La riesgosa apuesta de Vizcarra que pone en jaque la democracia peruana

Como ha sugerido la OEA, lo más adecuado sería que el Tribunal Constitucional resolviera sobre la disolución del Parlamento

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06 de octubre de 2019 a las 05:00

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La democracia peruana ha entrado en un cono de sombra desde que a principios de semana el presidente Martín Vizcarra decidiera disolver el Congreso y convocar a nuevas elecciones legislativas. Un nuevo sacudón institucional en la encarnizada lucha de poderes del Perú, mientras el mundo, una vez más, contempla absorto, sin entender muy bien lo que allí sucede.

La gran discusión ahora en Perú es si esto constituye un golpe o no. Cuesta trabajo imaginar que detrás del presidente Vizcarra se esconda un golpista con intenciones de perpetuarse en el poder llevándose por delante las instituciones. Pero sí parece haber cometido un grave error, muy mal aconsejado, en su intento por destrabar la parálisis de su agenda legislativa.

Y es que como telón de fondo de este lamentable desenlace están los más de tres años de tensiones permanentes y obstrucciones de un Congreso controlado por el fujimorismo, desde que en 2016 Keiko Fujimori perdiera las elecciones frente a Pedro Pablo Kuczynski y obtuviera, no obstante, amplias mayorías en el Parlamento.

Y los fujimoristas no son precisamente una oposición muy constructiva. Su inveterado populismo y sus prácticas parlamentarias no son de lo más ético y elevado que uno desearía. Pero no por ello se puede cerrar el Congreso y hacer como si allí nada hubiera pasado. Hay formas democráticas que respetar, hay instituciones que salvaguardar y, sobre todo, un estado de derecho que defender.

La piedra de la discordia en esta crisis peruana, cuyas ramificaciones políticas están en pleno desarrollo, fue la designación de los magistrados del Tribunal Constitucional. Vizcarra sostiene que el Congreso le negó dos veces un voto de confianza para hacer esos nombramientos y por eso lo disolvió.

Como argumento parece, por lo menos, feble. Pero además, según el propio texto constitucional, el nombramiento de esos jueces es potestad del Legislativo. No hay que ser constitucionalista peruano para advertir que allí se ha quebrado el orden constitucional.

En rigor, no hay muchas diferencias con lo que hizo Alberto Fujimori en abril de 1992. Desde luego, en todas partes en todas las épocas, siempre ha habido una infinidad de variantes para justificar un golpe, que si fue “un golpe bueno”, que si los legisladores “se habían convertido en enemigos del pueblo”; desde que Julio César disolvió el poder del Senado dando el primer golpe que registra la historia contra la República Romana, nunca han faltado los apologistas de toda laya.

Y el Perú de hoy no es la excepción: juristas destacados, intelectuales y hasta artistas apoyan la decisión de Vizcarra. Incluso en la prensa internacional se hace hincapié en el hecho de que la medida es respaldada por la mayoría de los peruanos, como si anular un poder del Estado fuera un problema de mayorías. 

Es cierto que hoy las encuestas lo respaldan ampliamente: lo peruanos dicen aprobar la acción del presidente y sentir un profundo rechazo por los congresistas. Pero eso era exactamente lo que ocurría con Fujimori en abril del 92, antes y después del famoso “autogolpe”, un calco. La gente lo aplaudía y abucheaba a los legisladores. Arrogarse la representación del pueblo por encima de sus representantes electos también es una vieja argucia de golpistas y populistas de todas las épocas. 

Las intenciones de Vizcarra no serán convertirse en un tirano ni encabezar una dictadura, pero sin duda se ha dejado llevar por sus consejeros menos escrupulosos y más temerarios. Y al menos parece haber sucumbido a la peligrosa tentación de darse un baño de masas habiendo escuchado el clamor popular.

Ese apoyo del “pueblo”, junto al del Ejército y la Policía, nada menos, hace que muchas voces se multipliquen en su defensa y justificación en todos los medios peruanos. “El Congreso ha sido disuelto de manera absolutamente constitucional”, repiten los voceros y defensores del presidente, lo que suena más bien a un absoluto oxímoron. 


