Gente que pasa la vida leyendo libros

La tenaz y a veces glamorosa rutina de dos editores de Nueva York

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21 de junio de 2019 a las 05:01

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La industria del libro (y de los periódicos) de Estados Unidos, grande y vigorosa, ha gestado sus propios héroes, como cualquier industria: personas que han pasado la vida leyendo textos inéditos, corrigiéndolos, ilustrando, sugiriendo, estimulando a los autores o ubicándolos en su lugar, y por fin imprimiendo y vendiendo. 

Uno de esos capitanes —una suerte de pequeño Henry Ford o Steve Jobs de la edición de libros de calidad— fue Robert Gottlieb, quien en 2017 publicó sus memorias bajo el título Lector Voraz.

La vida de Gottlieb estuvo llena de libros, por supuesto, pero también de sus autores: una enorme cantidad de ellos, que muchas veces venían acompañados por sus parejas y sus hijos y toda suerte de líos y de celos profesionales. El cuadro de época incluye una constelación de relaciones personales con tramas tan complejas como las monarquías europeas. 

Gottlieb, quien se describe irónicamente como un judío de la peor especie: un judío neoyorkino, fue rechazado en Harvard y por eso cursó una licenciatura en literatura inglesa en la Universidad de Columbia a partir de 1948, cuando “Ike” Eisenhower la presidía, antes de llegar a la Casa Blanca.

Después marchó becado a Cambridge, Inglaterra. Allí descubrió que “ser americano en los primeros años de los 50 era un hándicap por el resentimiento y la condescendencia que América generaba, pero también un plus, porque todo lo que tenía que ver con América (sus películas, música, ropa y su nueva posición como primera potencia mundial) era glamoroso y excitante, sobre todo para la gente joven”.

Pero tiempo después se regresó a Nueva York. “Mi romance con Cambridge y con Inglaterra se había esfumado a cuenta de las realidades de la posguerra; todo parecía oscuro, las energías del país se agotaron”.

En 1955 comenzó a trabajar en la editorial Simon & Schuster, en la que fue ascendiendo de grumete a almirante. En 1969 se fue a Knopf, una editorial de culto, cuyos autores formaban una larga lista de premios Nobel y Pulitzer, aunque entonces estaba moribunda. En poco tiempo le renovó el lustre y la hizo rentable. 

En 1987, cuando ya era una luminaria, pasó a dirigir The New Yorker, una revista semanal de calidad, un símbolo sofisticado y liberal que incluye relatos cortos como forma literaria y grandes estrellas entre sus colaboradores, que entonces estaba perdiendo dinero. 

Gottlieb puso cierto orden en la revista, pero también se fue despedido cinco años más tarde. El periodismo no era su ventaja, así que regresó a Knopf, a seguir editando libros.

Lector voraz es un meticuloso relato, en primera persona, de su relación con un montón de autores, famosos y no tanto, y con sus libros: sus hallazgos y desencuentros, complicidades, mentiras, y un montón de éxitos de ventas, que muchas veces se extendieron hacia Hollywood.

En ciertos momentos Lector voraz puede volverse insoportable si no se conoce bien una serie casi infinita de autores y editores. Es también un libro algo esnob y presumido, de chismes y de caracterizaciones interesantísimas, contadas con el telón de fondo de las novelas de espionaje del inglés John le Carré, la autobiografía de Margaret Graham, la legendaria dueña del Washington Post y valedora del caso Watergate, o de las memorias del ex presidente Bill Clinton. 

Las buenas cosas llegan acompañadas de problemas

 

 

La vida de la mayor leyenda estadounidense en el arte de editar, Maxwell Perkins (1884-1947), ha sido contada en Max Perkins - El editor de libros (1978, y desde 2016 en español), de A. Scott Berg.

Hay una buena versión de cine, con Colin Firth, Jude Law y Nicole Kidman, que Netflix difunde con el título “Genius - Pasión por las letras”.

Scott Berg también es autor de una biografía increíblemente detallada y apasionante del aviador Charles Lindbergh, un best seller que en 1999 ganó el premio Pulitzer.

El editor Max Perkins fue una persona muy paciente que, durante los años 20 y la Gran Depresión, condujo por el buen camino a jóvenes estrellas difíciles de la literatura, como Thomas Wolfe, Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway. (Hemingway describió sus complicadas relaciones con Scott Fitzgerald y su mujer, Zelda, en unas memorias de edición póstuma: París era una fiesta).

Max Perkins fue sabio y cortés para lidiar con personas excéntricas, y con “las mercancías más poderosas: las palabras”. Trabajando para la editorial neoyorkina Scribner’s, se ocupó de defender, corregir, presentar y lanzar obras de gran significación como A este lado del Paraíso, El Gran Gatsby, Fiesta (The sun also rises), Adiós a las armas, Por quién doblan las campanas, El ángel que nos mira o Del tiempo y el río.

Confortó a Scott Fitzgerald, abrumado por la depresión improductiva, la chifladura de su mujer, la frivolidad y las deudas; salió a pescar y a discutir con el inmenso ego de Hemingway, con su machismo y con su barra de amigos borrachos; llevó muchas veces a su casa, a compartir con su familia, como a un hijo, a Tom Wolfe, un joven turbulento y triste con una amante mayor y posesiva. 

Wolfe un día le escribió: “Los jóvenes a veces creen en la existencia de figuras heroicas que les superan en fuerza y sabiduría, figuras a las que pueden volverse en busca de una respuesta a todas sus penas y vejaciones… Tú eres para mí esa figura. Eres una de las rocas en las que mi vida se asienta”. Después Wolfe se resentiría por el peso que algunos críticos de literatura atribuían al editor en sus libros.

Max Perkins, quien actuó según el principio de que un editor es culpable cuando un libro fracasa e ignorado si triunfa, también tuvo agudeza para juzgar su tiempo y sus líderes.

 Escribió a un amigo: “Conocí a la señora Roosevelt, y me dio la impresión de que al buenazo de Franklin lo están montando a golpe de fusta y espuelas”. Eleanor Roosevelt ciertamente tuvo carácter y vuelo propio.

Perkins ganó dinero poniendo sus ahorros en Wall Street durante la Gran Depresión, comprando papeles a precio vil, cuando todos huían. A Hemingway le contó que “la gente está tan desesperada que piensa, o al menos dice, que el sistema capitalista se está viniendo abajo. El viejo Stalin piensa que le ha llegado el turno…”. 

Pero vaticinó que cuando líderes todopoderosos “intentan construir una sociedad completamente desde cero, es casi seguro que saldrá mal; y que el final correcto, el natural, provendrá de los esfuerzos de innumerables personas que tratan de hacer el bien”. 

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