Albert Einstein
Miguel Arregui

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Tres genios y un biógrafo

El periodista Walter Isaacson logra dar vida a personajes complejos como Leonardo da Vinci, Albert Einstein o Steve Jobs
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29 de mayo de 2019 a las 05:02

El periodista e historiador estadounidense Walter Isaacson ha escrito varias biografías magníficas de personajes geniales, que de alguna forma contribuyeron a cambiar el mundo y lo pusieron a hacer ciertas cosas nuevas. 

Entre esas biografías destacan la de Benjamin Franklin (publicada en 2003), Albert Einstein (2007), Steve Jobs (2011) y Leonardo da Vinci (2017).

En sus ámbitos de influencia, esos personajes bien podrían haber dicho, como Steve Jobs, que la gente no sabe lo que quiere hasta que se lo muestras. 

Si bien todos ellos alcanzaron la categoría de genios mucho antes que Isaacson los tomara en sus manos, él logró darles nueva vida y presentarlos bajo nuevas perspectivas, siempre respetuosas aunque no necesariamente condescendientes. 

Homenaje a los locos

Walter Isaacson, quien escribe muy bien, con profundidad e ironía, es además un personaje destacado. Nació en New Orleans en 1952, obtuvo su título de grado en Historia y Literatura en la Universidad de Harvard, y luego siguió estudios como becario en Oxford. Comenzó a trabajar como periodista en la prensa británica y, con los años, llegó a ser editor general de la revista Time y gerente general de la cadena de noticias CNN.

En 2009 fue designado por el presidente Barack Obama para dirigir la Broadcasting Board of Governors, que controla todas las emisoras civiles del gobierno estadounidense, como La Voz de América.

Isaacson muestra fascinación por algunos descentrados desafiantes que estimularon al género humano. Entrevistó a Steve Jobs muchísimas veces antes de su muerte en 2011, y a gran cantidad de personas de su entorno que lo amaban u odiaban, y presentó su biografía como “un homenaje a los locos. A los inadaptados. A los rebeldes. A los alborotadores. A las fichas redondas en los huecos cuadrados. A los que ven las cosas de forma diferente. A los que no les gustan las reglas, y no sienten ningún respeto por el statu quo”.

Su biografía de Steve Jobs —el fundador de Apple— es ciertamente conmovedora. Muestra al creador o impulsor de la computadora personal, el IPod, el IPad y el smartphone como un personaje tan insoportable y maniático como superlativo en la concepción y el diseño de artefactos electrónicos. Él hizo que casi todo el mundo llevara cosas que antes parecían innecesarias, imposibles o inalcanzables por lujosas.

Jobs podía ser cruel y abusivo. Y en ciertos aspectos parecía ingenuo o sencillamente tarado (como a veces lo parecieron Einstein, Leonardo y tantos otros personajes de gran talento). Así, por ejemplo, se negó a tratar una variedad relativamente poco agresiva de cáncer de páncreas, que detectó tempranamente, con la medicina más moderna, sino que optó por un tratamiento alternativo y mágico hasta que fue muy tarde.

Jobs se llevaba el mundo por delante pero temblaba ante el músico y poeta Bob Dylan, su héroe de la adolescencia, a quien veneró toda su vida. Y a principios de los años ‘80 fue pareja de la admirable cantante Joan Báez, catorce años mayor que él, quien entre 1961 y 1965 había sido pareja de Dylan.

Steve Jobs sintetizó ante Isaacson su filosofía empresarial: “Algunas personas proponen: ‘Dale a los clientes lo que quieren’. Pero esa no es mi postura. Nuestro trabajo consiste en averiguar qué van a querer antes que lo sepan. Creo que fue Henry Ford quien dijo una vez: ‘Si les hubiera preguntado a mis clientes qué querían, me hubieran contestado: ¡Un caballo más rápido!’. La gente no sabe lo que quiere hasta que se lo enseñas”.

Entre los múltiples aspectos salientes del libro se cuenta la rivalidad entre Jobs, quien gustaba ir contra la corriente y desafiar las leyes de la gravedad, y Bill Gates, el calculador y muy práctico líder de Microsoft.

Steve Jobs y Bill Gates a veces fueron amigos y socios y casi siempre rivales irreconciliables. Pero ambos hicieron que sus empresas, nacidas marginales, fueran las más cotizadas del mundo gracias a la innovación masiva. 

