Los perdedores de los acuerdos de libre comercio

Las pérdidas son palpables y tangibles: una fábrica cerrada o una pequeña propiedad abandonada; las ganancias son menos atribuibles al comercio

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19 de agosto de 2018 a las 05:00

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John Authers
Especial para El Observador

A medida que aumenta la tensión sobre el comercio en el mundo, es común tratar de recordarles a los legisladores estadounidenses que el comercio no es un juego de "suma cero". Por el contrario, los pensadores económicos, desde Adam Smith hasta Paul Krugman, han demostrado que, al permitir que los países se centren en lo que saben hacer mejor, el comercio puede beneficiar a todos.

La lógica detrás de esta teoría económica es abrumadora y ha sido confirmada por la experiencia. Aun así, es políticamente irrelevante. No puede contrarrestar la arraigada faceta de la naturaleza humana que hace que estemos mucho más conscientes de lo que perdemos que de lo que ganamos, y de que seamos profundamente reacios a las pérdidas.

Un aumento en el comercio creará tanto perdedores como ganadores. Pero existe una certeza implícita de que los perdedores serán más visibles. Solo es necesario considerar la situación entre EEUU y México: un sinnúmero de estadounidenses están convencidos de que el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Tlcan) de 1994 les causó graves pérdidas. La impulsora sensación de agravio provocada por el declive de la manufacturación estadounidense en el desolado "Cinturón del Óxido" —la región centro-norte de EEUU anteriormente conocida por su poderoso sector industrial— posiblemente convirtió a Donald Trump en presidente.

Sin embargo, el Tlcan es igualmente impopular en México. Para los mexicanos, la injusticia es el vaciamiento del campo —el enorme territorio agrícola del interior del país— que, según su punto de vista, ha sido devastado por el Tlcan. La narrativa que domina al sur de la frontera es idéntica a la del norte: una indiferente élite tecnocrática ha devastado arbitrariamente las posibilidades de vida de los trabajadores que encarnan el espíritu de su país.

La agricultura mexicana tendría dificultades compitiendo contra cualquier otra sin suficiente protección. Unas reformas agrarias profundamente ineficientes, aprobadas hace un siglo, llevaron a que las granjas se dividieran en pequeños lotes. Durante generaciones, conforme los padres les dejaban en herencia sus granjas a numerosos hijos, esos lotes se dividieron y se volvieron aún más pequeños.

Al igual que los obreros de EEUU, los campesinos son importantes para la visión que México tiene de sí mismo. Al someterlos a la competencia de la industria agrícola estadounidense, implacablemente
eficiente y subsidiada, en efecto se puso fin a una forma de vida.

La antipatía hacia el Tlcan tiene una larga historia. La rebelión de los zapatistas con pasamontañas negros, quienes se consideraban a sí mismos como poderosos voceros de los campesinos indígenas de México, comenzó el día en que el acuerdo entró en vigencia. Fue un expresidente mexicano, Ernesto Zedillo, quien acuñó el término "globalifóbico" para lidiar con una ola de protestas contra la Organización Mundial del Comercio (OMC) que surgieron a finales de siglo. Y fue en la cumbre de la OMC en el centro turístico mexicano de Cancún en 2003 que la ronda de Doha, dirigida al logro de una nueva liberalización del comercio, llegó a su fin.


Incluso si los economistas universalmente consideran el libre comercio como una buena idea, posee además una extraordinaria habilidad de convencer a todos, ricos o pobres, de que han perdido algo por virtud de su existencia. ¿Por qué? En parte se debe a la naturaleza de las ganancias y de las pérdidas. Las pérdidas son palpables y tangibles; una fábrica cerrada o una pequeña propiedad abandonada. Pero las ganancias son menos claramente atribuibles al comercio, y requieren explicaciones contrafácticas. Sin el Tlcan, es posible que no se hubieran creado empleos de manufactura en la frontera, que las empresas agrícolas hubieran tenido menores ganancias para reinvertir, etcétera; pero tales ganancias provenientes del libre comercio no contrarrestan visiblemente los aspectos negativos.

El comercio también es un chivo expiatorio extremadamente conveniente; nos permite culpar a los extranjeros por nuestras desgracias en lugar de a nosotros mismos. Los trabajadores en una planta clausurada a menudo han sido defraudados por sus gerentes, o han sido víctimas de una competencia desleal, particularmente por parte de China en los años posteriores a su ingreso a la OMC. Estas cosas exasperan a los trabajadores mucho más que la sensación de que ellos mismos no estaban siendo lo suficientemente productivos.

El incómodo hecho político sigue siendo que, en ambos países, hubo tanto perdedores como ganadores. En retrospectiva, está claro que se debería haber hecho más por amortiguar el golpe. Se necesitaban fondos de adaptación para volver a capacitar a los trabajadores cuyas habilidades ya no eran relevantes, o para trasladarlos adonde pudieran encontrar empleo. Las inversiones, del tipo que hizo la Unión Europea (UE) al admitir nuevos miembros, pudieran haber hecho que el proceso fuera más aceptable, aunque incluso esos pagos de transferencia, en gran medida exitosos, dejaron duraderos agravios en ambas partes.

En el plano de la política, el problema es casi irresoluble. Incluso si los líderes pueden evitar ser arrastrados al tipo de juegos de ver 'quién pestañea primero' que conducen al desastre, es difícil declarar victoria en una guerra comercial.

México acaba de elegir un nuevo presidente. Andrés Manuel López Obrador —un político de carrera con una fuerte ideología izquierdista— tiene poco en común con el Sr. Trump. Pero ambos llegaron al poder en parte porque supieron cómo sacarles ventaja a los agravios. Si ellos pueden llegar a un acuerdo, convencer a los votantes de que ahora son ganadores representará su más difícil reto.

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