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*A Francisco se le puede acercar cualquiera: un supuesto mormón, un supuesto amigo de su tío, una supuesta vecina, un supuesto alguien interesado en él. Cualquiera sea el motivo que derive en ese supuesto interés de ir a verlo, lo cierto es que avanzarán por el pasillo del hospital, preguntarán por él, y minutos más tarde subirán varios pisos del edificio hasta encontrarlo. Por qué van a ver a Francisco, nadie sabe a ciencia cierta. Nadie indaga demasiado.

—¿Es familiar? —me preguntaron en la recepción del Hospital Pediátrico del Pereira Rossell, después de haber atravesado dos mostradores y un corredor interminable y haber acercado a la ventanilla mi cédula de identidad.

—Soy vecina —me limité a responder.

—Pase.

Con el carné de visitante, subí por el ascensor y cuando llegué a la cama —el niño se hospeda en una cama, qué tupé pensar en algo más—, Francisco no estaba. Había una camilla chiquita, con barandas, casi como una cuna, con dos peluches gastados apoyados en una esquina.

—¿Y Francisco? —pregunté a la primera persona que apareció en el pasillo.

—Está en la placita con la cuidadora, andá a buscarlo que lo vas a ver —respondió una enfermera mientras seguía de largo.

Podía ser fácil reconocerlo. Había llegado al hospital el jueves 4 de setiembre, hacía ocho días, cerca del mediodía, machucado en la cara, debajo de un ojo. Sabía también que hacía dos semanas tenía heridas en los dedos de la mano derecha, aunque ya había pasado un tiempo y, de repente, no quedaban marcas.

Iba a ser fácil: estaba solo, con una cuidadora por turno. ¿Cuántos niños solos de cinco años podía haber?

En el hospital no lo visitan muchos. Salvo, los mormones, que dicen que lo conocen de la iglesia, y pasan. Van todos los días, rigurosamente, fuera del horario de visita. Fue, también, alguien que dice ser amigo de su tío, que le lleva chocolates, y al que, en medio de la conversación en una visita Francisco le dijo:

—¡Mamá me corrió a patadas!

Francisco cree que se está portando mal, y que por eso su mamá lo dejó ahí.

Entonces bajé las escaleras hasta la placita del hospital y no lo encontré. Había solo dos niñas, con dos adultas que las miraban desde un banco. Nadie más. Recorrí todo el patio interno del predio. Nadie se parecía a Francisco.

Volví a subir varios pisos por la escalera. Esta vez no me anuncié en la recepción.

Y ahí sí, lo encontré: era el rey de su mochila nueva avanzando por el corredor. Una mochila roja, radiante, que abarcaba toda su espalda y mucho más. La llevaba en sus hombros con evidente orgullo.

—¡Tengo mochila nueva! —iba gritando a medida que avanzaba por el pasillo, y los niños, de otras camas, con los que a veces juega, se iban enterando y se asomaban a sus puertas.

Se subió a la cama que tiene designada para él y me vio en el umbral de la puerta. Vio, sobre todo, el paquete que tenía en mi mano.

—¡Un regalo! —gritó apenas vio la caja envuelta en papel—. ¿Es para mí?

Le dije que sí y lo ayudé a romper el cartón. No sabe quién soy, pero tampoco se interesó en ese momento. Sí me hizo notar, sin embargo, que estuve en falta.

—Es por mi cumpleaños, que no me habías dado.

—¿Es tu cumple, Fran?

—Ya fue mi cumpleaños, pero no me habías dado el regalo.

Cuando vio los dinosaurios, que hacían luces y que rugían, se exaltó: muchas gracias, gracias, gracias, repetía, con un marcado seseo. Se tiró abajo de una silla para probarlos con menos luz, volvió a salir al pasillo, se los compartió a una niña que jugaba ahí, volvió a entrar, volvió a salir de la habitación.

—Señora, sabe que Francisco no puede recibir regalos, ¡se está portando mal! —me rezonga mientras se acerca al umbral de la puerta una mujer de túnica azul que se apareció, de la nada, en el corredor.

No sabía quién era yo, ni qué hacía ahí. Yo tampoco sabía quién era o qué hacía ella.

—No quiere comer, no quiere merendar, no se quiere bañar, ayer se peleó con la cuidadora —se quejó después.

Francisco es intenso, enérgico, incansable. La mayoría del tiempo está de buen humor, dice una de sus varias cuidadoras que tiene al día en el hospital. Aunque, por momentos, se angustia.

Mamá se fue a hacer un mandado y no volvió más —me dijo así, de la nada. Y meneó la cabeza y el dedo indicador como si estuviera diciendo: qué bandida, esta mamá, no puede ser.

