EFE

Nos robaron los mundiales; ya no tienen épica

Estamos saturados de información y por eso nos perdemos los momentos que quedan impregnados en la memoria

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21 de julio de 2018 a las 05:00

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Admito que pueda ser deformación profesional por estar todo el día detrás de la noticia y con eso perderle la magia a muchas situaciones. Pero el final del Mundial me ratificó una sensación: que los mundiales ya no tienen épica. O mejor dicho, ya no tienen misterio, sorpresa, esas situaciones memorables que nos quitan el aliento y perduran en la memoria por décadas.

Como niño sin cable en la década de 1980, crecí viendo en VHS la película Héroes, revistiendo de estética cinematográfica los escasos e incompletos recuerdos que a los tres años podía tener sobre México 1986. Elkjær Larsen tumbando uruguayos para el 6-1 de Dinamarca, Maradona siendo golpeado a mansalva por coreanos solo para terminar ganándoles él solo, Platini con las medias bajas y extenuado, jugando un dramático alargue ante Brasil.

Pero para Italia 1990 ya no necesitaba una película, porque había aprendido lo que mis hermanos mayores ya sabían: encontrar la épica en cada rincón del Mundial. Eso era el éxtasis del agónico cabezazo de Daniel Fonseca en el minuto 93 para que Uruguay le ganara Corea y clasificara a octavos. Los penales que convirtieron a Sergio Goycoechea en héroe argentino tras entrar al Mundial por la ventana, el "hijos de puta" entredientes de Maradona mientas en la final ante Alemania los italianos del norte silbaban el himno argentino, y no le perdonaban su rebeldía napolitana, o el mismo Maradona en una corrida eterna entre piernas brasileñas para dejar solo al Pájaro Caniggia. Roberto Serena llorando tras errar su penal en semifinales. O Roger Milla bailando contra el banderín tras ridiculizar a René Higuita, robarle la pelota en mitad de cancha y correr rumbo a un gol que lo metió en la historia de los mundiales.

El 1994, aun sin Uruguay, fue leer la revista El Gráfico para conocer los entretelones del drama de Maradona y la efedrina, el "me cortaron las piernas", Diego con remera Armani y lentes negros viendo desde el palco como una insípida Rumania dejaba afuera a una Argentina que había empezado el torneo con aquella maravilla de Diego ante Grecia (y su rabioso festejo frente a cámara). Será para siempre el pelado búlgaro Iordan Letchkov corriendo desesperado tras eliminar a la invencible Alemania, Luis Enrique sangrando con el tabique fracturado tras el codazo de Tasotti, Bebeto y su festejo de cuna ante Holanda para recibir a su bebe recién nacido, y la dramática definición por penales de la final en la que aprendimos que Roberto Baggio era mortal. Era ver un Rusia-Camerún y salir corriendo desesperado a decirle a mi viejo: ¡Papá, Oleg Salenko metió cinco goles!

Francia 1998, el mundial de mi adolescencia y otra vez sin Uruguay, será el de Paraguay aguantando heroicamente ante Francia, solo para ser vencido en alargue. A los nigerianos Oliseh y Okocha bailando desprejuiciadamente tras dejar en el suelo a Andoni Zubizarreta y España. Zanetti y la jugada preparada para el gol ante los ingleses, el cabezazo del Burrito Ortega a Van der Sar, Ronaldo y su drama de convulsiones en la previa a la final.

Corea-Japón 2002, aún con la desventaja de la madrugada que nos alejó los partidos en vivo, y una crisis que se llevaba todo puesto, fue el de "Batistuta y Crespo no pueden jugar juntos", el del Piojo Lopez llorando en el piso tras concretarse lo imposible: la eliminación ante Suecia. Fue el escándalo del partido que le robaron a España ante Corea, y el desastre de Kahn en la final para darle el título a Brasil. Obvio, sobre todo, será el del gol errado del Chengue Morales, con Púa cabeceando una pelota imaginaria. Alemania 2006, otra vez sin Uruguay, tendrá para siempre el cabezazo de Zidane a Materazzi, el golazo de Maxi Rodriguez a México, y 2014 el 7 a 1 de Brasil a Alemania y el desconsolado llanto de Thiago Silva.

