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Más que un permiso financiero: la nueva actitud del FMI revela que Trump está dispuesto a sostener a Macri

El Fondo contradijo sus políticas tradicionales y hasta su propio estatuto al dar vía libre para vender los dólares del acuerdo “stand by”. El gobierno macrista fue persuasivo sobre la “excepcionalidad” argentina

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06 de mayo de 2019 a las 15:11

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El permiso que otorgó el Fondo Monetario Internacional (FMI) para que el Banco Central argentino (BCRA) pudiera vender casi sin restricciones los dólares del acuerdo “stand by” en caso de turbulencia financiera ha dejado en claro cuál es la principal fortaleza de Mauricio Macri en esta campaña electoral: su apoyo internacional.

En la misma semana en la que el continente estuvo en vilo por la tragedia venezolana, el gobierno estadounidense tomó una medida que evidenció su interés en evitar que Argentina vuelva al eje de los gobiernos populistas de la región.

Eso, naturalmente, implica dar el apoyo necesario para que el proyecto de Mauricio Macri se mantenga a pesar de sus dificultades para mantener la estabilidad. Aun cuando el precio a pagar por ello sea alto.

En este caso, además de ser literalmente un precio alto –el monto del acuerdo con Argentina, por US$ 58 mil millones es el salvataje más alto en la historia del FMI- también se trata de un alto costo en lo simbólico y en lo político. Ocurre que el permiso otorgado a Argentina va en contra de todos los principios declamados por el Fondo en cuanto a cómo se deben realizar los programas de estabilización.

Un punto fundamental para los técnicos del FMI es que los dólares tengan como misión fundamental el fortalecimiento de las reservas del Banco Central y, de esa forma, dar una señal contundente al mercado en el sentido de que no habrá un default de la deuda. En cambio, el Fondo se niega de plano a que esos billetes se usen para “ponerle un techo” a la cotización del dólar.

Consideran que la venta de “sus” dólares no pueden tener como objetivo establecer un ancla cambiaria que contenga la inflación. Ni, mucho menos, pueden servir como una forma de suministrar dólares baratos para que los especuladores hagan diferencias o que los argentinos de clase media financien a tipo de cambio subsidiado sus vacaciones en Miami.

En consecuencia, estos técnicos están preparados para defender “a cara de perro” la libre flotación cambiaria. En otras palabras, que si hay volatilidad cambiaria, la suba del dólar no sólo es considerada inevitable sino hasta beneficiosa: ayuda a cerrar el déficit de cuenta corriente, a recuperar la competitividad de las exportaciones y a licuar en parte el voluminoso gasto público.

Ese enunciado de principios no sólo queda sujeta a la discrecionalidad de los funcionarios del FMI, sino que está explícitamente escrito en los estatutos del organismo de crédito. El artículo VI, capítulo Transferencias de Capital, sección 1, inciso a, establece: “Ningún país miembro podrá utilizar los recursos generales del Fondo para hacer frente a una salida considerable o continua de capital, y el Fondo podrá pedir al país miembro que adopte medidas de control para evitar que los recursos generales del Fondo se destinen a tal fin. Si después de haber sido requerido a ese efecto el país miembro no aplicara las medidas de control pertinentes, el Fondo podrá declararlo inhabilitado para utilizar los recursos generales del Fondo”. 

Y, por si fuera poco, los antecedentes recientes no hacía más que reforzar el punto de vista del FMI: en 2018, dos presidentes del Banco Central argentino –Federico Sturzenegger y Luis Caputo- volcaron al mercado 25 mil millones de dólares con el objetivo frustrado de frenar la escalada del dólar.

El argumento de que “Argentina es diferente”

Pero hay veces en que las razones políticas pueden más que los principios del Fondo Monetario. Lo saben bien los uruguayos, que en 2002 fueron testigos de cómo los técnicos que querían empujar al país a un default debieron dar marcha atrás por la presión ejercida por el entonces presidente George W. Bush para que se encontrara una solución alternativa para su amigo Jorge Batlle.

Ahora, a 17 años de aquel episodio, se está viviendo una situación análoga. Los funcionarios del Fondo habían rechazado repetidas veces los ruegos del gobierno argentino para que se les diera un arma con la cual defenderse de la volatilidad del dólar.

Al comienzo, el Fondo ya consideró una concesión especial el permiso para que, en vez de una flotación pura se implementara un sistema de banda de flotación ascendente –similar al que rigió en Uruguay en los años ’90-.

Al principio funcionó bien y el tipo de cambio de estacionó en el piso de la banda, pero todos veían la gran debilidad de ese modelo: el día que hubiese un cambio de expectativas, por ejemplo por un cambio en las condiciones externas, el dólar comenzaría a subir sin que el Banco Central tuviera armas para frenarlo. Y la diferencia entre el piso y el techo de la banda era muy grande, llegaba al 25 por ciento, algo que en Argentina es políticamente imposible de tolerar sin que se genere una crisis política de proporciones.

