El resultado electoral y su parecido con un partido de ajedrez que termina en tablas

Los demócratas dominaron buena parte del juego pero no fue "la gran ola azul" que esperaban

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10 de noviembre de 2018 a las 05:04

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No fue “la gran ola azul” que esperaban los demócratas, la avalancha de votos que arrebataría a los republicanos ambas cámaras en el Capitolio y reprobaría de un modo categórico la gestión de Donald Trump, dejándolo a un paso del impeachment. Las elecciones de medio mandato del martes 6 dejaron en los demócratas una sensación más parecida a recibir un empate de atrás en fútbol, o a lo que en ajedrez serían unas tablas después de haber dominado las acciones durante buena parte de la partida. 

Ciertamente ganaron 26 bancas en la Cámara de Representantes y se alzaron con la mayoría allí después de 10 años de dominio republicano. Además de haber logrado movilizar —y en algunos estados, incluso, entusiasmar— a sus votantes, que acudieron a las urnas en números récord para unos comicios de medio término. 
Sin embargo, los republicanos retuvieron el control sobre el Senado y lograron prevalecer en algunas contiendas clave, tanto a la Cámara Alta como a un par de gobernaciones que los demócratas codiciaban con afán; por un lado, para enviar a la Casa Blanca de Trump una clara señal de descontento de la ciudadanía; y por el otro, para asegurarse la reorganización de ciertos distritos electorales decisivos de cara al censo de 2020. 

Este era el caso de las gobernaciones de la Florida y de Georgia, que los demócratas necesitaban ganar para diseñar un mapa de circuitos distritales más favorable, ya que en los últimos 20 años los republicanos se han redibujado ambos estados a piacere. Pero los dos candidatos demócratas a gobernadores fueron derrotados en sendas contiendas.

Y luego, tres elecciones de altísimo voltaje y exposición nacional en la campaña al Senado también las perdieron: en Texas el senador republicano y ultraconservador Ted Cruz logró salvar su silla por poco, ante el pujante desafío del joven demócrata de El Paso Beto O’Rourke que electrizó la campaña con su carisma; y que con un discurso progresista, estuvo a punto de desbancar al republicano en el corazón del conservadurismo estadounidense.  

No fue “la gran ola azul” que esperaban los demócratas, la avalancha de votos que arrebataría a los republicanos ambas cámaras en el Capitolio y reprobaría de un modo categórico la gestión de Donald Trump 

En la Florida, el candidato republicano Rick Scott logró arrebatarle la banca al senador demócrata Bill Nelson por menos que un suspiro. Y en Indiana, el candidato republicano Mike Braun mandó para su casa al senador demócrata Joe Donnelly, a quien ni la presencia y fuerte campaña en el estado del expresidente Barack Obama pudo rescatar del despeñadero. 
Así, los del viejo Grand Old Party se alzaron con dos nuevos escaños en la Cámara Alta y retuvieron el que estaba en disputa en la contienda más emblemática de estas elecciones. 
Aunque los demócratas lograron asestar valiosos golpes contra la agenda anti-inmigrante de Trump, por la diversidad de sus candidatos triunfadores en varios distritos, y su nueva mayoría en el Congreso reposiciona su poder en Washington y les otorga sin duda un claro mandato para fiscalizar al presidente, un empate parece ser el resultado que más se ajusta al veredicto de la urnas.

La gran pregunta ahora es si eso les da también la potestad de investigar a Trump para llevarlo hasta un juicio político, como quieren algunos legisladores demócratas y piden muchos de sus votantes; incluso, no pocos lo hacen desde los medios masivos. Y de no llegar a ese extremo, si el nuevo escenario en el Capitolio complicará las chances del presidente tanto para sacar adelante su agenda de gobierno como para ser reelegido en 2020.

Los votantes estadounidenses suelen quitarle al partido del presidente la mayoría en la Cámara Baja en las primeras elecciones legislativas tras su arribo a la Casa Blanca. Es una manera de cruzarle el cheque, de mantenerlo a raya y recordarle que hay una serie de contrapesos que debe respetar. Esa ha sido tal vez la característica más saliente del electorado en la historia reciente. Se lo hicieron a Bill Clinton en 1994, mandándole a Washington al combativo “Contract with America” encabezado por Newt Gingrich, que lo llevó al borde del nocaut por asuntos de alcoba; o mejor dicho, de Oficina Oval sorprendido en fuera de lugar. Se lo hicieron luego a George W. Bush, poniendo en el Congreso a los demócratas de la no tan confrontativa Nancy Pelosi, quien ahora también muy probablemente sea quien presida la Cámara de Diputados en la legislatura entrante. Y se lo hicieron a Obama, enviándole contra rembolso a los radicales del Tea Party que le hicieron la vida imposible y no lo dejaron gobernar.  Todos ellos, presidentes que lograron luego la reelección y concluir su segundo mandato. Le pasó incluso a Ronald Reagan (sin duda, junto a Eisenhower, el presidente más fuerte del medio siglo), a quien los votantes le negaron la mayoría en el Congreso desde el vamos, nunca se la otorgaron a su partido durante su presidencia y debió negociar todo el tiempo con el sabio, afable y pragmático Tip O’Neill en el Capitolio. Eran otros tiempos.

