando en el primer partido de la eliminatoria para Sudáfrica el seleccionado uruguayo derrotó al boliviano por 5 a 0, han sido 15 años de alfombra mágica atravesando turbulencias y cielos claros con el ímpetu poderoso que otorga el color de una camiseta. Vamos otra vez, vale repetirlo, a una nueva copa del mundo. Podremos decir ahora que estuvimos en los dos mundiales disputados en Asia, con 20 años de diferencia entre cada uno. Esa pequeña gigante felicidad, la de estar nuevamente presentes donde solo pocos entran y son casi siempre los mismos, justifica con creces todos los instantes, grandes o pequeños, vividos y sufridos por dos años de ansiedad y pandemia, en los que la realidad de los problemas diarios y las enfermedades contagiosas encontró en el fútbol la más saludable forma de escape y redención.

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