Pancho Perrier

La eterna plegaria del enano

Uruguay desea integrar el Mercosur y, a la vez, abrirse al mundo

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06 de febrero de 2021 a las 05:02

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En 2006, en medio de malas relaciones con Argentina por la fábrica de Botnia en Fray Bentos, Tabaré Vázquez y Danilo Astori propusieron firmar un tratado de libre comercio con Estados Unidos. Contaban con George W. Bush, quien tenía un permiso del Congreso hasta 2007 para negociar ese tipo de acuerdos por vía rápida (fast track).

Ese TLC significaría que los productos uruguayos podrían ingresar libremente a América del Norte, y que los bienes estadounidenses llegarían a Uruguay sin pago de aranceles aduaneros, del mismo modo que los de Argentina y Brasil. Uruguay ya no sería un mercado cautivo provisto por sus vecinos, y además ganaría en seguridad geopolítica bajo el paraguas de Big Brother. (¿Recuerdan el asado de Vázquez con Bush en Anchorena en marzo de 2007? “Llámenme cuando me necesiten”).

El TLC con Estados Unidos al fin se frustró, debido a la oposición de ciertos sectores del Frente Amplio —los comunistas, los socialistas “ortodoxos” del entonces canciller Reinaldo Gargano—, y de los líderes “progresistas” del Mercosur: Néstor Kirchner y Luiz Inácio Lula da Silva, además de Hugo Chávez.

El nacionalismo económico y el proteccionismo están muy arraigados en ciertos sectores frenteamplistas, como se vio de nuevo en 2018 cuando la discusión de un TLC con Chile; o en la derecha nacionalista que se expresa en Cabildo Abierto.

Pero fue el libre comercio lo que enriqueció a Uruguay durante su primer siglo de vida independiente, no el proteccionismo. Entonces, más que ahora, era una pequeña potencia exportadora. La autarquía estatista que persiguió luego, a partir de 1931, lo llevó de a poco a la ruina socioeconómica y al autoritarismo político.

Irse del Mercosur es una posibilidad teórica pero no real, debido al imperio de la geografía. Pero abrir la economía uruguaya en forma unilateral no lo es tanto. El Mercosur ya aceptó como excepción el TLC de Uruguay con México de 2004.

Gobierno tras gobierno, cualquiera sea el signo, Uruguay pretende abrir su economía y su comercio a otras regiones del mundo: desde la Unión Europea a China, pasando por Estados Unidos o Japón, al modo de lo que ha hecho Chile durante décadas.

China es el principal proveedor de Uruguay y el principal cliente desde 2013. Ya compra casi una tercera parte de las exportaciones, seguido de lejos por Brasil y la Unión Europea.

Pero la falta de TLC con China, como sí tienen rivales como Nueva Zelanda y Australia, es una de las razones que dificultan la competitividad de las agroindustrias uruguayas. Los productores y exportadores uruguayos dejan cada año casi US$ 200 millones en las aduanas de China por pago de aranceles.

En 2016, Vázquez, Astori y Rodolfo Nin Novoa propusieron un tratado de libre comercio con China, pero rápidamente toparon con la oposición de sindicatos, ciertos sectores políticos y empresariales y de Brasilia y Buenos Aires.

A poco de andar, Pekín comunicó a Uruguay que no negociaría un TLC si no era junto a Brasil y Argentina, los socios realmente significativos, que representan el 96% del PIB de bloque.

No hay chances reales para Uruguay (y Paraguay) de permanecer en el Mercosur y, a la vez, abrirse al mundo, sin el permiso de Brasil y Argentina; y menos ante China, una potencia demasiado avasallante como para franquearle la puerta del fondo.

La independencia es la eterna plegaria desatendida del “enano llorón del Mercosur”, como denominó a Uruguay la revista brasileña Veja en agosto de 2000.

Desde el fondo de la historia los orientales bascularon entre Brasil y Argentina, recostándose en uno u otro según las circunstancias.

La importancia relativa de Argentina ha caído mucho en el último medio siglo. Brasil en tanto representa por sí solo el 80% de la población total del Mercosur y el 77% de su producto interno bruto (Uruguay apenas supera el 2%, aunque es el más próspero del bloque en una comparación per capita).

El miércoles el presidente Luis Lacalle Pou viajó por el día a Brasilia para almorzar con su par brasileño Jair Bolsonaro. Fue su primer viaje al exterior debido al corset de la pandemia. Antes solo había mantenido una reunión informal, el 19 de noviembre, con el presidente argentino Alberto Fernández en la estancia presidencial de Anchorena.

Lacalle sondeó a Bolsonaro sobre la posibilidad de flexibilizar las normas del Mercosur, que impiden a cada socio formalizar tratados comerciales con independencia del resto. Quedaron en discutir el asunto en una reunión de los cuatro presidentes de los países del Mercosur, que cumple 30 años, y que podría celebrarse a fines de marzo en Foz do Iguaçu, en la triple frontera.

Bolsonaro y Lacalle también hablaron de interconexión energética; de la navegación por las lagunas Merín y de los Patos, un camino para el comercio binacional; y de la construcción de un nuevo puente sobre el río Yaguarón.

Uruguay incluso podría recibir vacunas contra el coronavirus de Brasil. El instituto paulista Butantan producirá la vacuna china Coronavac (Sinovac), en tanto la fundación Fiocruz (Oswaldo Cruz), con dinero del gobierno federal, se propone fabricar hasta 100 millones de dosis de la vacuna británica AstraZeneca/Oxford.

El fenómeno populista Bolsonaro, quien fue elegido en 2018 con más del 55% de los sufragios en segunda vuelta y pretende la reelección en 2022, es difícil de comprender en Uruguay, con su liberalismo mesocrático.

Durante la pandemia, Bolsonaro descubrió los placeres electorales del gasto público, al decir del periódico británico Financial Times. Entre abril y diciembre su gobierno vertió enormes sumas de ayuda directa a 68 millones de brasileños, casi un tercio de la población, y ganó popularidad.

El gigantesco déficit fiscal se tapó con más deuda pública, que trepó a más del 90% del PIB. Bolsonaro debió terminar con esos subsidios debido al temor de los mercados y la fuga de capitales. La moneda de Brasil se depreció más de 25% el último año ante el dólar, cuando la inflación fue de solo 4,5%.

Es probable que Brasil sufra pronto una crisis de deuda, como le ocurrió a Argentina, y tal vez ocurra a los países del sur de Europa (Portugal, España, Italia, Grecia).

La economía de Brasil está básicamente empantanada desde 2013, cuando aún gobernaba Dilma Rousseff, destituida en 2016 por sectores oportunistas del Senado. Los niveles de desempleo y pobreza se han disparado. Sin embargo San Pablo, el corazón de la economía brasileña, casi no tuvo recesión en 2020 y puede crecer 5% este año, bastante más que el resto del país y que los vecinos latinoamericanos.

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