Ahora con Trump, los demócratas tienen en la Casa Blanca a un rival cuyo carácter pueden atacar; un presidente además con investigaciones en curso en su contra y cuya figura polariza a la opinión pública. Un poco lo que los republicanos tuvieron en los noventa con Bill Clinton en la presidencia, pero multiplicado por la propia personalidad de choque de Donald Trump y su discurso divisivo.
Nancy Pelosi, sin embargo, ha sido bastante cauta al respecto. “Yo no creo que se deba llevar a un presidente a un impeachment solo por razones políticas”, dijo el jueves 8  por la noche durante una entrevista con Chris Cuomo en la CNN. Y en general, esa parece ser la actitud de la vieja guardia de los demócratas. Saben que eso sería entrar en una guerra judicial con los republicanos (expertos en esto de judicializar las diferencias políticas), ahora que, tras la destitución de Jeff Sessions, tendrán otra vez al Departamento de Justica totalmente de su lado para empezar a repartir citaciones contra los dirigentes de la campaña de Hillary Clinton y exfuncionarios de Justicia del gobierno Obama por la financiación de campañas, el escándalo de los correos electrónicos y otras irregularidades por las que también han sido investigados.

Los votantes estadounidenses suelen quitarle al partido del presidente la mayoría en la Cámara Baja en las primeras elecciones legislativas tras su arribo a la Casa Blanca. Es una manera de cruzarle el cheque, de mantenerlo a raya y recordarle que hay una serie de contrapesos que debe respetar 

Sin embargo, hay varios congresistas demócratas, como el neoyorkino Jerry Nadler y la californiana Maxine Waters, entre otros, que buscarán por todos los medios llevar a Trump a un juicio político. Pelosi tendrá que ver cómo hace para apaciguar a sus backbenchers. Pero en cualquier caso, como ella misma sugirió en la entrevista con Cuomo, todo dependerá de los hechos: “Si se hace evidente que el presidente debe ser enjuiciado, deberá ser evidente para el gran público, y en todo caso (el impeachment) debería llevarse adelante solo de común acuerdo entre ambos partidos”.

A pesar de esa elegante bajada de balón, si se recalienta el estofado de la llamada trama rusa, que el fiscal Robert Mueller lleva dos años investigando sin resultados, o prosperara alguna investigación en el Congreso sobre los sospechosos impuestos de Trump, con el eco desmesurado que ello recibiría en los medios de comunicación, es probable que volvamos a ver en Estados Unidos otro circo como el que a fines de los noventa puso a Bill Clinton en la picota. Y es probable que también con el mismo resultado: condena en la Cámara de Representantes y absolución en el Senado. 

Así las cosas, varios pueden ser los desenlaces para Trump en un escenario de confrontación abierta dentro del Beltway. Lo que sí es un hecho es que ahora deberá, cuando menos, negociar su agenda con los demócratas, que buscarán impulsar sus propios proyectos en materia migratoria, vivienda, salud, dreamers y otros temas sensibles de la agenda liberal. Del muro que pretende levantar en la frontera sur, ya se puede ir despidiendo; los demócratas no le van a aprobar los fondos. El resto, deberá negociarlo prácticamente todo, excepto por la política exterior. ¿Habrá presencia de ánimo de ambas partes para ello? Difícil saberlo. Lo más probable es que prevalezca la confrontación y los señalamientos, aun si Trump logra sortear los durísimos escollos que tiene por delante.

Cinco mil millones de dólares fue el gasto de las elecciones de medio mandato en Estados Unidos, según datos oficiales.

Otra cosa que estas elecciones han dejado en evidencia son las escandalosas cifras en la financiación de campañas. Se gastaron la friolera US$ 5.000 millones. Y por todo lo atractivo que pueda resultar la figura y el mensaje de O’Rourke en Texas, su campaña al Senado fue una muestra de todo lo que está mal en la democracia estadounidense. Gastó US$ 60 millones, tras haber recaudado US$ 70 millones de empresarios de todo el país que inundaron el estado con obscenas contribuciones a su campaña.

No es nuevo, desde luego. Se trata del peor flagelo de la democracia moderna, en Estados Unidos y en todas partes. Pero estas elecciones de medio término llevaron el despropósito de la financiación de campañas a un nuevo nivel. Ahí no empata nadie. Ahí perdemos todos y ganan muy poquitos. 

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