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¿Fue Trump el peor presidente de Estados Unidos? II

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29 de enero de 2021 a las 05:01

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El otro sambenito que se le suele colgar a Donald Trump, además del “peor presidente”, es el de ser “un mal sin precedentes” en la historia de Estados Unidos, “the unprecedented evil” que toda persona de bien debe combatir. Ha sido en los últimos cuatro años la referencia a su persona más escuchada en los programas de la CNN en inglés y de la MSNBC.

Suena a una acusación extemporánea, lanzada una vez por algún comentarista provocador. Pero en realidad era un término bastante uniforme en el lenguaje de los bustos parlantes de las cadenas. Trump era un “supremacista blanco”, un “neofascista”, un “dictador en ciernes”, y no había mal comparable en el pasado de la gran “América”.

De hecho la figura de Trump sirvió para lavar un montón de pecados anteriores, blanquear legajos impresentables de algunos en Washington y hacer un relato intragable del pasado reciente, al tiempo que se reafirmaba el mito del “excepcionalismo americano”, que al parecer la única excepción nefasta en su haber sería, pues, la del propio Trump. ¿Qué otra?

De pronto duros halcones y neoconservadores belicistas de las administraciones Bush y Obama, ex agentes de la CIA y la NSA, que se han pasado la vida haciendo y abogando por la guerra, la intervención extranjera, el encarcelamiento ilegal de ciudadanos extranjeros y el bombardeo de otros países, se convirtieron en adalides de la libertad y la democracia como parte de “la resistencia” anti-Trump. Conservadores con nefastos antecedentes, otrora evitados a toda costa en los sets de televisión fuera de Fox News, los llamados Never Trumpers, se convertían en ídolos de las cadenas supuestamente más liberales por el solo hecho de ir allí a despotricar contra el expresidente.

Toda la retórica divisiva, xenófoba y anti-inmigrante inaceptable de Trump difícilmente pueda rivalizar con la invasión y destrucción de Irak lanzada por el gobierno de George W. Bush. Una invasión, además, que se llevó a cabo a contra mano de una resolución de Naciones Unidas, de la opinión de sus principales aliados europeos, y prácticamente, en contra del mundo entero. Eso sí que no tenía precedentes en la historia de los Estados Unidos.

Para colmo, todo se inició a partir de una gran mentira: la supuesta tenencia de armas de destrucción masiva por parte del régimen de Saddam Hussein, y su más inverosímil aun, participación en los atentados del 11 de septiembre de 2001. Una mentira que los medios incompresiblemente dejaron pasar sin preguntas, y que las agencias de inteligencia defendían como verdad irrefutable a quien quisiera escuchar, que no eran muchos por cierto.

El resultado fue la destrucción de un país, 200.000 iraquíes muertos (no se sabe cuántos de ellos eran civiles), y más de 4.400 bajas en el Ejército de Estados Unidos. Además de la desestabilización total de la región, que pronto se convertiría en un polvorín, y la cocción a fuego lento de un devastador caldo de cultivo que luego propiciaría el advenimiento del Estado Islámico y otros grupos extremistas entregados a la barbarie.

Por si fuera poco, la guerra contra el terrorismo, que había empezado poco antes en Afganistán, fue dejando un reguero de cárceles ilegales controladas por Estados Unidos en varias partes del mundo, donde no se respetaban ni los derechos de los detenidos ni la Convención de Ginebra, cuyo culmen de la ignominia estuvo en Abu Ghraib y sobre todo en Guantánamo.  

Todo se parece a un mal que si en efecto tiene algún precedente, ha de ser difícil de encontrar. Yo conozco bastante bien la historia de Estados Unidos, y me declaro incompetente para tamaña tarea.

Luego, la guerra contra el terrorismo durante el gobierno de Obama y sus intervenciones en Oriente Medio no fueron mucho mejores tampoco.

Y si ha habido un mal de difícil parangón, este ha sido el del espionaje masivo (literalmente, sin precedentes) por parte de la NSA, que tuvo como víctimas a los ciudadanos de Estados Unidos y del mundo. De hecho, se descubrió que tenían vigilados y pinchados los teléfonos hasta de líderes mundiales como Angela Merkel y Dilma Roussef. Sin embargo, el gobierno de Estados Unidos no tomó ninguna represalia contra la NSA ni contra ninguno de sus directivos. Al que sí persiguió, en cambio, fue al ‘whistleblower’, al denunciante; esto es, al agente que tuvo la valentía ciudadana de denunciar el descomunal abuso, Edward Snowden. Pero entonces el presidente no era Trump. Era también Obama.

De hecho el Departamento de Justicia de Obama procesó a más denunciantes del gobierno y a fuentes de prensa, haciendo uso de la Ley de Espionaje, que todos sus antecesores juntos.

Trump ha sido sin duda el presidente de la retórica más anti-inmigrante, pero el “deportador en jefe”, como le llamaban, fue Obama, que en sus dos mandatos deportó a más de 3 millones de personas; con diferencia, la mayor cantidad en la historia de Estados Unidos. Según cifras del Instituto Cato, el gobierno de Trump deportó a poco menos de 552.000 personas.

Nada de esto exime a Trump de sus propios abusos, de su prepotencia y mucho menos del impresentable desafuero que propició el pasado 6 de enero en el Capitolio. Pero que haya sido un mal sin precedentes en la otrora inmaculada democracia estadounidense, y una mancha indeleble en el virtuoso e incorruptible Washington DC, es francamente irrisorio.

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