Francisco y su mochila roja

Los que lo han conocido en los últimos tres años cuentan que le vienen ataques de ira, que puede entrar en una sala y tirar todo al suelo de un arranque, patear mesas, sillas. Gritar, empujar, pegar, morder a sus compañeritos. Pegarse a sí mismo, golpearse la cabeza contra la pared. También puede moldear con plasticina penes perfectos, con glande y testículos, en todas sus versiones gráficas. Puede dibujarlos.

Él se hace pis encima mucho más seguido que cualquier niño de su edad, remarcan sus cuidadoras, sus educadoras, sus acompañantes de diferentes servicios de atención.

Dicen que a veces se pone muy violento.

Por qué conoce tan bien los penes. Por qué se hace pis encima tan seguido, por qué le toca la cola a sus compañeros. Hace tres años que todo eso llama la atención en los centros educativos a los que fue hasta estos días.

—¡Mi hijo no es un pedófilo! —salió gritando un día su abuela cuando las maestras se preocuparon por lo que iban aprendiendo de él.

Abuela materna y nieto se nombran entre sí hijo y mamá. La palabra pedófilo se refería al niño, que tiene cinco años. Lo decía porque había ido una psicóloga de Escuelas Disfrutables a tratar el caso de Francisco, como si fuera el factor disonante del aula. La abuela no hablaba —en ese momento excepcional— de su hijo biológico, adulto, con quien el niño se baña, según ella misma cuenta.

En ese garaje, que era el hogar de Francisco y su abuela, aparecían otras personas. Varias, distintas, que entraban y salían. Hasta el cuidacoches de la bajada de la playa que quedaba cerca de la casa.

Los especialistas que lo rodean creen que Francisco está demasiado expuesto a la sexualidad.

Cuando le preguntan por qué esas esculturas de plasticina, dónde las vio, cómo las conoce, por qué, por qué, por qué, Francisco no dice nada. Ni a quiénes conoce, ni a dónde va, qué hace cuando no está en la escuela o con psicoterapeutas. Su cuerpo, cansado, hastiado, estresado, es el que habla por él.

Cada uno de los detalles de la vida escolar de Francisco quedaron plasmados en la plataforma Gurí, el sistema de información de la Administración Nacional de Educación Pública, porque así fue el seguimiento que tuvo desde que su maestra detectó que algo no estaba bien. La inspectora del centro educativo estaba al tanto de lo que vivía, prácticamente desde que se cambió a la escuela pública, en marzo de este año, cuando las clases ya habían empezado. La psicóloga de Escuelas Disfrutables se puso al corriente por primera vez en junio, tres meses después, cuando en la escuela ya no sabían qué más hacer para contenerlo. El niño está estresado, tiene ansiedad, corroboró la mujer. No valoró relevantes las posibles señales de abuso sexual. Las actitudes de Francisco eran, a los ojos de algunos adultos que lo rodeaban, actos exploratorios típicos de la edad.

Para otros, sin embargo, podían ser actos exploratorios en cualquier niño de cualquier otro contexto, pero en él, todo se convertía en un llamador. Podía haber algo más.

No quiere comer, no quiere bañarse. Le vienen berrinches incontrolables si lo obligan.

El pan de la merienda, ahora se lo da a los dinosaurios. Eso sí le divierte.

Hay mucho de su historia que todavía no sabe. A la abuela, la sacaron del hospital destemplada. Venía así desde hacía, al menos, 72 horas.

Esa mañana, el jueves 4 de setiembre pasado, la abuela entró a Francisco en la escuela a regañadientes. El niño estaba golpeado, con moretones en la cara que no había mostrado el día anterior.

—¡No le des nada porque está en penitencia! —le ordenó la abuela a la maestra. A juzgar por esta información y la que vendrá después, estaba sin comer y sin tomar agua desde que se había ido de la escuela el último mediodía.

Era normal que Francisco apareciera con machucones en el cuerpo. Ya lo habían detectado en la escuela y también los especialistas que lo atendían gracias a la ayuda extraordinaria —así se llama la prestación que el Banco de Previsión Social da a personas con discapacidad o alteraciones en el desarrollo.

—¿Qué te pasó, Francisco?

La respuesta, casi siempre precedida por un me caí, terminaba en historias fantasiosas, grandilocuentes, del más allá.

Los golpes en la cara, el anuncio de la abuela de que estaba sin comer y sin tomar agua del día anterior, y llamadores previos que habían detectado en la escuela hicieron que, esta vez, decidieran llamar a la emergencia para que lo fuera a ver.

La ambulancia se lo llevó —la directora lo acompañó en el viaje— al Hospital Pereira Rossell. Quedó internado en observación.

Al día siguiente, la Justicia decretó: riesgo con su actual tenedora, ausencia de redes familiares, prohibición de acercamiento para la abuela en un radio de 500 metros, defensor de oficio para Francisco, ingreso de inmediato al sistema de protección de 24 horas del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay (INAU).

