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La adicción al consumo de contenidos

El consumo de contenidos gira sobre el acceso universal a los medios de reproducción digital, la vertiginosidad con que se fabrican los contenidos, y lo barato del servicio

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03 de septiembre de 2018 a las 05:00

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No he sido nunca minimalista. Creo más bien haber tenido aspiraciones excesivas y frecuentemente he caído en la trampa del ansioso, prefiriendo la cantidad a la calidad. (Pero me auto-absuelvo, porque hay momentos en que no se soporta pretender menos que todo).  


Tengo inclinación al consumo de contenidos. Por ejemplo, desde muy chico dediqué no pocas (aunque todas felices) horas a escuchar a Gardel. Más tarde en la vida, a lo largo de más de 50 años, con unos u otros de los Fonseca, de los Ibarra o de los Cardenal, vi demasiadas veces Casablanca. Y seguramente he abusado un poco de los Beatles y he rozado ahí la idolatría... 


Pero hasta ahora, esos “contenidos” y otros muchos con los que aprendí a vivir y a pensar (en la medida en que me fue dado), fueron siempre para mí una aspiración de la inteligencia, el ámbito de un diálogo exigente, y un camino hacia “arriba”. A pesar de mi ansiedad, no creo que la expresión “consumir contenidos” defina el contacto que tuve con el Ave Verum de Mozart, o los ojos llorosos de Ingrid Bergman en la escena final del aeropuerto. Cuando se habla de consumir contenidos, hay como una referencia a otra cosa: a requisitos mínimos, a promedios dentro de un contexto físicamente procesable.  


Siempre hubo adictos al “consumo” de contenidos. Agustín de Hipona tuvo una época en que no podía hacer otra cosa sino ir a los juegos del circo a ver morir gente de manera violenta y continuada. Teresa de Ávila, una notable escritora del XVI, compartió con su madre, en su mocedad, la adicción por la saga del Rey Arturo. Su padre se enfurecía mucho, porque las veía con la cabeza liviana y, como no tenía psicólogo que lo ayudara, hacía las del cura y el barbero, y destruía cuanto ejemplar del Amadís de Gaula caía entre sus manos. 


Hoy, condiciones históricas excepcionales han precipitado la evolución de esas antiguas figuras. Y ha aparecido una raza entera que necesita estar permanentemente mirando y digiriendo algo. El adicto multimedia no es un ser antisocial. Lo que otrora se habría calificado de patológico, hoy es considerado un logro. (Por ejemplo: las “maratones” de episodios de una serie durante horas y horas).  


La tormenta perfecta del consumo de contenidos gira sobre tres ejes básicos: el acceso universal a los medios de reproducción digital, la vertiginosidad con que se fabrican los contenidos, y lo barato del servicio. Dejando de lado las maravillosas excepciones -que siempre son pocas- podemos definir así el escenario: droga de altísima calidad a bajísimo precio y distribución masiva. El resultado: una generación entera de niños, adolescentes y adultos, narcotizados por el plasma, colonizados por Netflix y educados en los valores de Marvel.

 

La tormenta perfecta del consumo de contenidos gira sobre tres ejes básicos: el acceso universal a los medios de reproducción digital, la vertiginosidad con que se fabrican los contenidos, y lo barato del servicio.



Hace 50 años comportamientos de este tipo eran improbables. Por lo menos en Uruguay, ver un programa de TV era más doloroso que ir al dentista. Prendías el televisor y tenías que esperar un rato hasta que calentara, pero en cuanto aparecía la imagen y Samantha la de Embrujada empezaba a mover la nariz, se daba paso a una tanda publicitaria que duraba en promedio diez a doce minutos. Esto se repetía periódicamente, como en una pesadilla. Al terminar cada tanda, volver a retomar el hilo argumental del capítulo era una hazaña neuronal no al alcance de cualquiera. Y las brujas tenían que ser muy lindas y muy divertidas (y así era) para que perseveraras en el tormento. Era imposible desarrollar una adicción como la que hoy se diagnostica para los contenidos digitales. Porque la droga no estaba disponible o lo estaba en un formato que te desalentaba. 


Por otra parte, en muchas familias, el uso de la TV era mínimo. Me han contado antiguos habitantes de la casa en la que ahora vivo que, cuando eran chicos, allá por 1968, no tenían televisor. Pero los vecinos sí. Entonces, el domingo de tardecita, después de que todos se habían bañado, pasaban en fila india por un agujero del cerco a lo de los vecinos, y allí veían el programa de Disney. ¡Esa era toda la TV semanal!  


No estoy diciendo que hay que regresar a esa época. Personalmente, además, me encantan algunas series actuales, especialmente las inglesas, que no existían en 1968. Pero creo que no es ocioso tomar conciencia de que, a cambio de nuestra adicción a los contenidos y a las pantallas, recibiremos como premio, sólo dosis cada vez mayores de insatisfacción. 

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