Cristina Fernández de Kirchner terminó presa de su propio Frankenstein. No es la primera ni va a ser la última política que vea estrellar su sociedad con un sector del poder judicial. Una Sociedad Anónima que en algún momento le resultó altamente fructífera. Una sociedad win-win: en cada decisión que se tomaba ganaban las dos partes.
Esa sociedad que se retroalimentó durante años entre la política y la Justicia satisfizo intereses de ambos. La historia reciente demuestra que el funcionario judicial elegido crece, adquiere visibilidad y concentra poder y hasta bronce y voz de mando entre los suyos mientras la política lo cobija.
La política y la Justicia se cuidan, se protegen, se acompañan… hasta la puerta del cementerio. Ahí el juez detenta la inmovilidad del cargo y su compañero de ruta tiene que aceptar el devenir del resto de los mortales: el poder dura un ratito. En este caso lo que dura el cargo. O la gestión que lo adoptó.
La excepción a la regla es Mauricio Macri que aún en el despoder mantiene su paraguas de protección en un sector de la Justicia. Esa inmunidad de hecho que el resto de los mandatarios empezó a perder de manera directamente proporcional al alejamiento del sillón de Rivadavia.
Carlos Saúl Menem es sin lugar a dudas el Gerardo Sofovich de este engranaje vidrioso entre los poderes del Estado. El creó y alimentó la relación incestuosa entre la justicia y la política. Inventó el mecanismo. El mismo que en el año 1994 con uno de sus famosos decretos amplió el fuero federal correccional de la Capital Federal, concentrando en la justicia federal causas sensibles. Nacía el escenario más rutilante de la Justicia y las escaleras más fotografiadas por donde desfilan hasta hoy los protagonistas de la política sospechados, acusados o condenados de haber cometido esos delitos que solo pueden cometer aquellos que ocupan un lugar en la función pública: “Comodoro Py”.
Pero a todo Menem le llega su Urso.
Solo un año y medio después de haber dejado la Presidencia, Carlos Saúl declaró ante el juez Urso desconocer el contrabando de armas a Croacia y Ecuador y menos aún haber sido participe. Sirvió de nada. El 7 de junio de 2001, ese Urso que había adquirido nombre, poder y fama firmaba la detención del hombre que había construido las condiciones que lo hicieran famoso. Y pasó cinco meses y una semana privado de su libertad en una quinta de Don Torcuato.
Urso y todos los Urso son jueces probos cuando fallan a favor y canallas operadores de la Corpo y el FMI cuando fallan en contra. Es posible. ¿Pero entonces por qué no los denunciaron en su momento? Porque a los funcionales no se los toca, puede ser una respuesta.
A Cristina Fernández de Kirchner le pasó con Norberto Oyarbide. En enero de 2010 un peritaje determinó que el matrimonio Kirchner había incrementado su patrimonio en un 572%. Aun así, el juez federal ya fallecido determinó que no habían cometido delitos y los sobreseyó. Antes se encontró en su despacho a solas con el contador del matrimonio, Víctor Manzanares. Una reunión cuyo contenido evitaron hacer constar en ninguna parte del trámite del expediente. Entonces nada de lo que sucediera en torno al despacho del polémico magistrado resultaba ni sospechoso ni cuestionable. Oyarbide ya era Oyarbide: había llegado a su cargo de la mano de Carlos Menem con el apoyo del entonces titular de la SIDE, Hugo Anzorreguy. Y ya había sido protagonista del escándalo de Spartacus. Escándalo no por haber visitado un boliche gay sino por haber sido denunciado por darle protección con la policía para que en ese mismo lugar se levaran a cabo actividades ilícitas. Esto sucedía dos años antes de los sobreseimientos de los Kirchner. Nadie pensó en señalarlo entonces. ¿Por qué?
Años después, acorralado por las denuncias en su contra, Oyarbide terminó presentando su renuncia y ofreciendo “entregar la cabeza de CFK” si se la aceptaban.
La Justicia federal es funcional del poder de turno en la medida que el poder de turno la empodera para que le resulte funcional. ¿Se entiende? Son buenos jueces cuando aceitan el engranaje de la impunidad y malos cuando ese mismo mecanismo se les vuelve en contra.
En tiempo de descuento para que CFK comience a cumplir la condena a seis años de prisión por administración fraudulenta el poder político reacciona entre indignado, sorprendido y preocupado.
Todavía la política no se hace cargo de su responsabilidad compartida en este triste capítulo de la historia donde la culpabilidad de una figura política que ocupó dos mandatos la Presidencia de la Nación es tratada por la opinión pública como una cuestión de fe. Se “cree” en el fallo o no se cree.
Y la preocupación parece centrarse más en cuestiones personales y egoístas que en el bien de una nación que es, después del fallo, institucionalmente más débil.
Más de una decena de magistrados intervinieron en la causa que la encontró culpable. El máximo tribunal determinó que no había razones para revisar esas actuaciones ni violaciones a las garantías constitucionales. Aun así, se sospecha. Y la sospecha recae en la Justicia como si el poder político no tuviese nada que ver.
No rompen con el circulo vicioso. Aunque como en el caso de Cristina Kirchner, termine literalmente presa de su propio Frankestein.