Era la segunda vez que Francisco estaba internado en el Pereira Rossell. Su historia había empezado en ese mismo lugar cinco años atrás.

Y ya había empezado mal.

La Justicia lo da y la Justicia lo quita

Había sido una decisión judicial, también, la que lo había depositado en los brazos de su principal terror: la mujer a la que le dice mamá te amo, que se le cuelga, la abraza y la aprieta tanto que a veces hasta la asfixia un poco.

Aquel fallo judicial, el primero en la vida de Francisco, fue el que le dio también el primer golpe: enviarlo a los brazos equivocados, de horas abandonado solo en una playa, de horas encerrado llorando solo en un auto, de ropa en su mochila orinada durante tres días seguidos, de golpes de escoba porque se le iba la pelota a la calle, de agua fría en pleno invierno, por portarte mal, mientras se ahogaba en su propio llanto, de no merienda, no cena, no agua para tomar, por portarte mal.

Resulta que ahora, en el hospital, el niño no quiere comer.

Hacía ya ocho meses que Francisco vivía con su abuela, gracias a la licencia que le daban en el INAU. Licencia quiere decir que la Justicia lo había autorizado a estar con su familia biológica, pero la responsabilidad de control y seguimiento era de la institución.

El 27 de abril de ese año, la Justicia le dio la tenencia.

La abuela agradeció y celebró la noticia en su Facebook, con una foto de Francisco, todavía de chupete.

En realidad, no estaba contenta. Lo contó poco tiempo después: cuando le dieron a Francisco, le sacaron a los niños del INAU que ella cuidaba como familia amiga. La Institución tiene programas que a los que las familias se postulan para cuidar a los niños más desprotegidos y vulnerados del país —que son los que terminan, de forma inexorable, en manos del INAU—, los que no tienen ninguna casa adónde llegar, ningunos brazos a los que acudir, ni siquiera objetos materiales de los que aferrarse. Ni ropa, a veces. Ni bombachas ni calzoncillos. Están siempre de prestado. Piden prestado, viven prestado.

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Cuando la Justicia le dio la tenencia de su nieto biológico, también dejó de recibir las prestaciones por cuidar a otros. El INAU entendía que la mujer estaba en un momento en que debía abocarse a su nieto y seguir como familia amiga de otros niños le iba a quitar la atención que el bebé necesitaba.

Resulta que la culpa fue de Francisco, que empezó a convertirse en una carga.

Pero otro juez ratificó la tenencia del niño en manos de su abuela dos años después.

Familia, escribió la abuela en Facebook acompañado con una foto de los tres: Francisco, su tío y la abuela.

Y otra vez, el 18 de noviembre de 2023, más fotos de Francisco en Facebook. Está sentado en la arena, en la playa, uno de los pocos lugares a los que iba con frecuencia. En varias fotos se lo ve de lejos, como si estuviera solo. En esta en particular, aparece bien de cerca. Pelo pegado en la frente, mojado con el agua del mar, piernas algo enmilanesadas, mocos chorreando desde su nariz hasta mojar su labio de arriba. No se muestra contento, pero igual mira a cámara.

Será mi mejor versión, sentenció la abuela en esa publicación.

El golpe de muerte

La sentencia judicial cuenta que a la mamá biológica de Francisco la llamaban por el apodo, tenía 27 años y hacía pocos meses que había parido.

Ya desde chica sufría. Vivió con su madre —futura abuela de Francisco— hasta los 17 años, hasta que se quiso ir de esa casa. Se fue a lo de su abuela, quien a la vez vivía con otra pareja desde la muerte de su esposo. En su nueva vivienda, a cientos de kilómetros de la de su madre, ahora la Justicia le exigía a alejarse: orden de restricción de acercamiento. La mamá biológica de Francisco vivía —o había vivido— en la calle, consumía drogas desde la adolescencia y ejercía la prostitución.

Cuando conoció al Chopo, dice la Justicia, seguía con una importante situación de vulnerabilidad social.

El Chopo se dedicaba a la cría de cerdos y, con ella, además de pagarle por mantener relaciones sexuales, también se juntaba a fumar pasta base en el achique, un rancho un barrio alejado del centro de Montevideo adonde varios iban a hacer lo mismo.

Lo que enfureció al Chopo fue que, en uno de los últimos días del año, la mamá de Francisco —el bebé a quien había dejado en el hospital casi que al nacer— raspó un poco de droga de la pipa de él. Te voy a matar, le advirtió el Chopo enseguida, según escuchó otra mujer que también se había juntado en el achique ese día.

Enfrente estaba la casa del Chopo.

Unos días después, el 24 de diciembre de 2021, el Chopo invitó a la madre de Francisco a cruzar a su vivienda, que era en verdad un rancho, con paredes hechas con tablas de madera y agujeros que dejaban ver lo que pasaba dentro.

