Epígrafe: tres novelas del 2022 con premios bajo el brazo

La edición de julio de Epígrafe está dedicada a tres novelas que fueron premiadas en los últimos meses: El tercer paraíso, El baile y el incendio y Si las cosas fuesen como son

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28 de julio de 2022 a las 13:01

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En el libro Llamadas telefónicas, de Roberto Bolaño, hay un cuento titulado Sensini en el que el chileno apunta y dispara contra el ecosistema de los concursos literarios en España. En su historia hay un escritor —Sensini, el del título— que envía relatos a todos los certámenes posibles para poder ganarse unos pesos extra, pero lo llamativo es que él ya es un autor consagrado. El personaje –basado en la figura del argentino Antonio Di Benedetto– empieza una relación por correspondencia con el narrador del cuento –alter ego de Bolaño–, que presa de la extrañeza que le genera este hombre comienza a entender muchas cosas sobre la vida y la escritura.

Sensini que si te interesó, lo podés leer en este link— es más que un relato que ironiza sobre el mundo de los premios en la literatura, pero a los efectos de la entrega de Epígrafe de este mes viene al caso: Bolaño, que durante mucho tiempo vivió del dinero que obtenía por sus obras en concursos pueblerinos y locales, le hinca el diente a un sistema que siempre está bajo la lupa y no pocas veces genera polémica y debates transpirados. Fijate, sino, en lo que pasó en la última edición del premio Planeta: una historia de seudónimos y acusaciones cruzadas que sonó fuerte y que expliqué, hace algún tiempo atrás, en esta nota que dejo por acá.

Justamente, son los grandes premios los que más veces se someten al escrutinio público. Son los que aportan sumas en metálico más cuantiosas —el Planeta paga más que el Nobel, sin ir más lejos—, los que pueden impulsar o terminar de consolidar una carrera, y los que en muchos casos mueven la aguja del mercado. Hoy, ganar el Alfaguara, el Herralde, el Booker o el Goncourt es una marca de fuego que acompañará al autor o autora para siempre. Y al margen de las acusaciones ocasionales —que están arreglados, que se dejan llevar por el lobby de las editoriales, que el sistema de seudónimos es menos fiable de lo que aseguran, que hay preferencias— está claro que siguen siendo un termómetro más que interesante para entender por dónde van los tiros en la industria editorial hoy.

En este caso, Epígrafe toma el tema y se zambulle en tres títulos premiados del 2022: dos internacionalmente, uno en nuestro país. Son tres obras destacables que se pasean entre la autoficción y la ficción pura, la construcción histórica del presente y que están protagonizadas por personajes que se encuentran, en algún sentido, a la deriva, ya sea profesional, familiar, amorosa o espiritualmente.

¿Cuáles son? Paso lista: 

  • Si las cosas fuesen como son, de Gabriela Escobar
  • El baile y el incendio, de Daniel Saldaña París
  • El tercer paraíso, de Cristian Alarcón

Tres novelas, tres premios

1.

Hay una generación de autores nacionales, que en su mayoría rondan la treintena, que encontró su voz. 

Esta voz es una que vincula más que nunca la literatura y la vida propia, que entiende los mecanismos y abraza a la narración fragmentada, que deja entrar el dolor con ganas y que lo contrapone, o bien con una ironía desatada o con un cuidado de la palabra dedicado. El sangrado propio domina buena parte de esa escritura: es un eje, o una guía.

En esa línea –donde están Gonzalo Baz y Los pasajes comunes, Rafaela Lahore y Debimos ser felices, Leonor Courtoisie e Irse yendo, entre otros– se encuentra la debutante Gabriela Escobar, que con su primera novela, titulada Si las cosas fuesen como sonse llevó el Premio Onetti en la categoría narrativa. Para los despistados, el Onetti premia manuscritos inéditos y suele ser un buen trampolín para los autores noveles. En este caso lo fue.

En su primera novela, Escobar se presenta con una historia de rupturas y nuevos horizontes, en la que la narradora debe mudarse otra vez a la casa de su madre y recuperar el ritmo de un universo que abandonó con gusto hace tiempo, y en el que dominan sus hermanos pequeños y la matriarca, llamada en la ficción como La Tumbona. En Si las cosas fuesen como son está la mirada extrañada sobre los objetos y las personas, la imposibilidad de acoplarse a ese ser materno, la idea del balneario y la casa de la playa, el choque con un ecosistema pasivo-agresivo, la respuesta mordaz; Escobar encadena así retazos de una experiencia a partir de imágenes evocadoras, pasajes y paisajes construidos con pulso firme y una capacidad para ironizar y divertirse con el dolor propio y ajeno que, cuando se suelta y deja atrás la solemnidad, le da forma a los mejores momentos de una historia que se lee de un tirón.

