El Observador Argentina | Desire Cano

Por  Desire Cano

Asesora y coach en comunicación
4 de agosto 2025 - 12:58hs

“Tenía temor. Me inundó el pánico de que algo malo te pudiera pasar y elegí agredirte para lograr disciplina. No fue mi mejor versión. Pero tuve tanto susto que te lastimé en conciencia”, le dijo la madre. El ambiente se llena de una misericordia temblorosa. Pero también de la resistencia a recibirla. La amenaza interna persiste.

¿A qué le temés? ¿A qué le tememos como sociedad? ¿Cuáles son nuestras pesadillas más profundas y cómo las encarnamos? ¿Nos permitimos transitarlas o las maquillamos para ser aceptados? ¿Qué nos dice el sistema de creencias? ¿No es acaso el presente —con su angustia, su violencia y su indiferencia— el resultado acumulado de todos nuestros sobresaltos?

Si los damnificados del tsunami en Rusia —que generó evacuaciones, cortes y alerta global— hubieran sabido que no habría mañana, ¿qué habrían dicho? ¿Qué habrían dicho? ¿Qué tan fieles a sí mismos habrían sido? Y vos… ¿Qué haces hoy como si fuera la última oportunidad?

Desde siempre, el espanto ha sido uno de los dispositivos más eficaces del poder. Ya Maquiavelo advertía: “Es mejor ser temido que amado, si no puedes ser ambas cosas”. El sobresalto garantiza obediencia, disciplina y control. Gobernantes, imperios, dictaduras, incluidos las religiones, lo han usado para sofocar la disidencia y consolidar su dominio.

En la política contemporánea —democrática o autoritaria— la alarma emocional sigue siendo un recurso central. Se despliega en campañas que agitan amenazas reales o construidas: temor a la inseguridad, al desempleo, a la inflación, a “los otros” (migrantes, pobres, ricos, zurdos, empresarios). La figura del enemigo —externo o interno— sirve para cohesionar identidades políticas y justificar medidas excepcionales.

¿Por qué funciona? Desde la neurobiología, sabemos que este tipo de estímulo activa las zonas más primitivas del cerebro (como la amígdala), anula el pensamiento crítico y genera respuestas básicas de huida o ataque. Este mecanismo se reproduce tanto en un ataque de pánico como en una elección presidencial. Bajo presión emocional, buscamos soluciones simples y liderazgos fuertes. No pensamos: obedecemos.

En ese trance, la realidad se empobrece. El mundo se divide en buenos y malos, orden y caos, patria o amenaza. Se aceptan sacrificios de libertad a cambio de seguridad. La zozobra no solo hace caso: también vota.

Según la Asociación Argentina de Psicología, el terror crea un “estado de excepción emocional”: bajo su influjo, las personas aceptan políticas que en circunstancias normales rechazarían. La repetición de mensajes amenazantes genera habituación y resignación. “Peor sería lo otro”, decimos.

Hay aquí una paradoja cruel. Esa fuerza invisible moviliza y paraliza al mismo tiempo. Por eso es ideal para sostener el poder, pero inútil para imaginar el futuro.

El espanto no es solo una emoción: es también una estrategia. A lo largo de la historia, ha sido método de gobierno, discurso de campaña y cemento ideológico. En contextos de trauma colectivo, desigualdad o incertidumbre, la angustia es la emoción más manipulable.

Hitler erigió su poder sobre el terror, a la decadencia moral, al desempleo y al “otro”. En América Latina, dictaduras como las de Pinochet, Videla o Stroessner usaron la amenaza a la subversión para justificar el secuestro, la tortura y la censura. Durante la Guerra Fría, EEUU y la URSS sostuvieron sus políticas internas y externas alimentando el horror al “otro bloque”. El macartismo criminalizó toda disidencia invocando el pánico al comunismo. Más cerca en el tiempo: la “guerra contra el terror” post 2001 en EEUU recortó derechos civiles con amplio respaldo popular.