La mujer que estaba con ellos le advirtió que no fuera, pero la invitada fue igual.

Una vez ahí, prácticamente desnuda, Chopo la ató de pies y de manos con un cable, le tapó la cara con un trapo y la torturó. Tanto, que desde el achique se escucharon sus gritos.

—¡Hijo de puta! ¡Ayúdenme, dejame!

La mujer cruzó y miró entre las maderas del rancho: vio a su amiga atada en el sillón, con el Chopo al lado.

—Me dejaste morir; no me dejes morir —le imploraba. La llamaba por su apodo, según relató la testigo en la Justicia.

Testificó, además, que ella también le pedía al Chopo que no matara a su amiga. Pero no hubo gritos, imploraciones, ni súplica alguna que lo frenara: agarró una cuerda, la puso en el cuello de su víctima, y la asfixió. Metió el cuerpo en una tarrina de plástico, la cargó en un carro de caballo, y la tiró al arroyo Pantanoso, uno de los más contaminados de la capital. Miles de personas que viven a sus márgenes tiran sus desechos directo de sus ranchos, que se juntan con efluentes industriales y desembocan, sin remedio alguno, en el Río de la Plata.

La tarrina donde iba el cuerpo de la mamá de Francisco, sin embargo, no llegó a desembocar. Cinco días después, el 29 de diciembre sobre las 14 horas, la policía recibió una llamada en la que avisaba que en el arroyo había un tanque con el cuerpo de una mujer dentro.

Al Chopo lo detuvieron y lo llevaron al Instituto Técnico Forense el 17 de marzo de 2022, tres meses después. Pretendió escapar por una ventana aprovechando que la guardia había llevado al baño a otro detenido que estaba en el edificio, pero fue detenido de nuevo, a pocos metros, en el techo de un entrepiso del edificio.

El 11 de abril de 2024, la Justicia condenó al Chopo por homicidio muy especialmente agravado, con 30 años de cárcel. En el Tribunal de Apelaciones, la pena se bajó a 28.

Esta historia, por supuesto, Francisco no la conoce. Lo que le ha contado su abuela es que su mamá se fue de viaje.

En los juegos de la sala de atención psicológica a la que iba Francisco gracias a la ayuda extraordinaria, se expresa el temor a quedarse solo.

Resulta que, ahora, el niño tiene miedo al abandono.

El golpe de vida

Desde el mismo momento en que el doctor lo palmeó por primera vez —y que el bebé lloró por primera vez— los médicos y enfermeros que atendieron el nacimiento de Francisco detectaron que esa vida ya empezaba siendo extrema. Su partida de nacimiento dice que su mamá biológica no sabía quién era el padre. La mujer presentaba policonsumo de sustancias psicoactivas —había consumido drogas durante todo el embarazo y no se había hecho ningún control— y denotaba un contexto de gran vulnerabilidad social. El bebé nació con abstinencia. La madre dio positivo a la sífilis.

El Departamento Social del Hospital Pereira Rossell elevó la información a la Justicia, en un informe en que enumeró todos los motivos por los que consideraba que Francisco necesitaba asistencia de inmediato: el recién nacido está hospitalizado con todos sus derechos vulnerados y amenazados, la madre no está en condiciones de hacerse cargo de su hijo, redes familiares poco continentes que no respondieron positivamente ante la posibilidad de hacerse cargo del pequeño.

Eran los primeros meses de pandemia de covid-19. Aunque todavía no había pasado lo peor del virus, el hospital Pereira Rossell no era un lugar para Francisco.

El fallo judicial remarca: el bebé estaba ante una situación grave con riesgo de contraer enfermedades intrahospitalarias. El 31 de agosto de 2020, la Justicia decretó la internación por amparo, porque no se cuenta con referentes familiares que asuman los cuidados del pequeño y garanticen en debida forma el goce integral de sus derechos. Ordenó que fuera al INAU de manera provisoria. Apoyo policial para el traslado, si era necesario.

Para cuando cumplió los dos meses, Francisco ya hacía rato que estaba en brazos ajenos. Primero, bajo el cuidado de la Fundación MIR, Los pasos que damos, que se encarga de proteger bebés en su primer año de vida cuando su familia no está. El 20 de octubre de 2020, la Justicia pidió a la fundación y al INAU que informaran si había podido dar con alguien, en su familia biológica o extendida, algún referente que pudiera hacerse cargo y asumir la tenencia.

Acá entra en escena la abuela: la contactan, viaja desde el interior del país hasta el hospital Pereira Rossell con el niño que cuida como familia amiga, conoce a Francisco.

A partir de los informes de la fundación, el 4 de marzo de 2021, cuando Francisco era todavía un bebé de meses, la Justicia autorizó que fuera a vivir con su abuela, bajo —de nuevo— la estricta supervisión y responsabilidad de INAU, para que garantizara el goce integral de los derechos del niño.

