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¿Qué pasa si Trump pierde las elecciones pero se niega a ceder?

Un resultado controvertido y el riesgo de disturbios civiles plantearían un escenario de pesadilla para el Congreso, los tribunales y el ejército de EEUU

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17 de septiembre de 2020 a las 16:06

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Katrina Manson y Kadhim Shubber

Mientras los estadounidenses se preparan para emitir su voto en las elecciones del 3 de noviembre, se cierne un escenario de pesadilla: ¿qué pasaría si Donald Trump perdiera la presidencia pero se negara a aceptar la derrota?

Trump se ha negado repetidamente a comprometerse a aceptar el resultado de las elecciones, ha pronosticado un fraude generalizado y ha afirmado que los resultados de la votación por correo –que se espera que aumente debido a la pandemia de coronavirus– podrían no conocerse "durante meses o años".

Su rival demócrata Joe Biden ha acusado a Trump de intentar robarse las elecciones y afirmó que el ejército lo escoltaría de la Casa Blanca si se negaba a irse.

Con el escenario listo para un enfrentamiento dramático si hay un resultado reñido, una crisis constitucional podría desarrollarse en medio de violentos disturbios en las calles, los cuales ya han estallado en varias ciudades estadounidenses en los últimos meses.

La Corte Suprema y el Congreso podrían desempeñar un papel en la determinación de quién va a asumir la Oficina Oval. Pero los expertos en derecho enfatizan que la resolución de una elección en disputa debe reducirse a la buena fe y a la voluntad de llegar a un compromiso. En resumen, un candidato y su partido tendrían que aceptar que han perdido.

Edward Foley, profesor de la Universidad Estatal de Ohio quien ha estudiado las vulnerabilidades del sistema electoral estadounidense, dijo que ambas partes han definido la elección como una prueba existencial para el país, lo cual “dificulta admitir la derrota”.

Mucho depende del carácter y los cálculos de Trump y Biden, aunque ninguno podría disputar las elecciones sin el respaldo de las organizaciones partidistas estatales y federales.

No sería la primera vez en la historia reciente que la clase política estadounidense ha librado una guerra legal después del día de las elecciones. En el 2000, las batallas judiciales entre George W. Bush y Al Gore por el conteo de votos en Florida se intensificaron hasta la Corte Suprema, que falló a favor de Bush al detener un recuento. Gore le concedió la victoria al Bush, en vez de escalar la lucha al Congreso.

David Boies, quien defendió a Gore en la Corte Suprema, dijo que pensaba que era poco probable que la máxima corte de EEUU intervendría nuevamente para decidir el resultado. Según la constitución, el Congreso tiene la responsabilidad de contar los votos del Colegio Electoral.

Cualquier disputa electoral probablemente se desarrollará en tres fases después del día de las elecciones. Los estados tienen hasta el 8 de diciembre para resolver cualquier disputa sobre el voto, y los electores estatales emitirán sus votos en el Colegio Electoral el 14 de diciembre.

El Congreso recién elegido entonces tabula esos votos el 6 de enero, en una sesión conjunta dirigida por Mike Pence, el vicepresidente en ejercicio que también es el presidente del Senado.

Si todavía no hubiera un acuerdo, EEUU entraría en una tercera fase profundamente desestabilizadora, similar a la disputada elección de 1876 cuando varios estados enviaron votos contradictorios de los colegios electorales al Congreso y la crisis solo se resolvió dos días antes de la inauguración.

En el caso de que no se elija ningún presidente para el día de la toma de posesión el 20 de enero, un presidente interino asumiría el cargo provisionalmente. Según las leyes de sucesión, sería Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara y demócrata, si conserva su puesto en el nuevo Congreso.

Pero tanto los republicanos como los demócratas podrían afirmar que su candidato es el ganador claramente elegido, lo cual significa que Pelosi no podría intervenir. Determinar el resultado en un escenario sin precedentes dependería de la presión política y popular y, en última instancia, de un compromiso.

Los funcionarios temen que tal incertidumbre en medio de las altas expectativas de victoria de cualquiera de las partes corre el riesgo de provocar disturbios civiles que aumentarían la presión para que una de las partes ceda. También podría enfrentar a los militares contra los civiles que han tomado las calles.

El liderazgo del Pentágono ha insistido en que el ejército estadounidense no tiene ningún papel que desempeñar en ninguna disputa electoral y ha desalentado abiertamente a Trump de invocar la ley de Insurrección de 1807, que le daría la autoridad para desplegar tropas para sofocar cualquier malestar civil.

Sin embargo, en una carta abierta publicada el mes pasado, dos estrategas militares de gran prestigio, ambos veteranos del ejército, sugirieron que el general Mark Milley, el principal oficial uniformado de EEUU, debería ordenar al ejército estadounidense a destituir a Trump por la fuerza si se niega a dejar el cargo.

Kori Schake, un experto en relaciones cívico-militares en el conservador American Enterprise Institute, descartó esa propuesta como inconstitucional y peligrosa. Si alguien escoltara a un presidente perdedor de la Casa Blanca, sería el Servicio Secreto, no el ejército.

Pero Schake dijo que estaba preocupada de que Trump podría avivar la violencia en las calles, “protestas armadas fomentadas por el presidente”.

En caso de disturbios civiles, cualquier papel de los militares probablemente se centraría en la Guardia Nacional, la fuerza de reserva de 450 mil efectivos de las comunidades locales que se desplegó en las calles este verano cuando algunas protestas contra el racismo se volvieron violentas.

El general Milley, quien no tiene tropas bajo su mando, pero quien es el principal asesor militar de Trump y presidente del Estado Mayor Conjunto, ha dicho públicamente que no obedecería una orden ilegal. En junio, se disculpó por aparecer junto al presidente en uniforme de batalla después de que manifestantes pacíficos fueron retirados por la fuerza afuera de la Casa Blanca.

En una respuesta por escrito a dos miembros demócratas del comité de servicios armados de la Cámara de Representantes publicada a fines del mes pasado, descartó la idea de que los militares desempeñarían algún papel en la determinación de la presidencia, diciendo que los tribunales y el Congreso tendrían que resolver cualquier disputa.

Mark Esper, el secretario de Defensa, no ha abordado el tema. Pero en junio provocó la ira de Trump por argumentar en contra de invocar la ley de Insurrección.

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