Hoy, el guion se repite. Campañas que asocian protesta social con delincuencia, pobreza con amenaza, disenso con caos. Trump en EEUU, Bolsonaro en Brasil, Bukele en El Salvador. La narrativa es clara: solo este líder puede restablecer el orden, aunque para eso deba recortar libertades. Terror económico: “si votás a X, perdés tu casa”. “Si no hay ajuste, se viene Venezuela”. El colapso se vuelve excusa para desmantelar derechos. Y el enemigo interno muta: piqueteros, migrantes, mapuches, sindicalistas, feministas. Todo lo que incomoda se vuelve amenaza simbólica.

El terror como estrategia electoral no solo distorsiona el voto. Destroza el vínculo entre el pueblo y su democracia. Nos enseña a vivir tensos, enfrentados, resignados, moralmente empobrecidos. Pero la política, bien entendida, puede ser un espacio de reparación, no de amenaza. Se trata de elegir: ¿enfrentamos los problemas desde el pánico o desde el coraje?

En estos días, Ofelia Fernández, joven dirigente y ex legisladora porteña, ofreció, quizás sin proponérselo, una grieta luminosa en el discurso tradicional. En una entrevista en el stream “Gelatina”, criticó con franqueza la idea de una unidad peronista vacía de sentido. Dijo, con una honestidad poco frecuente en tiempos de cálculo, que su espacio debía atreverse a ir a una elección sin unidad si esa unidad no expresaba verdad. No se escudó en slogans, habló de su vulnerabilidad. La reconoció. Y al hacerlo, la desarmó.

Ese gesto, pequeño en la superficie, fue enorme en profundidad. Aceptar el temblor, ponerlo en palabras, no para manipularlo, sino para transitarlo colectivamente, puede ser el primer paso hacia otra política. Una política más honesta, menos guionada, más conectada con lo que verdaderamente sentimos. Ser impecable con nuestras palabras. No tomarse nada personal. No suponer (infligirnos auto dolor teniendo el don de la palabra parece estúpido) y dar siempre lo máximo. Así decían los toltecas. Ofelia lo practicó.

Quizás ahí, incluso en la derrota, anida una forma de victoria. Porque también nos guían las intuiciones, mucho más que los argumentos. Porque la ternura, como la verdad, a veces no grita, pero conmueve.

Y la verdad sola no alcanza. El dato no vence al espanto. Hace falta construir un relato emocional alternativo. Uno basado en la esperanza, la autenticidad y el porvenir. La memoria activa y la organización colectiva son antídotos contra el encierro subjetivo. También lo son el arte, el humor, la emoción. Eso que estremece. El amor expandido tras el reconocimiento del propio.

A sabiendas de que la zozobra es contagiosa, pero también es vulnerable a la empatía. Y acá está el punto de inflexión para encontrar el camino a casa.

La ternura política no es blandura. Es una forma de ejercer el poder desde el cuidado. Gobernar sin deshumanizar. Nombrar el dolor sin usarlo como herramienta. Hablar sin imponer. La ternura es una ética del vínculo, un modo de mirar al otro no como amenaza, sino como parte de uno mismo. Sabiendo que somos uno.

Jesús lo hizo. Caminó entre marginados, excluidos y desvalidos. Y a cada uno les dijo: “No teman”. No desde la fuerza, sino desde el amor. Gobernó desde la vulnerabilidad, verdad, impulso, la dignidad. Él pudo.

“Me acuerdo de qué un día en la playa vos y papá se fueron a la orilla a charlar y no escuché cuando me dijeron dónde estaban. Cuando levanté la vista y no los vi, sentí un gran susto. Miedo a quedarme solo. Pero después recordé que me aman. Y se pasó”, le dijo el niño a su madre, entre papas fritas y hamburguesas.

La confianza en el amor lo devolvió a la calma. Él no temió.

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