Dos meses después, la misma Justicia consideró que la información que tenía era suficiente para saber que la abuela de Francisco se presentaba como una figura protectora, con capacidad de cuidado y contención, que garantizaba sus derechos. Decretó: los derechos de Francisco no están vulnerados ni en situación de riesgo. Decretó: los niños tienen derecho a vivir y crecer en el seno de su familia biológica. Decretó: egreso de Francisco del INAU y tenencia provisoria a su abuela, y que se le autorice a la mujer a cobrar todas las prestaciones que le corresponden al niño, abonadas por el BPS y el INAU.

Ahora sí, empieza lo peor.

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El golpe ¿de suerte?

Setiembre estaba empezando pero el último invierno no se había ido. En la escuela notaban que la situación que vivía Francisco ya no daba para más, y pidieron una reunión con la abuela para hablar de todo eso. Si se hacía pis un viernes, la ropa en su mochila volvía orinada el lunes y ya no había ni qué ponerle. Los fines de semana se volvían un paréntesis indescifrable, pero que daba algunas pistas: cuando retomaba la escuela, en la clase lo notaban cansado, desconectado. O con una ansiedad difícil de controlar. Con las emociones desreguladas. Al límite: efusivo, triste, poca tolerancia a la frustración.

A la abuela no le gustaba que le llamaran la atención. Cada vez que lo hacían, amenazaba con llevarse al niño a otro lado.

Ya lo había hecho antes. En 2022, Uruguay Crece Contigo —programa que depende del Ministerio de Desarrollo Social— le pagó a Francisco un colegio privado al que iba nueve horas por día. Ahí ya notaban que el niño necesitaba una atención especial. Los padres de sus compañeros se quejaban porque Francisco empujaba, mordía, pegaba. Cada vez que le pedían una reunión a la abuela, la abuela se enojaba. Sobre todo, evadía.

En el verano anterior, el chaleco que tenía Franciso en la playa podía identificarse desde lejos. La directora del colegio enseguida lo reconoció, y se acercó a saludarlo.

—Francisco, ¿con quién estás?

Él se quedó callado. La mujer lo siguió con la mirada durante más de 30 minutos. No le quedaron dudas: estaba solo.

Al rato, apareció la abuela. Dijo que había tenido un problema con el auto, que había tenido que irse. Cuando la directora le llamó la atención por haber dejado al niño, a la mujer no le gustó.

Otro día, la abuela de Francisco apareció descalza en una reunión de padres. Otro día se apareció con la cara tatuada. Otro, piercing en el cachete. Otro día, bailando cumbia, sonriente, cantándole a la cámara, en un video que también publicó en su cuenta de Facebook.

En las bitácoras de Uruguay Crece Contigo no aparecen estas señales de alerta. Al contrario: de la abuela, referencias positivas; del tío, poca información, vínculo intermitente. Va a visitarlos en los recesos de la facultad, y se queda largas estadías.

El problema era que Francisco estaba por cumplir los cuatro años y se le acaba la subvención, y eso a la directora del colegio le preocupaba. La técnica que fue al centro educativo en representación del programa escuchó a la directora, le hizo un gesto de desaprobación y le dijo: el programa es hasta los cuatro años, después… (se sacudió las manos para no decir con palabras que se desentendían del asunto).

Así, Francisco se desvinculó oficialmente de cualquier seguimiento que mirara de cerca cómo iba creciendo. El INAU ya no estaba, Uruguay Crece Contigo tampoco. El colegio, entonces, becó al niño para que pudiera seguir. Pero cuando le pidieron a la abuela que tramitara un apoyo psicosocial del BPS para un acompañante en las clases, la abuela volvió a enojarse. Lo sacó del colegio.

En la escuela pública del barrio, la maestra no demoró en notar todo esto.

—¡Mirá que te mando para tu casa! ¡Te mando con tu tío! —le decían al niño en la escuela, a ver qué respondía.

—¡No! ¡Con mi tío no! —suplicaba.

En la fila para entrar a la red de cobranzas del barrio, su tío lo agarró de las orejas para que se quedara quieto. Quienes estaban haciendo la fila, como ellos, le llamaron la atención.

—¡¿Qué le hacés al nene?!

—Lo tengo así porque si no se me va.

Una vez, cuando una maestra le avisó que era el tío el que había llegado a buscarlo, Francisco se quejó: no quería irse con él.

—¡No, tío, no, por favor, no, no! —le llegó a implorar en su cara otro día.

Y más: unas semanas antes de irse en ambulancia al Pereira Rossell, Francisco había llegado a la escuela con varios dedos cortados. La abuela dijo que se le cerró la puerta del supermercado en la mano, porque la puerta, intentó explicar, no tenían sensores para niños.

