Diego Battiste

De Mujica para Mujica: solo le pido que arrime verdades

En diciembre, pocos días antes de fin de año, se cumplieron 49 años del asesinato del peón rural Pascasio Báez

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09 de enero de 2021 a las 05:04

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Se dice que su homicidio ocurrió el 21 de diciembre de 1971, aunque esa fecha no esté confirmada de forma oficial. Lo que sí es seguro es que su cuerpo fue encontrado recién siete meses después, el 22 de junio de 1972.

Quienes asesinaron a Pascasio Báez lo hicieron “desaparecer”. Solo el testimonio de un arrepentido permitió ubicarlo. Con el asesinato de ese desgraciado trabajador, el MLN-Tupamaros cayó en todo lo que hoy se repudia en materia de derechos humanos: el uso de la violencia armada sobre civiles inocentes, el asesinato de un prisionero indefenso, la crueldad de ocultarle el cuerpo a sus deudos.

¿Qué había hecho Pascasio para merecer un final tan horrible? Nada.

En cumplimiento de sus labores de pobre asalariado rural, Báez se topó por casualidad con un escondite tupamaro, la tatucera “Caraguatá”, construida por la guerrilla en la estancia Spartacus, en Maldonado. Y pagó esa suerte con su vida.

Eso ocurrió porque la violencia hizo del MLN algo mucho más complejo y oscuro que el carismático Robin Hood que construyó la leyenda complaciente.

“El concepto era que una cosa, como podían ser una tatucera o una caja de balas, valían más que una vida”, admite Luis Alemañy, quien supo ser uno de los más adiestrados comandos militares del MLN, en el libro “Historias tupamaras”.

En lugar de abandonar el Caraguatá y construir una nueva tatucera en otro lado, el MLN decidió asesinar a Báez, el prototipo del hombre por el cual sus líderes y militantes decían haberse levantado en armas.

Luego escondieron el cadáver, para nunca jamás admitir el crimen. La misma lógica que otros asesinos tomarían luego en los cuarteles. La familia Báez buscó a Pascasio con desesperación y su padre enloqueció en esos siete meses.

La historia oficial tupamara suele culpar por este crimen a los militantes que estaban en el Caraguatá y/o a Mario Píriz Budes, un integrante de la dirección al que acusan de traidor.

No han faltado quienes –en un abismo ético deplorable - han intentado denigrar a Pascasio, inventándole historias: que era borracho, informante de la policía y otras infamias. Patético y vergonzoso.

Pero todas esas explicaciones cómodas y fáciles chocan con múltiples testimonios y evidencias que indican que el destino del desdichado peón rural fue discutido por la propia dirección del MLN y que fueron sus integrantes –los líderes de la guerrilla- quienes tomaron la decisión de asesinar a Báez, incluso con la oposición de algunos de los militantes que estaban en el Caraguatá.

En las últimas ediciones de la revista digital “Posta porteña” se publicaron dos testimonios en ese sentido.

El MLN hasta ahora ha guardado silencio. No hay una versión oficial –mucho menos una autocrítica o disculpa sincera de la Orga- por este cruel e infame asesinato.

Pasa lo mismo con muchas otras víctimas de la guerrilla: Roque Arteche, Jaime Orosa, Juan Andrés Bentancor, por poner solo tres de decenas de ejemplos.

En mi libro “Herencia maldita” reconstruí cómo y por qué el MLN asesinó a Bentancor, otro humilde laburante, en este caso urbano, capataz de la fábrica de plásticos Niboplast.

También por haber cumplido con su trabajo, lo emboscaron en una esquina de Brazo Oriental, lo mataron en plena calle mientras volvía de ganarse el jornal, lo dejaron tirado junto con unos volantes infames.

Hace poco, cuando en el Senado se votó la posibilidad de desaforar a Guido Manini Ríos, el expresidente José Mujica se reservó la última palabra de esa histórica sesión. Le dijo a Manini:  “Lo que más me preocupa decirle, comandante, general, senador: se nos va el tiempo la vida, vamos quedando demasiados pocos de aquellos años; no le pido justicia, le pido que arrime verdades”.

Lo notable del caso es que lo mismo que con razón Mujica le pidió a Manini Ríos, se le puede pedir a él mismo.

Ya va siendo hora de sincerar lo ocurrido con Pascasio, con Arteche, Orosa, Bentancor y tantos otros.

En octubre, pocos días después de aquella sesión del Senado, tuve la fortuna de poder entrevistar a Mujica junto con mis compañeros de “Desayunos informales”.

Le pregunté: ¿Acaso no le parece que lo mismo que le pidió a Manini se le puede pedir a usted mismo?

Le puse el ejemplo concreto de Bentancor y de cómo para sus familiares conocer la verdad es tan importante como para aquellos que tienen víctimas del terrorismo de estado de la dictadura.

Mujica dijo que él podría averiguar alguna cosa y me invitó a la chacra para conversar ese asunto. “Si lo quiere averiguar conmigo, venga y hable. Yo le puedo dar algún rumbo”.

Han pasado casi tres meses y a pesar de múltiples intentos, aun no pude agendar la cita, que supongo en algún momento cercano podrá concretarse.

Mujica sabe la importancia de predicar con el ejemplo. Por todo lo que el expresidente representa, en Uruguay y fuera de fronteras, un gesto suyo podría dar un gran impulso al tan esquivo proceso de “arrimar verdades”.

Y si no resulta, al menos podrá decir que hizo todo lo posible.

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