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Se puede reformar la democracia sin rendirse ante los autoritarios

La autocracia no es la única alternativa a a la actual crisis. Períodos más prolongados entre elecciones incentivarían la gobernanza con una visión hacia el futuro y reducirían la frecuencia con la que los votantes se pelean entre sí

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10 de septiembre de 2020 a las 18:25

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Janan Ganesh
La oficina de turismo de Atenas rara vez menciona que su bella ciudad no sólo fue la cuna de la democracia, sino también su mausoleo. Los antiguos definían el "gobierno del pueblo" en un sentido literal que en realidad no ha perdurado: votos directos en reuniones masivas, tema por tema, cara a cara. Cuando los fundadores de EEUU dudaron en usar la palabra “democracia” (no se encuentra en la constitución), fue porque el significado seguía siendo griego. El voto indirecto que ahora gobierna su república y gran parte del mundo está tan lejos de eso como la arquitectura moderna lo está del orden dórico.

El Occidente se basó en los principios de que la democracia viene en grados, que menos puede ser más. Para que sobreviva, quizás tengamos que prestarles atención nuevamente.

Ninguna tendencia mundial está mejor documentada que la crisis de la democracia. Tiene un caso de estudio en el presidente estadounidense, Donald Trump, quien sugiere que es posible que no reconozca una derrota en las elecciones de noviembre. Basado en el vasto tesoro de datos tamizados por académicos de la Universidad de Cambridge, no es tan inusual. Las dudas del público sobre la democracia están aumentando en todo el mundo. Una mayoría absoluta de los estadounidenses no están satisfechos con ella. Esto se ha convertido en un género literario, cuyos títulos incluyen El camino hacia la falta de libertad y Así termina la democracia.

Las visiones de un futuro autocrático son plausibles. Pero a veces se presentan como si no existiera un sistema entre la democracia tal como la conocemos y el siniestro opuesto. Una crisis para uno debe significar un gran avance para el otro.

Este dualismo sin aliento no permite un curso intermedio. No permite un poco menos de democracia. Como ha sucedido antes, una mayor distancia entre los gobiernos y los gobernados podría mejorar la calidad de los primeros y mantener al segundo a cargo en última instancia.

Hay varios ejemplos. Los períodos más prolongados entre elecciones incentivarían la gobernanza con una visión hacia el futuro y reducirían la frecuencia con la que los votantes se pelean entre sí. Más poder para los tecnócratas despolitizaría, en la medida de lo posible, varias áreas de política. Si esa idea parece altanera, recuerda que los bancos centrales ejercen un gran impacto distributivo, enriqueciendo a algunos ciudadanos sobre otros. Sin embargo, el clamor por democratizar la política monetaria es escaso. Permitir una mano tecnocrática sobre una o dos palancas más no sentaría un precedente repentino.

En cuanto a las restricciones a la democracia directa, la vida pública británica ahora estaría menos envenenada si las hubiera tenido. EEUU no es tan propenso a los plebiscitos a nivel nacional, pero éstos han provocado mala gobernanza en su estado más grande, California, un lugar que debería ser imposible de arruinar.

En The Wake Up Call (La llamada de atención), un nuevo libro sobre la pandemia, John Micklethwait y Adrian Wooldridge analizan las naciones más exitosas en la lucha contra los virus en busca de pistas. El gran gobierno no es lo que funciona bien, concluyen, sino la competencia y la confianza. Lo que los autores eluden, sin embargo, es que muchos de estos gobiernos también operan a cierta distancia de sus electorados. Singapur, con su “democracia guiada”, es el caso obvio, pero hay otros más sutiles. Excepto por breves interludios, Japón tiene un gobierno de partido único. Taiwán ha tenido un modelo comparable durante la mayor parte de su historia. Incluso Alemania tiene un límite constitucional para los referendos y sólo ha tenido tres cancilleres en el cargo desde 1982.

Cualquier reforma en esa dirección les parecerá a los populistas como más esnobismo. Pero no existe una relación lineal entre el alcance de la democracia y la felicidad de la población. Tampoco está claro que insuficiente poder popular haya sido lo que dio lugar a la antipolítica de los últimos años. La gran institución menos confiable en EEUU es el Congreso, cuya cámara baja, con sus mandatos de dos años, es menos una legislatura que una especie de sede de campaña conjunta. La Corte Suprema no electa genera más confianza que la presidencia electa, y el ejército, con el que la mayoría de los ciudadanos no tienen contacto, supera a ambos.

Esto es aún más cierto en el Reino Unido. David Cameron, el primer ministro al que los votantes desafiaron a abandonar la Unión Europea, celebró tres grandes referendos en cinco años. Si se suma la reforma y devolución de la Cámara de los Lores, las décadas anteriores al Brexit fueron las más democráticas de la historia moderna de la nación. Después de toda esta intimidad forzada con los votantes, el Estado incurrió en su desprecio, no en su confianza. De ello se deduce que un paso atrás no tiene por qué incitar a una revolución. Al final, la exasperación del público con la democracia es una autocrítica implícita.

¿Cuánto atrás debe darse el paso? El economista Garett Jones pide “un 10 por ciento menos de democracia”, pero estas cosas desafían la medición. Por ahora, basta con presentar el principio. No estamos obligados a defender el statu quo ni a saludar a los líderes autocráticos. Si la democracia se contrae para sobrevivir, no será la primera vez.

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