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13 de septiembre de 2019 a las 05:03

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Los debates entre los candidatos vigorizan a una democracia. Por eso es que valoramos que los líderes de los diferentes partidos políticos se hayan mostrado más dispuestos que en otras épocas comiciales a exponer y discutir entre ellos las ideas que los animan, y confrontar ideas y programas de gobierno. 

Pero la falta de debates provocó un entusiasmo apresurado, sin que reflexionemos un poco sobre los electores.

Nos parece que no estamos planteando correctamente el uso de esta herramienta de comunicación política que puede ser magnífica si tiene un desenvolvimiento apropiado. No solo por la aprobación de una ley que hace obligatorio el ejercicio del debate en segunda vuelta, sino por la dinámica que ha tenido desde las elecciones internas de los partidos políticos.

En la página web debatesinternational.org –que ofrece información y estudios de todo el mundo sobre la organización de discusiones entre candidatos para una variedad de cargos– la mayoría absoluta de los casos –por no decir todos– se refieren a debates adecuados al ciclo electoral.

Un ejemplo podría ser el de los actuales debates en televisión entre los competidores de la interna del Partido Demócrata, en EEUU, cuyo ganador deberá enfrentar al presidente republicano Donald Trump.

En ese sentido, el debate realizado entre Ernesto Talvi (Partido Colorado) y Óscar Andrade (Frente Amplio), durante las internas partidarias, sirvió mucho más para posicionar a ambos dirigentes ante la opinión pública, pero mucho menos a los votantes de ambas colectividades políticas.

El debate justo hubiera sido entre los postulantes de cada partido.

Lo mismo podemos decir de la propuesta de un debate entre el ahora candidato Talvi y el ministro de Economía, Danilo Astori, que es un muy importante líder del Frente Amplio, pero no es un postulante a la presidencia. 

Los protagonistas deberían ser los presidenciables de los partidos políticos como ocurre en EEUU, Brasil, Chile, España, Francia, México, Reino Unido, etc.

Los debates siempre son útiles, pero mucho más si los protagonistas son quienes están compitiendo por el mismo cargo. 

No estamos diciendo que definan una elección, pero, bien organizados, son potentes. Además de que mejoran los conocimientos políticos de los votantes, permiten evaluar las competencias de los postulantes a la hora de responder preguntas de periodistas o del público, apreciar la personalidad y el temperamento de los eventuales jefes de Estado y de gobierno, y hacerse una idea sobre cómo podrían gestionar desafíos inesperados. 

Un debate no solo tiene que favorecer a los políticos, que en general definen su participación o no en función de las encuestas y de los asesores de comunicación o publicidad. 

Tenemos que levantar la mira y pensar en el público; en el aporte a los ciudadanos, particularmente a los electores indecisos y a quienes no se sienten identificados con ningún partido. 

Un debate a la “vieja escuela”, como dice un editorial de los Ángeles Times, que se inició con la contienda entre Kennedy y Nixon, el 26 de setiembre de 1960, es una herramienta de comunicación que humaniza a los candidatos, incluso a quienes se ciñen a un libreto –lo que también dice mucho– y ayuda al votante a estar más informado a la hora de introducir el sobre en la urna. Eso si, no hace falta que sea obligatorio, como se ha hecho en Uruguay en forma errónea.

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