15 de mayo 2025 - 14:23hs

El periodismo está pasando por una época difícil, especialmente el que se dedica a la política. No porque esté viviendo en una dictadura: cualquiera puede decir lo que se le ocurra en cualquier medio con el único costo de ser objeto de la ira tuitera del presidente o de una de esas demandas judiciales totalmente inviables (la promovida contra Carlos Pagni por asociarlo con el nazismo es particularmente disparatada). Como recompensa, el agredido subirá en la estima de una parte de la población y recibirá la solidaridad de FOPEA. El problema del periodismo político es que está viviendo un cambio de época y, hasta ahora y salvando algún caso aislado, no demostró estar a la altura del desafío que representa la adaptación a un nuevo ecosistema.

La profesión tuvo su momento de gloria en la década del '90 cuando todos, salvo los votantes, éramos antimenemistas. El prestigio era generalizado y transversal. En esos años, Horacio Verbitsky conversaba amablemente con Mariano Grondona. No había grieta. Con el kirchnerismo comenzó el quiebre de ese prestigio. Al menos para una parte importante de la población, el periodismo se convirtió en una cuestión de militancia. Quienes criticaban al gobierno defendían intereses oscuros, relacionados con la Dictadura. Se hablaba de Papel Prensa, de los hijos apropiados por Ernestina de Noble, de la Ley de Medios. Se quebraba la santidad de la profesión, pero por razones ideológicas: el nuevo paradigma rechazaba la neutralidad del periodismo y le exigía que estuviera del lado correcto.

Embed - Archivo: M.Grondona y H.Verbitsky en "Le doy mi palabra" de Alfredo Leuco Junio de1999

Fue en esos años que se produjo una revolución, pero no la que el kirchnerismo estaba soñando. La Ley de Medios era una iniciativa que se decidió pensando en el siglo XX, en los diarios de papel y en su influencia en la percepción de la realidad por parte de la sociedad. No debe haber habido en la historia de la humanidad una batalla política tan intensa por algo que ya no tenía razón de ser. Se daban grandes discusiones en los blogs sobre la maldad intrínseca del grupo Clarín, sobre su carácter demoníaco, sin darse cuenta de que el ámbito donde se discutía, el digital, escrito por no profesionales, iba a ser el futuro de la comunicación y que el objeto de discusión se estaba extinguiendo.

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Lo que pasó después de ese frustrado intento de asalto por parte de la política al poder periodístico fue determinante. Y no fue una cosa sino dos. La primera fue la revolución de las redes sociales, que socavó el prestigio de las elites de una vez y para siempre. Y la otra fue la pandemia y la solución que encontraron esas elites: preservarse determinando que pertenecían a una casta especial. El periodismo formó parte de esa autodeterminación, junto con la clase política. Con la salida de la pandemia, las sociedades irían a facturar ese privilegio.

La consecuencia de todo ese estado de cosas, obviamente, fue la llegada de Javier Milei a la presidencia. Si bien no había sido un opositor especialmente rebelde a la cuarentena y buena parte de sus relaciones mediáticas era con corporaciones y periodistas, Milei hizo el diagnóstico exacto, tuvo la actitud estrafalaria más opuesta a las convenciones y logró convencer a buena parte de los indignados de que él era distinto. El analfabetismo económico del kirchnerismo hizo el resto y le dejó la mesa servida. Una vez en la presidencia, no había argumentos razonables para convencerlo de que se convirtiera en otra persona y mantuvo el manejo de su cuenta de tuiter y el tono incendiario con que se siente cómodo. Los diarios que se publican en papel podrán sacar tres o cuatro notas por semana protestando por los abusos verbales del presidente contra el periodismo (las notas ya son indistinguibles entre sí), pero lo cierto es que nadie que las escribe esas toma en consideración los motivos por los cuales se llegó a esta situación.