—Están feos esos dedos —le sugirió uno de los especialistas a los que Francisco visitaba.

La abuela le respondió que le habían dado pase a cirujano plástico, pero que no lo iba a llevar, porque ella sabía cómo cuidarle esas heridas.

El niño no recibió más atención. En los reportes al BPS, no están registrados los episodios más graves que se detectaban. Los especialistas tenían miedo de agregarlos y que eso hiciera enojar a la abuela, y que Francisco también dejara de ir con ellos. Se le podía seguir perdiendo el rastro.

Con todo, Francisco se desvive por ella. Cuando a la abuela le robaron mientras iba caminando con él por la calle, el niño salió a correr a los ladrones. Estaba orgulloso de lo que había hecho: el policía que tomó la denuncia le dijo que había sido un campeón.

Y así llegó el día en que a la abuela la citaron a la escuela para la mañana siguiente. Lo que interpretó ella fue que el niño había dicho cosas que no tenía que decir, que la había expuesto.

Ese mediodía cuando abuela y nieto llegaron de la escuela, los ruidos de los golpes se empezaron a escuchar desde lejos del garaje adaptado en el que vivían. El niño, debajo del agua, se atragantaba en su llanto. Gritaba. Su abuela gritaba más.

—¡Vas a sufrir, hijo de puta, como sufre la maestra con lo que vos le decís!

Francisco no dijo nada. Ella cree que sí.

—¡¿Te gusta el agua fría?! ¡Ahora te vas a acostar sin comer!

Hubo más de una denuncia en la Línea Azul del INAU que dieron cuenta de lo que se escuchó esa tarde en el barrio.

El día siguiente: la ida a la escuela, reunión de dos horas con la dirección de la escuela, la ambulancia, el hospital. La orden de restricción de acercamiento se decretó el 5 de setiembre. Pasada la medianoche, el sábado 6 de setiembre, la abuela seguía en el hospital. Se fue llorando.

Ya había dejado claro en conversaciones con personas que atendían a Francisco que ella no quería hacerse más cargo de él. Criarlo se le había vuelto muy pesado. Estaba cansada de sus demandas.

Desde ese momento, la mujer sabe, presupone, asume, que su nieto no va a volver con ella.

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Los mormones lo buscan

En la iglesia casi nunca hay gente. En el barrio hay varias, de distintas religiones. Pero esta, que es mormona, abre solo los domingos para las reuniones sacramentales, y es difícil que tenga mucho movimiento más los días de semana.

Di con el obispo y lo contacté. Le pedí si podía recibirme.

Es jueves en la tarde y me espera en el portón de la iglesia. Vamos a su oficina y, con amabilidad, me ofrece una silla que él mismo acomoda. No sabe que vamos a hablar de Francisco. Yo no sé hasta dónde me va a contar él. Pero sé que sabe más de lo que dice.

—Francisco viene a la iglesia desde hace un año y medio. Te puedo decir que adora a su abuela, y su abuela lo adora a él. Es imposible que ella le haga daño. Pero no sé qué más te puedo decir. No tengo mucha información —se excusa.

—¿Has ido a verlo al hospital?

—No.

—Pero hay hermanas que van todos los días a verlo. ¿Cuál es el vínculo de la iglesia con Francisco?

—Las hermanas intentan ayudar. Le daban clase, le tienen cariño.

El obispo no me cuenta que una de ellas tiene intenciones de adoptarlo. Dice que no sabe. Le comento que también sé que la iglesia está asesorando a la abuela con una abogada. Eso reconoce que sí.

Francisco no contaba, tampoco, sobre las actividades con los mormones. En las sesiones de acompañamiento de ayuda extraodinaria del BPS, solo una vez dijo que había ido a una fiesta en la iglesia. Le digo al obispo que quiero entender un poco más.

Ahí me cuenta: que la abuela lo llamó a las 00.17 del sábado 6 de setiembre, llorando, desde el hospital Pereira Rossell, porque le habían puesto una restricción. Que hablaron durante 23 minutos. Que antes, le había contado que estaba ahí en observación porque el niño tenía una lastimadura pequeña en el ojo, que ni se le notaba. Como sabía que era una mujer impulsiva, el obispo le pidió que no hiciera nada, que se fuera.

—Francisco no tiene por qué estar ahí. Tendría que estar con su abuela, no entiendo por qué está hace tanto tiempo. La abuela está sufriendo, lo extraña, está desesperada.

Le comento que había denuncias hechas por violencia a la Línea Azul del INAU.

Ah, pero son anónimas, dice.

Como si todo lo demás no lo fuera.

La abuela: “Cada uno sabe cómo obra”

Con la abuela hablé ayer, viernes 19 de setiembre. Cuenta su versión con calma, en un tono suave, con pausas largas. Que lo extraña, que lo quiere ver, que hizo su mayor esfuerzo, todo el que ha podido.

