Muchas diferencias y ciertas similitudes con 2002

Menos actividad, más desempleo y un ajuste inevitable

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08 de septiembre de 2018 a las 05:00

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Las expresiones tranquilizadoras de algunos voceros oficialistas, que procuran diferenciar a Uruguay de Argentina, se parecen demasiado a otras voces de 1981, después de la devaluación de José Alfredo Martínez de Hoz, o de 2002, tras la caída de Fernando de la Rúa. Deberían cambiar el estilo, aunque sea por cábala.

Pero es muy cierto que hay algunas diferencias decisivas respecto a aquellos cataclismos.

La primera es que, hasta ahora, la crisis argentina no es ni por asomo tan grave como fue la de 2001-2002. Aquella arrasó con todo, inclusive con cinco presidentes en menos de dos semanas. Uruguay tampoco viene de tres años de caída del producto, como ocurría en 2002. El sistema financiero uruguayo ahora es más sólido. En 2002 el 45% de los depósitos eran de no residentes, principalmente argentinos; ahora ese porcentaje inferior al 15%.

La normativa es mucho más estricta y más altos los encajes (reservas). La crisis de 2002 acabó con la banca privada de capitales nacionales. Y la banca pública —el Hipotecario y el República— sobrevivió gracias a la reprogramación de depósitos (“corralito”), la asistencia del Estado (es decir: de todos los uruguayos), y por la rápida recuperación de la economía.

La deuda pública bruta de Uruguay como porcentaje del producto, si bien tan o más alta ahora que en 2000 o 2001, entonces estaba pactada básicamente en dólares, en tanto ahora buena parte se expresa en pesos o en UI.

Esa “pesificación” reduce sustancialmente el riesgo cambiario y refuerza la sostenibilidad de la deuda. Es improbable que Uruguay pierda en el corto plazo el investment grade (grado inversor), como ocurrió en 2002 debido al agujero fiscal, salvo que la situación se agrave. Las calificadoras de riesgo esperarían hasta 2020 para ver qué hace el próximo gobierno con el déficit y la deuda.

Tampoco ahora hay control sobre el tipo de cambio, como ocurría con la “tablita” del dólar o la “banda de flotación”. Las fluctuaciones del tipo de cambio (la cotización del dólar o del peso) son un resultado natural de la entrada y salida de capitales. Ahora los capitales tienden a salir, por lo que el dólar trepa, cae la cotización de los bonos uruguayos y sube el riesgo país. Pero la devaluación de la moneda uruguaya permite achicar la gran brecha de precios relativos con Brasil y Argentina.

También existen algunas similitudes con aquellas eras de grandes catástrofes.

El sector agroindustrial pierde competitividad y se asfixia por las tarifas públicas y los altos costos internos en general, cada vez más disociados de los vecinos. Las exportaciones siguen siendo vigorosas, gracias a la celulosa y la carne, pero caen la soja y el arroz. Muchos agricultores y tamberos bordean la quiebra, así como una constelación de pequeñas y medianas empresas.

Habrá mayores dificultades para exportar hacia Argentina y Brasil, que se “abarataron” mucho tras la devaluación de sus monedas. Los dos grandes vecinos, y socios comerciales decisivos, van rumbo a una nueva “década perdida” en materia económica, como lo fue la de 1980.  

Se resentirá todavía más la inversión argentina en inmuebles locales, siempre decisiva, y en campos. “Desde mayo no vendemos nada”, admitió un operador inmobiliario de Punta del Este. El bajón afectará todavía más a la industria de la construcción, que ya perdió el 37% de los puestos de trabajo en cinco años. De no mediar grandes cambios, la próxima temporada turística —la principal exportación uruguaya— será mediocre. Los argentinos se traerán hasta los fideos.

Mientras tanto, ya se inició una nueva zafra de turismo de compras: uruguayos que van a Argentina con la vieja consigna: “Deme dos”. La balanza se dio vuelta.

Es probable que Uruguay entre en recesión, aunque no en una crisis como en 1999-2002. Habrá más empresas en problemas, un desempleo creciente, precariedad laboral y la inversión se deprimirá aún más. La única perspectiva cierta de un shock de inversiones sería una nueva fábrica de UPM, pero eso no ocurrirá al menos hasta 2021 o 2022.

Una recesión reducirá la recaudación, lo que agrandará el agujero en las cuentas del Estado. El déficit fiscal es insostenible. Si no lo ajusta el gobierno, lo ajustará el mercado. El déficit se está comiendo el crédito de los uruguayos, con un endeudamiento alto y creciente.

El ajuste debería hacerse por una reducción del gasto público, más que por aumento de la recaudación. Todo ajuste en recesión por vía de más tributos es más recesión: una espiral descendente, con fuga de capitales, como ocurrió con las sucesivas “leyes de urgencia” en el gobierno de Jorge Batlle. 

Pero en estos casos, cuando las elecciones están a la vuelta de la esquina, solo se flota: se vive un poco más a crédito y se transfiere el problema —agravado y urgente— al próximo gobierno, así sea del mismo partido.  
 

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