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Así, la mayoría de los analistas quedó atrapado en un loop de quejas, que se vuelve autorreferencial y que hace superficial el debate de ideas. Por supuesto que una persona agraviada públicamente —y los agravios de Milei pueden ser muy extremos— tiene todo el derecho de ofenderse y de contestar públicamente, pero lo cierto es que una institución como el periodismo no puede seguir pensándose a sí misma como ocupando un lugar más allá de cuestionamientos. Sólo se hace "periodismo de periodistas" como parte de la batalla cultural, tirándose acusaciones de un lado y de otro, pero es muy escaso el nivel de reflexión de esta profesión sobre sí misma. Casi no hay periodistas que piensen que su papel durante los últimos años no fue especialmente lucido y que —en especial— el episodio pandémico los puso en un lugar muy expuesto a las críticas.

Por otra parte, la fragmentación del público en sectas ideológicas hizo lo suyo. Roger Aisles, preclaro hombre de medios, creó Fox News en 1996, la primera cadena sin pretensiones de objetividad. Suya fue la idea de que los canales de noticias no debían hablarle a todos sino buscar su público, ideológicamente afín. Treinta años después, ése es el modelo imperante en todo el mundo, arrastrando en esa tendencia a medios tradicionalmente más celosos de los parámetros éticos del periodismo, como el New York Times. Hoy, en la Argentina, hasta quienes reivindicaban la idea de que había que pararse en el medio de los dos polos de la grieta, el famoso "Corea del Centro", han elegido un lado del espectro y, con sus modales pretendidamente más elegantes, militan activamente por ese espacio.

Con el ruido imperante, nada parece haber quedado en pie y particularmente el costo más oneroso de pertenecer a la casta lo está pagando el periodismo profesional. Con una excepción notable: el periodismo de chimentos.

En el catastrófico ecosistema periodístico argentino, los periodistas de chimentos (todavía se usa el eufemismo de "periodista de espectáculos", pero acá seremos honestos) se encontraron mucho mejor adaptados a las nuevas condiciones de falta de legitimidad, horizontalidad con el público consumidor, imposibilidad de distinguir entre realidad y show, entre otras características de la época. No hay espacio televisivo más vital, cargado de energía y generador de empatía que los programas de chimentos, especialmente el que ha emergido en los últimos años como el principal, LAM, conducido con notable inteligencia por Ángel de Brito. El desdén de los dinosaurios periodísticos por este tipo de ejercicio de la profesión va quedando cada vez más en ridículo. Buena parte de los periodistas de chimentos, con de Brito a la cabeza, están informados y opinan de política con fundamentos y sin pruritos. De hecho, en las antípodas ideológicas, uno podría decir que el mejor periodista kirchnerista, el más inteligente y efectivo en términos de comunicación, es Jorge Rial, un personaje notable, oscuro y temible, pero de innegables condiciones intelectuales.

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A lo largo de diez años, LAM —y su novedoso spinoff SQP, a cargo de ese gran personaje que es Yanina Latorre— han logrado crear un nuevo género, totalmente posmoderno, mezcla de show, información y reality, en donde la vida de la gente que quiere exhibirla —incluyendo la de las propias panelistas—es el material de consumo. Como prueba de que la demarcación de una vida privada inaccesible sigue siendo posible y va a ser respetada por este tipo de programas, está el propio de Brito, que maneja la información de su intimidad con límites muy precisos.

El que lo entendió perfectamente fue Jorge Lanata, que tenía una columna chimentera muy destacada en su programa (Fernanda Iglesias, Yanina Latorre, Marina Calabró), consumía sin prejuicios esos programas y tenía una relación de respeto profesional muy marcada con Ángel.

Hay un nuevo mundo y está en permanente transformación. Nosotros, los periodistas de entonces, ya no somos los mismos. Todo lo permanente se desvanece en el aire. Podemos citar todas las frases célebres sobre el impactante espectáculo del cambio, pero también simplemente aceptarlo y contemplarlo con la mente abierta, interesados y curiosos. El cambio es ruidoso y molesto, pero también signo de vitalidad. Seamos los pequeños mamíferos buscando una nueva forma de vivir.

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