—Me lo sacaron como si fuera un delincuente —dice del otro lado del teléfono.

Y sigue:

—No sé por qué está pasando esto. No tiene sentido. Es un niño que está a la vista de todos.

Y sigue:

—No tenía ni una uña cortada. En el hospital lo vieron.

Que se quedó en el Pereira Rossell hasta el domingo de noche. La orden de restricción de acercamiento era del viernes. La llamada al obispo llorando había sido el sábado.

Y sigue:

—Quiero que vuelva conmigo.

—¿Sabés que hay una mujer mormona que lo quiere adoptar? —la interrumpo.

—No sé, pero tengo conocimiento. No está dentro de las reglas de nuestra iglesia: no puede adoptar bajo falso testimonio. Cada uno sabe cómo obra.

Y sigue:

—A Francisco le están haciendo mal. Cuando esto pase, él tiene que tener una vida normal.

—¿Qué es una vida normal? —vuelvo a interrumpirla.

—Conmigo o en el INAU, no puede estar en un hospital. Los sentimientos de él tienen que contar. Es angustiosa la espera.

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El 17% de las situaciones de violencia registradas por el INAU en 2024 fueron en niños de entre 0 y 5 años.

La espera

El día anterior a esa llamada, cuando quise visitar a Francisco de vuelta en el hospital, me frenaron en la recepción. Eran 11.05 de la mañana. Hacía dos semanas exactas que estaba internado.

—¿Viene a un relevo? —me preguntaron.

—No, a visita.

—¿Es familiar?

—Soy familiar. Perdón, soy vecina —me confundí al responder.

La mujer puso cara de duda y llamó a la habitación para preguntar antes de dejarme avanzar.

—Volvé en el horario de visita, de 15 a 17 hs.

Dicen los cuidadores del hospital que en los últimos días Francisco no quiso ir a jugar al patio, ni siquiera al pasillo. Salita de psiquiatría de mañana, escuela de tarde. Placita, cama de hospital. Enfermeras que entran y lo atienden. Cuidadores que lo bañan, lo acuestan, lo entretienen. Que cambian cada algunas horas. De noche está teniendo pesadillas: grita, da patadas.

Francisco no quiere estar ahí.

Qué niño quiere estar en un hospital, cuando ni siquiera es el enfermo.

Está solo. Y sin embargo, no tanto. El Hospital Pediátrico Pereira Rossell es una ciudad puertas adentro, adonde llegan, al igual que pasa con el INAU, los más pobres, los más castigados del país. Entre el 20% y el 40% de los niños hospitalizados no deberían estar ahí. Tienen alta médica, pero no tienen adónde ir. Los llaman, si se permite la ironía, los niños sociales: o porque no tienen familia, o porque en sus familias sufren violencia, o porque están en un limbo esperando que la Justicia decida qué pasará con ellos. Aunque en Uruguay cada vez nacen menos niños, el problema viene en aumento, año tras año, conforme crece, también, el deterioro social.

Y cada vez es más difícil encontrar familiares que se hagan cargo. Y los trámites, los oficios, o las decisiones judiciales no tienen compasión con nada de esto. Alguna vez, en un acto de desesperación, un director de este hospital levantó el teléfono y amenazó:

—Si no encuentran un lugar para ellos, mañana los dejo afuera en la puerta.

El INAU consigue un hogar, pero la Justicia se demora en fijar audiencia. La Justicia necesita información certera para poder tomar una decisión. Los asistentes sociales que siguen los casos están saturados.

El proyecto de presupuesto quinquenal promete 40% de partidas adicionales para los niños, un número que todo el sistema político aplaude.

A quién permeará todo eso. ¿Dará respuesta ese dinero para una mejor justicia para niños como Francisco?

—Ninguna —responde, sentada en una mesa en el magazín periodístico de la televisión pública uruguaya, la secretaria general de la Asociación de Magistrados, Marcela Sena. No habla de Francisco en particular, no conoce su historia.

No, ninguna, niega con la cabeza la presidenta María Elena Mainard, sentada a su lado.

Mientras las culpas saltan de un lado al otro, los médicos, los enfermeros, los cuidadores por turno del hospital, no están formados para fingir ser familia de estos niños. En el Pereira Rossell habrá escuela para las internaciones largas, habrá sala de juegos, habrá comida y cama. Pero sigue siendo un hospital.

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El Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura denuncia desde 2016 estas internaciones que se extienden incluso teniendo el alta médica. En 2019, la Justicia dio lugar a una acción de amparo pedida por la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo para el cese inmediato de niños en estas condiciones. En 2024, la Suprema Corte de Justicia emitió un fallo en el que recordaba la vigencia de la ley: ningún niño debe estar internado si tiene alta médica.