Una extraordinaria mezcla de inteligencia artificial, utilidad y a veces incluso belleza desplazaría en el tope de la lista de las mayores compañías a las tradicionales petroleras, bancos o automotrices. En menos que canta un gallo, empresas basadas en la inteligencia y en líderes intuitivos, como Apple, Facebook, Google, Microsoft, Amazon o Twitter, pasaron a facturar más que el PBI de la mayoría de los países.

El muy popular Einstein

El físico judeo-alemán Albert Einstein es un personaje tal vez más conocido que Steve Jobs —aunque su trabajo tuviese resultados mucho más crípticos que el muy concreto y cotidiano IPhone. 

Vivió entre 1879 y 1955, en Alemania, Suiza y Estados Unidos, durante una era de grandes terremotos políticos. A fines de 1932, unas semanas antes de que los nazis se hicieran con el poder, se marchó a Estados Unidos, donde enseñó en Princeton hasta su muerte. (En una biografía repleta de detalles, de más de 700 páginas en letra pequeña, ni siquiera se menciona su viaje de 1925 a Argentina y Montevideo, tan célebre por estos lares, como su encuentro con Carlos Vaz Ferreira en la plaza “de los Bomberos”. Solo se incluye al pasar una mención a "un viaje por América del Sur", o "una carta a judíos de Uruguay").

Einstein fue un pacifista consecuente y desafiante del militarismo prusiano. “El nacionalismo es una enfermedad infantil”, decía, “el sarampión de la Humanidad”. Pero contribuyó decididamente con la creación del Estado de Israel, un sitio donde los judíos pudieran por fin asentarse. Y después que los nazis llevaran al mundo al borde de la guerra, y tras comprobar los avances alemanes en física atómica, una carta suya en coautoría al presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, desembocó en el Proyecto Manhattan: la creación de la bomba atómica entre 1942 y 1945.

Einstein produjo sus mayores innovaciones teóricas —incluida su teoría de la relatividad especial— en 1905, cuando era muy joven y trabajaba en un modesto puesto público en Berna, Suiza. Luego devino poco a poco en un conservador en los formidables debates científicos y filosóficos de su época, e innovaría muy poco. Pero su popularidad, su bonhomía y sus frases ingeniosas hicieron más por la ciencia que buena parte de los laboratorios del mundo.

Leonardo también pintaba

Leonardo da Vinci (1452-1519) es en muchos aspectos el personaje más conmovedor de esa tríada de genios. Fue contemporáneo de Cristóbal Colón y de Johannes Gutenberg, dos destacados personajes que, con otros, comenzaron a demoler la Edad Media europea para trocarla por un explosivo Renacimiento. 

Leonardo fue hijo de una adolescente campesina analfabeta del pueblo de Vinci y un señorito rico de Florencia en tren de aventura, que sin embargo siempre lo apañó, de una forma u otra. 

Milagrosamente, se conservan miles de páginas de papel en las que Leonardo anotaba, con frenesí, toda la curiosidad imaginable, todo lo que quería hacer y aprender: desde la autopsia de un cadáver hasta las características de una máquina voladora.

Pensó en muchas cosas y pensó diferente, como Albert Einstein o Steve Jobs, y desafió a la autoridad y a las ideas dominantes. Halló como ellos una intersección entre el arte y la ciencia: conjugar a la vez belleza e innovación. Y no pareció darle mucha importancia al hecho de ser siempre un “inadaptado: bastardo, homosexual, vegetariano, zurdo, distraído y, a veces, herético”, resumió Walter Isaacson en su biografía.

Cuando tenía unos treinta años Leonardo da Vinci escribió al señor de Milán pidiéndole trabajo, después de abandonar Florencia, donde probablemente cayó frustrado y en depresión por el predominio de Botticelli (y luego de Miguel Ángel). En esa carta, que es una alegoría de su vida, le enumeró largamente sus habilidades como ingeniero y diseñador de puentes, canales, fortificaciones, cañones y diversidad de edificios y máquinas. Recién sobre el final de la carta-curricula señaló su condición de artista: “También puedo esculpir en mármol, bronce y yeso, así como pintar…”.

¡El creador de La última cena y de La Gioconda buscaba trabajo de cualquier cosa, y de paso avisó que, si se necesitaba, él también podía pintar!

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