En cada reunión con el FMI, los funcionarios de Macri argumentaban sobre la “excepcionalidad” de Argentina, que justificaban una solución por fuera del libreto tradicional. Explicaban que, a diferencia de lo que ocurre en otros países, la Argentina es un país bimonetario, donde el ahorro y buena parte el mercado de transacciones está nominado en dólares, y en el que el billete verde es el refugio de valor en situaciones de incertidumbre.

En consecuencia, explicaban los funcionarios, cuando se producía un salto en la cotización del dólar, ocurría un desplome en la demanda de pesos. En otras palabras, que a una suba del dólar le seguía un “contagio a precios” casi inmediato, lo cual ponía en riesgo el programa anti inflacionario y ni siquiera dejaba el consuelo de haber recuperado un margen de competitividad.

Ante la constatación de que con muy poca demanda el dólar subía varios escalones, rogaron por tener herramientas más efectivas que la suba de tasas de interés y las posturas de contratos en el mercado de futuros.

Preparados para las negociaciones duras, los funcionarios del FMI sólo dieron un permiso para licitar US$ 60 millones diarios, algo que rápidamente se reveló insuficiente.

Luego se dio otro permiso especial: en vez de que la banda cambiaria fuera ascendente, se la “congeló” hasta fin de año. Eso implicaba que el límite a partir del cual el Banco Central estaba habilitado para vender quedaría mucho más cerca.

Era todo un reconocimiento del Fondo a la gravedad de la situación de Argentina, que sufría el ataque especulativo en el mercado internacional, donde los bonos de deuda soberana se desplomaban mientras el nivel de riesgo país alcanzaba nuevos récords por encima de los 1.000 puntos.

Pero tampoco eso fue suficiente: la mezcla de presiones externas con “ruidos” políticos internos hicieron que el dólar continuara su escalada. En plena campaña electoral, las sospechas de que el kirchnerismo podría volver al poder y declarar un nuevo default de la deuda hizo que los inversores reaccionaran con pánico.

Todos los tiempos parecían acelerarse, de manera que la dolarización de los ahorristas, que era algo previsto para la segunda mitad del año, estaba ocurriendo ahora. Y, para colmo, la suba del dólar actuaba como un incentivo a que los exportadores agrícolas “apretaran” sus dólares a la espera de una mejor cotización.

Fue en ese momento que Macri, visiblemente desanimado, alertó que habría que acostumbrarse a una volatilidad que consideraba injustificada. “Internacionalmente tuvimos apoyos de todos los países y líderes, pero los mercados son distintos. Son tipos sentados en una oficina con visión de oportunidad. Lo que pasa con el riesgo país es que dudaron de nuestra convicción a seguir nuestro camino. Pensaron que podemos volver atrás”, dijo el presidente.

La hora de las decisiones políticas

Fue allí cuando Estados Unidos hizo valer su mayoría accionaria –y su poder de veto- en el Fondo Monetario. Quemando todos los libros y hasta contradiciendo su propio estatuto, autorizó que el Banco Central pudiera intervenir en el mercado de cambios siempre que fuera necesario.

Previamente, hubo un fin de semana frenético con llamados telefónicos entre Buenos Aires y Washington.

En el ámbito político, la interpretación sobre este cambio de postura fue clara: la administración Trump no está dispuesta a ver cómo su principal aliado en América latina entra en una crisis política terminal. Fue una decisión geopolítica que se ubica por encima de cualquier cálculo financiero. Es, acaso, la gran diferencia con otros gobiernos argentinos que sufrieron la asfixia financiera: tanto Raúl Alfonsín en 1989 como Fernando de la Rúa en 2001 sufrieron en determinado momento el “no va más” del FMI.

Ahora, en cambio, Macri puede ostentar un apoyo internacional como pocos gobiernos argentinos habían tenido desde Carlos Menem. Es su mayor activo, en un momento en el que la recesión lo hace desplomarse en las encuestas.

En ese contexto, la única estrategia que le queda al gobierno es mostrar su billetera de US$ 70 mil millones de reservas en el Banco Central. Y rogar para que no sea necesario usarlas, dado que cuanto más dólares se canalicen hacia los ahorristas, menos habrá disponibles para pagar los vencimientos de deuda.

El gran debate económico, ahora, pasa por saber cuántos de esos dólares estarán realmente disponibles en caso de una corrida. Algunos economistas dicen que “sólo” habrá US$ 17 mil millones, que no alcanzaría para cubrir una situación de pánico.

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