La contra

Pero hay controversia, y no es menor. Son tantos los constitucionalistas que sostienen que la decisión de Vizcarra fue un golpe como los que aseguran que no. Y hasta dentro de su propio gobierno provocó un cisma de proporciones. El lunes pasado, antes de perder el apoyo de su vicepresidenta, Mercedes Aráoz, ya le habían renunciado el ministro de Economía Carlos Oliva, el canciller Néstor Popolizio y tres ministros más. Aráoz se llegó a juramentar incluso como presidenta interina ante el Congreso; lo que generó una gran confusión.

Los medios internacionales hablaban de “bicefalia” en el Ejecutivo peruano, de un presidente en Palacio y otro en el parlamento. Cuarenta y ocho horas después, para agregar desconcierto al galimatías, la vicepresidenta renunció a la flamante presidencia interina. Pero lo hizo por Twitter, ya que no podía renunciar ante el Congreso porque este no se podía reunir en pleno.

Los argumentos de Aráoz han sido muy sólidos e inobjetables; pero el caos institucional la ha arrastrado por decisiones cuestionables, y es posible que se la termine llevando puesta.   

Entre lo que podríamos llamar la intelligentsia peruana, se pueden escuchar tantas voces a favor como en contra de la medida de Vizcarra. Pero como la opinión general apoya, uno ya empieza a ver hoy, como en el 92, a muchos peruanos demócratas remando contra la corriente, explicando lo obvio, que un golpe es un golpe y no hay justificación posible, por más apoyo popular que reciba.

Precisamente de eso se trata la democracia representativa, de lo que Perú había perfilado un modelo bastante interesante en los últimos años; es por definición un sistema indirecto. No es la “voluntad popular” la que gobierna, mucho menos la voluntad popular encarnada en una sola persona, ni siquiera en el presidente. Los políticos son elegidos para representar a diferentes sectores, intereses y voluntades de la sociedad, que luego se habrán de debatir en un parlamento en busca de acuerdos por medio de la negociación política.

Y el sistema interamericano, del que Perú ha sido amplio beneficiario y aportante, considera a la democracia representativa como uno de sus pilares fundamentales, el que deben observar todos sus Estados miembros. Se trata, pues, de un sistema, y funciona como tal. En la democracia no se puede pedir “tiempo” como en el básquetbol. La democracia no se puede poner en sala de espera hasta que el presidente obtenga sus mayorías.

Vizcarra no parece un demagogo populista, y desde que asumió la presidencia tras la renuncia de Kuczynski, había dado varias muestras de tolerancia. Pero ahora parece haber perdido la brújula por completo y se ha comportado como tal. Puede que la suya de hoy resulte ser una victoria pírrica después de todo. Se ha metido en un brete del que no va a ser fácil encontrar una salida. No solo para él, sino para el país. Puso sus ambiciones y vanidades personales por encima del interés del país. Al disolver el parlamento acallando toda deliberación legislativa sobre su agenda de gobierno, ha puesto a la democracia peruana en un peligro solo comparable al del año 92.

Una posible salida

El presidente ha convocado a elecciones legislativas para el 26 de enero. Mientras tanto gobernará sin parlamento. Inicialmente, antes de disolver el Congreso, la intención de Vizcarra era adelantar las elecciones generales un año. El Congreso entonces se lo negó. Luego ha corrido toda esta agua borrascosa bajo el puente. Y ahora solo convocará a elecciones legislativas para hacerse de un Congreso a modo.

Así como no parece un demagogo movido únicamente por su propia ambición, sino fuertemente aguijoneado por sus adláteres, Vizcarra tampoco se ve como uno de esos líderes típicamente autoritarios que vaya a tensar mucho la cuerda cuando la adversidad empiece a tomar cuerpo entre la opinión. No se lo ve llamando a un referéndum y procurando quedarse “para defender al pueblo de los políticos”, o del fujimorismo. No parece ese su estilo.  

¿Cuál es la salida entonces? Como ha sugerido la OEA, lo más adecuado sería que lo dirimiera el Tribunal Constitucional. De ese modo quedaría clara la importancia de la calidad institucional sobre el clamor popular para desfacer el entuerto.

Así, lo más seguro es que todo esto termine en una elección general. Y a la larga, lo que hoy parece un triunfo de Vizcarra acabe siendo su cruz. Su movida ha sido torpe, amateur, pero sobre todo antidemocrática. Esas cosas en política se pagan.

Si Vizcarra y sus cada vez más enfervorizados partidarios eligen llevar esta decisión hasta las últimas consecuencias, le habrán hecho un daño enorme al sistema democrático

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