«Huyo de mi madre como de una infección. Cuando está cerca se me aprieta el cuerpo y camino con los dedos retraídos, como si el piso estuviera congelado o pegajoso. Querría desabrocharle la camisa, desprenderle la piel, abrir los tendones hasta encontrar, acurrucado entre sus órganos, un acorde suave, una miga de belleza y felicidad.»

Escobar solo había publicado poemas antes de esta novela, y su entrada en el panorama de las letras nacionales mantiene las preferencias narrativas y el registro fresco de sus congéneres, con una nota ácida que, al terminar el libro, se queda en la punta de la lengua. Y se disfruta.

2.

En mi horizonte de lector, los premios internacionales suelen ser una puerta de entrada a autores nuevos. Me pasó con Andrés Barba, que ganó el Herralde con República luminosa, o con Guadalupe Nettel, que se llevó el mismo premio con la hermosa Después del invierno. Este año me volvió a pasar: había escuchado y leído sobre el mexicano Daniel Saldaña París antes, pero nunca le había dedicado una atención real hasta que me crucé con El baile y el incendio, finalista en 2022 del premio Herralde de novela que entrega la editorial Anagrama. Ahora necesito leer todo lo que haya salido de esa cabeza.

La novela se ubica en la ciudad de Cuernavaca, México, en una época donde los incendios estallan y cercan a la población. El humo naranja se ve desde todas las casas y la idea del fuego, a poca distancia pero todavía invisible, es una amenaza latente que cruza todas las experiencias y conversaciones. Y que inyecta en todos un miedo raro, como salido del centro de la Tierra. En ese escenario aparecen tres personajes: Natalia, Erre y Conejo, un trío amigo de la época del liceo que con los años se fue separando y, por cosas de la vida, vuelven a encontrarse otra vez en su ciudad natal en medio de esta situación apocalíptica. Entre ellos hay cruces amorosos, el deseo que se dispara para cualquier lado, las brasas de un pasado que se reavivan con el calor del infierno de Cuernavaca y algunos instantes de baile desenfrenado. 

El baile y el incendio operó de formas raras mientras estaba ensimismado con su lectura. Me duró apenas un fin de semana, pero sentí que acompañé a los tres personajes durante años. Los sentí muy cerca, los escuché hablando y discutiendo sus crisis frente a mí, rumiando el inminente apocalipsis ígneo que se les viene encima. Eso no me pasa seguido. Y cuando pasa, me gusta. Mucho.

Hubo momentos en que el texto me conmovió profundamente. Y eso que Saldaña París no se pone a dar volteretas sentimentales para desatar ese tipo de reacciones; en realidad, la manera en la que presenta a sus personajes y los pone a interactuar con ese entorno desquiciado en el que viven es hasta inquietante. Pero algo me removió. Quizás la sensación de paraíso perdido que cruza la historia, el destino tragicómico de estos tres amigos condenados a separarse y unirse –y en el medio, herirse y pasarla bien al mismo tiempo– hasta el fin. O hasta un final perfecto, que eleva todo lo anterior y consagra a El baile y el incendio como uno de los libros del año. Ya está, junto a Un futuro anterior de Mauro Libertella y algún título más, entre mis favoritos del 2022.

Dejo a Daniel Saldaña París con el pasaje de la novela que más me caló. Lo recorté un poco porque es largo y sé que tampoco hay tanto tiempo para leer en esta época de humedad y aceleración, pero no merecía mi tijeretazo. Lo más fiel hubiese sido pegar la historia de estos tres amigos de forma íntegra. Pero no se puede y este es mi homenaje:

