La decadencia del Imperio Americano

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07 de agosto de 2020 a las 05:04

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A nadie escapa a esta altura que Estados Unidos ya no es la primera potencia indiscutida del planeta. Los días de la llamada Pax Americana, esa época de extraordinario esplendor y relativa calma que llevó a Washington a dominar el mundo en solitario tras la caída de la Unión Soviética, han llegado a su fin; y no precisamente ayer.

El poder global del que Estados Unidos gozó durante toda la década del noventa y hasta entrados los 2010, fue inaudito en la historia universal; y difícilmente vuelva a repetirse una hegemonía de esas características en manos de una sola nación. Eso que el famoso teórico y diplomático francés Hubert Védrine consagró en los anales de la geopolítica como la “hiperpotencia”, no es algo que se dé muy a menudo; y a Washington la separan de Roma más de 1.500 años.

Como sea, nadie vaya a pensar que el responsable de este declive es Donald Trump. Todo empezó con las disparatadas y costosísimas guerras de George W. Bush en Medio Oriente, que hicieron perder a Estados Unidos un enorme prestigio y un incalculable terreno moral y material, y que terminaron en la crisis mundial de 2008. Si hubiera que marcar un fin de la Pax Americana, seguramente esa sería la fecha. Allí la ubicarán seguro los historiadores.

Luego Barack Obama hizo lo que pudo con lo que le había dejado Bush. Incentivado por un Nobel de la Paz entregado por adelantado –una suerte de envío contra rembolso desde Estocolmo-, el demócrata intentó retirarse de los conflictos en Oriente Medio. Pero no pudo zafarse del establishment neoconservador que Bush y Dick Cheney habían dejado en pie, y continuó con nefastas aventuras en Libia, en Siria y en Irak que propiciaron el advenimiento de la barbarie del Estado Islámico y la más grave crisis de refugiados de que se tenga memoria. Es en ese entorno que irrumpe en escena Donald Trump, con su discurso incendiario, sus salidas de tono y su unilateralismo al servicio del America First. Es cierto que, con la colaboración de Vladimir Putin, ha contribuido en buena medida a una relativa baja intensidad de los conflictos en Medio Oriente, que no es poca cosa y que tampoco se le debe escatimar al norteamericano como logro. Pero a cambio ha tensado peligrosamente la cuerda con Beijing, al punto de que no son pocos los que hoy creen que nos encontramos en la antesala de un gran conflicto.

Al mismo tiempo, Trump ha dado al traste con el multilateralismo, socavado grandemente la relevancia geopolítica de Europa y de la OTAN, tras lo que parece emerger otra vez un mundo bipolar, con China y Estados Unidos como grandes potencias antagónicas, y Rusia terciando en un segundo escalón.

El régimen chino -no precisamente un tío generoso sin intereses- refuerza su política expansionista con miras a sustituir a Estados Unidos en un futuro que anhela cercano. Para regiones como la nuestra parece bastante claro lo que ello implica. Hace un buen rato que China se ha convertido en el principal socio comercial de la región.

 Si bien el desprestigio del Estados Unidos de Bush ya le había hecho perder un enorme terreno en América Latina, a manos del tándem Chávez-Lula-Néstor Kirchner, todo ha redundado ahora en la pérdida de un invalorable espacio comercial en su zona de influencia a favor de Beijing. 

Otro tanto sucede en África; y lo mismo en su propio patio asiático. La dicotomía global está planteada; habrá que ver hasta qué punto los demás países pueden seguir navegando esas dos aguas sin sobresaltos y abstraerse del enfrentamiento.

Pero además, todo se da en medio de una situación interna en Estados Unidos muy particular. La llegada al poder de Trump y su discurso agresivo generó tensiones insalvables al interior de la sociedad estadounidense. Los problemas raciales, los temas de inequidad y la brecha generacional se han radicalizado, en momentos que los americanos atraviesan una crisis de identidad, se derriban estatuas y se cuestionan valores fundacionales, en una nación que nació más a partir de un ideal que de ningún sentimiento tribal. “Ser francés es un hecho; ser americano es un ideal”, decía Carl Friedrich, respetado gurú de la ciencia política de posguerra.

Lo que está en juego ahora puertas adentro es justamente esa idealidad. Si la idea del “melting pot” y la igualdad, que están en el sustrato de Estados Unidos como nación, se han cumplido más allá de los mitos que encarnan los monumentos y se imparten en los salones de clase. Hasta qué punto el “all men are created equal” ha sido verdadero. Porque la esencia del ser social americano es tanto liberal e individualista –cosa que le ha granjeado progresos inimaginables y que está en la base de su dinamismo empresarial— cuanto igualitaria y democrática. Sin esas cuatro aristas, no hay “excepcionalismo americano” como nos lo han contado en las escuelas y universidades.

En esa crisis se encuentran ahora. Ese es el caldo en el que se debaten, el de su propia esencia como pueblo, acaso en un intento por subsanar aquello que en su día les reprochara Rodó: “… su imposibilidad de satisfacer a una mediana concepción del destino humano”. 

Hoy, se juegan ese destino hacia adentro y hacia afuera de esa gran nación, como primera potencia y como pueblo de futuro.

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