Cantor y fueye para siempre

Hace cinco años el tango despedía a su último gran arrabalero: Rubén Juárez

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01 de junio de 2015 a las 11:34

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Hay pocos instrumentos de tan compleja ejecución que uno no se hace la idea lo que significa darle al fueye y entonar al mismo tiempo. Este detalle, para nada menor, lo convierte en un músico único, como instrumentista y cantante. Por algo se ganó el padrinazgo de Aníbal Troilo, de cuya muerte se cumplieron 40 años el pasado 18 de mayo. "Pichuco" fue mucho más que su mentor. "A lo mejor vos sos el hijo que nunca pude tener", le confesó alguna vez al joven Juárez y eso es suficiente para empezar a entender el vínculo entre ambos.

Los restos de Rubén Juárez fueron incinerados y, a pedido del artista, según declaró su hijo Leandro durante el velatorio en la Legislatura porteña, se esparcieron en las cuatro ciudades que el músico más amó: Buenos Aires, Villa Carlos Paz (donde residía desde 2002), Madrid y Montevideo. Sí, Montevideo fue uno de los lugares que Juárez más quiso en el mundo.

Montevideo fue un reducto entrañable para él, ya que en esta ciudad compareció en decenas de trasnochadas, que se iban forjando como una fiesta de la amistad y una trampa para el espíritu y la salud. En Uruguay la presencia de Juárez (la mayoría de las veces) no estaba asociada a una actuación formal y su consiguiente remuneración económica, sino que lo atraía el cariño que había prodigado y cosechado de este lado del río.

Le gustaba mucho tocar, pero también disfrutaba que otros cantaran. Era un tipo generoso, dicen quienes compartieron reuniones y asados con él. No le costaba cumplir cuando la barra pedía algún tema. También improvisaba como pocos, rey de ritmos sincopados y melodías dentro de melodías. Jugaba con los clásicos hasta el hartazgo, los redescubría a cada instante y marcaba su vigencia.

En esos escenarios improvisados de noches montevideanas, Juárez cantó con Lágrima Ríos y muchas veces con Gustavo Nocetti, su ahijado oriental en Buenos Aires. No son pocos los parroquianos que cuentan que las mejores versiones de Juárez las escucharon allí, con un brindis sincero y un grito de guerra como corolario del rosario de canciones: ¡viva el tango!
Es un tipo cariñoso, decían cuando fuimos a ver a Rubén Juárez por primera vez. En El Lobizón volaban los abrazos y los besos. "¿Cómo andás, mi amor?", y poco a poco sus conocidos se iban acercando al boliche montevideano que supo convocarlo tantas veces. Allí estaban sus viejos amigos, los del tango y los del fútbol. Rubén Paz, ídolo en el Racing Club de sus amores, solía ir a verlo siempre que podía.

Éramos más bien pocos aquella noche, pero el hombre tocó como para una multitud. Es difícil olvidar a un cantor tan apasionado, que deja la vida en cada nota y goza a pleno de los conciertos domésticos.

Hace hoy exactamente cinco años el tango perdió a su último gran arrabalero. A los 62 años, el cáncer de próstata acabó por ganarle a Juárez y se llevó a un maestro que dejó huella. Porque las hizo todas: tocó con los más grandes, grabó 17 álbumes, trasnochó cuanto pudo, abrió un bar en Palermo, marcó una época musical cuando el género no sabía qué camino tomar. Y le puso el corazón a cada empresa, convencido de que valía la pena el esfuerzo.

Una combinación imposible


¿Cómo hizo para tocar el bandoneón y cantar al mismo tiempo? Eso es mágico. Y no queda otra que creerle cuando entona el comienzo de Mi bandoneón y yo: "A veces se me hace que nació conmigo/ y durmió en mi cuna pegado a mis pies".
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