«La calle de Conejo me trae recuerdo de épocas más amables, de cuando estudiábamos juntos en el Arcadia y pasábamos mucho tiempo en su cuarto, acostados sobre la alfombra gris con los pies sobre su cama, lado a lado, la sangre fluyendo hacia la cabeza, platicando de nada, imaginando un futuro más dichoso que este demorado final en el que vivimos, plagado de incendios, balaceras y totalitarismos apenas camuflados. Fumábamos allí tendidos y pasaban las horas y, en lugar de ir a la escuela, mirábamos el techo y fantaseábamos con ir a Sudamérica –porque solo los ricos y tontos van a Europa–, a conocer mujeres y hombres y besarlas y besarlos y probar raíces alucinógenas de la Amazonía en contexto ritual y, quizás, también, a encontrar trabajo en una ciudad soñada, como Buenos Aires o Río, donde lograríamos hacer de nuestra vida adulta una sucesión de epifanías. Luego llegaba el papá de Conejo, que en esa época todavía no estaba del todo ciego pero sí con una miopía importante, y nos preguntaba por qué no estábamos en la escuela o haciendo algo productivo, pero no hacía falta responderle porque no había, aunque la buscáramos, una respuesta satisfactoria: estábamos allí porque sabíamos estar en los lugares de forma rotunda, como las piedras; como los perros que se tiran al sol, junto a las tortillas secas, en las banquetas de los pueblos terregosos y entrecierran los ojos y se quedan inmóviles hasta que cae la tarde; como los niños que se insolan en verano, jugando en un terreno baldío, y vuelven de noche a casa con la nuca hirviendo y la sensación de haber pasado la vida entera enredados en juegos y disputas que parecen –son– más importantes que la vida misma. Esos éramos. Dos adolescentes tumbados en una alfombra que habían, sin querer, refutado a Copérnico, porque el centro del universo conocido era ese cuarto, esa luz, esa risa estentórea de Conejo. Eso éramos y esa casa, hacia la que ahora avanzo por el lado sombreado de la calle, era la casa donde podíamos serlo, de espaldas a todas las guerras. Y en esa casa –a la que me acerco cubierto de sudor y adolorido, con mi camisa negra y apestosa– se forjó nuestra amistad y también Natalia entró en el círculo de esa complicidad casi a prueba de conflictos, que solo el tiempo ha ido decolorando, como lo decolora todo. Toco timbre.»

3.

Para el final, un salto: el de Cristian Alarcón, que pasó de la crónica y el periodismo a la ficción de un día para el otro, y que antes de terminar de caer ya tenía el último premio Alfaguara bajo el brazo. El tercer paraíso le dio a este autor chileno radicado hace varios años en Argentina la posibilidad de explorar sus capacidades en un registro que no lo tenía tan acostumbrado.

El resultado es una novela bella en su tristeza, en el recuerdo de una serie de antepasados que llegan hasta la actualidad, en la exploración que hace de la botánica y de los primeros maestros del conocimiento, pero que a pesar de estar cruzada por una nota baja, jamás se apropia del dolor por el simple hecho de hacerlo. Sobre esto mismo, mucho mejor explicado, habló el propio autor en una charla que mantuvimos para El Observador en ocasión de su visita a Uruguay en el marco de la gira que el premio lo tiene haciendo desde hace varios meses.

«No me siento cómodo ante la idea de volver a pasar por la herida, de rociarla con limón y sal, y que eso sirva de algo. No soy amigo de la tristeza y el dolor como reivindicación de una identidad construida en la depresión misma, o en la marca que deja el daño. Más bien intento la recreación. Y en ese sentido, creo que ir hacia la ficción es un paso que me permite un estado de liviandad mayor al que tenía cuando me sentía con la misión de dar cuenta de las miserias del mundo. Ahora estoy cansado porque viajo, hablo de mí y ya no me soporto, pero reconozco en este cansancio algo que puedo frenar, que pronto pasa. El cansancio que sentí cuando salí de la crónica, en cambio, es uno que nunca volví a experimentar y que demoró mucho tiempo en irse. Es el cansancio de poner el cuerpo y vivir en la confusión del vínculo con el otro, me costaba mucho separarme. Estoy infinitamente más separado de los personajes de esta novela, que están inspirados en mi propio clan, que los personajes reales de mis libros anteriores. De modo que no me siento confortable ni en el ejercicio permanente de la memoria, ni al volver a subrayar las heridas del daño, pero sí me sigo sintiendo confortable en la huida a través del conocimiento.»

El tercer paraíso es una novela entre géneros, “anfibia”, como le gusta llamarla a Alarcón, y está en librerías uruguayas desde hace meses. Es una buena idea ir a buscarlo en esta época, cuando de a poco nos acercamos al amanecer de la próxima primavera.


Últimamente he estado leyendo mucho a la actriz, cantante y escritora argentina Rosario Bléfari por una columna sobre ella que voy a estar haciendo en el programa Oír con los ojos, de Radiomundo, este sábado. Se cumplieron hace algunas semanas dos años de su muerte y me pareció buena idea recordarla. 

Por eso, además, el epígrafe de cierre de este mes es para ella. Bléfari utiliza unos versos de Gracias a la vida, de Violeta Parra, en el comienzo de su cuento Hudson, del libro Las reuniones, y dice así:

«Me ha dado el oído que en todo su ancho
graba noche y día grillos y canarios,
martillos, turbinas, ladridos, chubascos...
»
Violeta Parra, Gracias a la vida

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