Pero progresivamente los mundiales fueron perdiendo esos recuerdos inolvidables. Y pasaron a ser necesarias verdaderas proezas, y sobre todo relacionadas con el país propio, para generar imágenes imborrables. Ahí está, arriba en la lista, el dramático Uruguay-Ghana de Sudáfrica 2010, la mano de Suárez, el penal de Asamoah Gyan, la picada del Loco. O en 2014 la lesión de Suárez, su recuperación heroica, sus goles a Inglaterra, la mordida a Chellini y su expulsión del torneo como un delincuente.

Salvo esas cosas excepcionales, y en su mayoría vinculadas a Uruguay y a una historia que va por otro carril de la épica y tiene más que ver con la autoidentificación, los mundiales contemporáneos no nos dejan esos recuerdos impregnados en la memoria.

Al menos es mi sensación, ya a los 35 años y lejos del romanticismo adolescente. Quizás, un joven de 2018 sí recuerde los últimos mundiales como relatos llenos de épica. Convengamos que no lo ayuda el contexto: los adolescentes de los años 1990 teníamos al L'Esate Italiane como banda sonora, o hasta el Gloryland de EEUU 1994; los de hoy tienen un mashup pop-tecno de Will Smith, Nicky Jam y Era Istrefi, o uno de Shakira y Pitbull.

Fuera de esas condicionantes, me animo a aventurar el por qué los mundiales ya no tienen épica: estamos saturados de información.

Hoy sabemos que el francés Umtiti escucha Márama, los cantos nacionalistas Ustasha que entona el zaguero croata Lovren, el video viral que actuaron los bomberos croatas, la política del gobierno coreano respecto al servicio militar obligatorio que puede cortar la carrera de Sonaldo. Vemos en vivo a qué juega Cebolla Rodríguez con sus hijos en vacaciones, o dónde compra Antonella Rocuzzo la ropa de los pequeños Messi. Vemos imágenes de los vestuarios, ese recinto que alguna vez fue sagrado, inviolable y el mejor resumen de la intimidad del fútbol, en la transmisión de la TV o en las redes sociales de los futbolistas.

Hoy tenemos 24 horas de transmisión televisiva sobre el Mundial, discutimos las zambullidas de Neymar, o vemos al DT argentino Ricardo Caruso Lombardi contando historias de vestuario de dudosa veracidad. Los medios quintuplicamos la información sobre el torneo. Nunca es suficiente, y los partidos, y sus historias, apenas si consiguen pequeños huecos entre el barullo. Es más: casi miramos más las repercusiones de los partidos que los partidos en sí.

Hoy un Mundial es una pasarela de información non stop 24 horas. Sabemos todo de todos. Inflamos nuestro cerebro con tuits, opiniones, reacciones, opiniones sobre las opiniones, historias de instagram, las reacciones a las historias de Instagram. Y en el medio, esas historias épicas se van disecando, porque nadie les presta atención. Sabemos tanto que no queda lugar para el misterio. Los ídolos se vuelven personas demasiado terrenales.

Esa maraña de información la construimos entre todos. Todos leemos lo mismo sobre todo. Y así lo accesorio, lo banal, lo viral, nos termina tapando lo sublime.

¿No hay situaciones épicas de este Mundial? Que va, está lleno. Rusia ganándole a España daría para una película del estilo de Héroes 1986. Subasic, el arquero, croata, debería ser el nuevo Goycoechea. El 3-2 de Bélgica a Japón debería habernos quitado el aliento.

Pero ya no se nos quedan grabadas en la mente. No tienen tiempo: enseguida viene un tuit, una opinión, una historia de Instagram que nos hace pensar en otra cosa. Necesitamos chequear cuál es la historia nueva que nos va a distraer superficialmente.

Y así nos pasa como en el final de la película The Truman Show, en el que un verdadero drama es perfumado con fragancia de plástico aséptica. Entonces, como el guardia de seguridad de la escena final, cuando llega el desenlace nos emocionamos brevemente, pero tras 15 segundos le preguntamos al que está al lado: ¿Qué es lo siguiente?
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