Este es el último golpe que recibe Francisco. Después de nacer solo, golpe. Después de que mataran a su madre biológica, golpe. Después de ir con su abuela por decisión judicial, golpe. Después de ir a la escuela, golpe. Maestra reporta, ANEP demora: golpe. Ausencia de registros negativos en INAU y en Uruguay Crece Contigo: golpe. Reportes al BPS que no evidencian lo peor: otro golpe. El Estado tiene los datos, pero no los cruza: otro golpe.

Su trayectoria de vida se va perdiendo en planillas de excel. Francisco va pasando de mano en mano, y cada vez que eso pasa, hay que empezar a reconstruir su historia de cero.

No es el único que tiene miedo. Son muchos los que tienen miedo de contar lo que saben de Francisco. En su barrio, apareció un afiche con una foto de la abuela, del tío, y él. Un escrache: más golpes.

Hospital: penitencia.

Francisco - niño solo

El día de salida del Pereira Rossell todavía no llega. Francisco ya vio varias veces cómo la cama de al lado se vaciaba y se volvía a completar con un nuevo niño. Lo mismo con la habitación contigua, a la ve a través de un vidrio cuando hay amigos nuevos. Cuando hay más niños, prefiere quedarse jugando ahí.

A las 15.30 volví al Pereira Rossell, como me habían sugerido en la recepción. Ya había estado antes alguien que se había presentado como su maestra. Y era cierto: le dejó una foto de todos los compañeros de clase y le llevó de regalo, además, 17 autitos de carrera.

Él le dijo que extrañaba a su perra. No habló de su gato, ni de su gallina. Le pidió a la perra, si se la podía llevar la próxima vez que fuera. Y que fuera ella, también, todos los días.

Antes, había estado la mujer mormona que visita a Francisco a diario. No es la única que va, también va la mujer que asesora a la abuela en su situación judicial. En el Consultorio Jurídico de la Udelar dejaron de defender a la abuela el martes, cuando la Justicia dio por cerrado el caso por el asesinato de su hija. Ahora, que Francisco estaba en el Hospital Pereira Rossell, el BPS le dio de baja a la ayuda extraordinaria que recibía en la clínica del barrio.

Cuando subí las escaleras del edificio, encontré a Francisco estaba jugando en el corredor, solo, con los 17 autitos que le acababa de traer la maestra. Apenas notó que estaba ahí, me dijo:

—¿Me trajiste regalo?

No le había llevado nada. Le pregunté por los dinosaurios. En un arranque de ira los había descuartizado, pata por pata, cabeza, cola. Todo, apenas una horas después de haberme ido la vez anterior.

—¿Qué me vas a regalar?

—Si mañana estás acá, trato de venir.

Miró a su cuidadora, que a la vez nos miraba recostada sobre la pared del pasillo.

—¿Mañana voy a estar acá?

—Sí, vas a estar —le respondió.

—Si, voy a estar —me confirmó él.

Le quedan, al menos, ocho días más, hasta que haya audiencia judicial. No hay más vínculos familiares que se puedan rastrear. El INAU ya encontró un centro 24 horas para él, pero espera, otra vez, por la decisión judicial. Nadie, ni siquiera el propio INAU, quiere a los niños viviendo ahí. Es la peor opción para crecer, pero para casos como este, la única posible. Se vendrá, si todo vuelve a salir mal, otra penitencia.

Jugamos en el corredor con los autitos que le llevó la maestra. De repente, una ráfaga olor a orina invadió el rincón. Pensé que se había hecho encima. Pero no, no se había hecho. La cuidadora del turno dijo que desde que lo amenazaba con que se tenía que lavar su ropa, eso ya no estaba pasando más. Mientras está en el hospital, sin embargo, usa pañal en las noches.

Para las carreras, elegimos cada cual nuestros autos y los fuimos largando. Los míos no superaron la primera camilla, a mitad de camino. Los de él terminaron todos atropellados contra la puerta del baño de la habitación, sobre la pared contraria.

Y no para. Porque resulta que el niño quiere jugar.

—¿Y ahora a qué jugamos?

Ordenamos los autitos en fila.

—¿Y ahora a qué jugamos?

Escondidas.

—¿Y ahora a qué jugamos?

Se tiró otra vez en el pasillo, con sus 17 autitos, a hacerlos chocar entre sí.

Cuando le dije que me iba, me ignoró. La cuidadora dice que es porque no le gusta despedirse, que lo hace con todos los que van.

Se enoja, se pone triste. Como mamá, que se fue a hacer un mandado y cómo demora.

Después se olvida y sigue en su juego.

*El nombre de Francisco es ficticio. Tampoco se identifican los nombres de sus familiares, ni los centros educativos, ni el barrio, ni la iglesia, con el único fin de preservar al máximo su identidad. La mayoría de las fuentes consultadas accedieron a dar información bajo estricta reserva de sus identidades, por miedo a represalias.

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