Camila Pazos

Quién es la científica uruguaya que estudia los secretos del universo

Camila Pazos se crio en Punta de Rieles, emigró con sus padres a EEUU en 2001 y hoy trabaja en Suiza, en el laboratorio de física más avanzado del mundo

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10 de octubre de 2019 a las 05:00

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El haz de luz roja recorre el iris de su ojo. Mientras espera que el escáner la reconozca, repasa mentalmente si tiene todo lo necesario para el trabajo: lleva el casco de seguridad, el pelo atado y las botas adecuadas. También tiene el dosímetro para medir cuánta radiación recibirá y evitar una exposición peligrosa.

Se prepara para entrar a una de las instalaciones científicas más avanzadas del mundo ubicada 100 metros bajo tierra. Allí hay equipos sofisticados, kilómetros de cables, toneladas de hormigón y muchísima luz artificial. Arriba, en la superficie, está la campiña suizo-francesa, con sus praderas verdes y sus montañas de postal.

El escáner la reconoció, así que puede entrar a hacer su trabajo: hoy cambiará partes de instrumentos que se han roto, ajustará otros y se asegurará de que el gran experimento en el que participa junto a miles de científicos del mundo pueda obtener los datos más precisos.

Tiene 26 años, pero hace unos 20 sus pies corrían y saltaban por uno de los barrios más pobres de Montevideo. Primero el complejo Juana de América y luego la zona de la Chacarita de los Padres, en Punta de Rieles, vieron crecer a Camila Pazos, quien hoy es física, obtuvo su título en una universidad de Boston, Estados Unidos, y actualmente es la única uruguaya que trabaja en el Centro Europeo para la Investigación Nuclear (CERN, por su sigla en inglés), en Suiza, el laboratorio de física de partículas más importante del mundo. Allí, en 2012, se descubrió la llamada “partícula de Dios”, un hallazgo que amplió la comprensión del mundo que nos rodea y mereció el premio Nobel para los científicos que la identificaron.

Para Camila estar allí es un sueño, pero en realidad es una historia de superación, y también de amor por la ciencia que la impulsó más allá de lo que aquella niña de Punta de Rieles podía imaginar.

De Punta de Rieles a Georgia

Era 2001 cuando los padres de Camila decidieron mudarse a Estados Unidos en busca de mejores oportunidades. Con ellos irían sus tres hijos: Emiliano, de 10; Camila, de 8, y Soledad, de 5. “Mudarnos a EEUU fue una experiencia muy difícil. Nos fuimos de Uruguay sabiendo que no íbamos a ver a nuestra familia por muchísimos años. Mis padres no hablaban inglés y mis hermanos y yo menos, pero lentamente nos acostumbramos y creamos nuestra vida allí”, recuerda Pazos.

Entonces, pasó del Colegio y Liceo Beata Imelda, en Bella Italia, a una escuela en el estado de Georgia. Allí aún viven sus padres: José Pedro Pazos, que se dedica al mantenimiento de piscinas, y Alma Bonomi, asistente dental. Su hermano mayor es distribuidor para una empresa multinacional y su hermana menor estudió computación en la Universidad de Colorado en Boulder.

Con los años pudieron volver de visita, a reencontrarse con su abuela materna, sus tíos y primos paternos. Pero Camila asegura que el país no solo está presente cuando viene a Uruguay. En su casa siempre habló español, aunque reconoce que su acento ya no es muy uruguayo, menos aún ahora que ha tenido que aprender francés. Le encanta hacer comida uruguaya. “Les enseñé a todos mis amigos sobre nuestra comida. Hago milanesas, empanadas, alfajores, chajá. Soy adicta al mate. Me gusta mucho la música uruguaya y nunca me pierdo un partido de fútbol de Uruguay. Mis padres siempre mantuvieron sus costumbres, así que es lo que más conozco y me considero 100% uruguaya”, asegura.

Hay quienes dicen que para los que se mudaron al menos una vez de país, la decisión de hacerlo de nuevo es más sencilla. Y así fue que en 2015 Pazos emprendió una nueva aventura, esta vez en solitario.

Las partículas y la campiña suiza

Camila recuerda que siempre le gustó la física. “No sé exactamente por qué, creo que es por el estilo de los problemas. Hay varias maneras de llegar a la repuesta, pero solo hay una respuesta correcta. En la escuela siempre hacía las tareas de física primero; las hacía dos o tres veces a ver si podía encontrar diferentes maneras de resolver los problemas y encontrar la solución más prolija”.

No había dudas de que por allí seguiría su camino, por lo que al ingresar a la Universidad de Brandeis, en Boston, decidió estudiar física y computación, y un poco de biología y química. Era 2012, y para una adolescente interesada en la física fue quizás el año más fascinante de los últimos tiempos. Ese verano boreal, desde Suiza, el CERN anunciaba que habían encontrado “la partícula de Dios”, cuyo nombre real es el bosón de Higgs.

Se trataba de algo que los científicos buscaban desde hacía 50 años, cuando el físico Peter Higgs había propuesto una teoría que explicaría cómo hace la materia del universo para obtener su masa.

Aunque puede sonar muy abstracto —y lo es—, el bosón es una partícula elemental (es decir, compone los protones, electrones y neutrones que forman los átomos) que es clave para la comprensión de los elementos y fenómenos que nos rodean. Como la llamada materia oscura, por ejemplo, un tipo de materia que corresponde a 25% del universo pero cuyas propiedades son desconocidas. Por eso, para los físicos teóricos, el hallazgo del bosón es como una llave a ese mundo misterioso.

Encontrar al bosón llevó 50 años porque una vez que se produce se desintegra casi al instante para dar lugar a otras partículas. Lo que sí se puede detectar son sus “huellas”, pero para eso primero hay que generar las condiciones en las que se originan los bosones, como las que había en el Big Bang.

Ese fue uno de los motivos para que el CERN construyera, en 2008, su dispositivo estrella: el gran colisionador de hadrones (LHC, por su sigla en inglés), una máquina en forma de anillo de 27 kilómetros de circunferencia, compuesta por 10.000 imanes, cables y mucho metal que funciona 100 metros bajo tierra y acelera haces protones para que giren casi a la velocidad de la luz a fin de generar un Big Bang propio. Y sí, ahí trabaja Camila.

“El descubrimiento del bosón de Higgs me impulsó a leer y aprender más sobre los experimentos y la física de partículas. ¡Aún quedan tantos misterios!”, subraya Camila, que en Brandeis también estudió computación, porque un profesor le dijo que era algo muy útil e importante para la física. “La mayoría de los estudios de física tienen que ver con escribir el software que analizará correctamente los datos”. Además, de chica le gustaba arreglar cosas, así que el hardware no le fue ajeno y ganó experiencia mientras estudió en la universidad.

Entonces no sabía que esa formación le abriría una gran puerta.

Camila y el coloso

Antes de terminar sus estudios, Camila obtuvo un trabajo en un laboratorio de física de su universidad, y ese grupo ya colaboraba con el CERN. Este centro internacional fue fundado en 1954 por científicos de 12 países europeos que buscaban devolverle a la ciencia el brillo y fortaleza que había perdido a causa de la segunda guerra mundial.

Hoy son 20 estados los que comparten la financiación multimillonaria y la toma de decisiones de la organización donde trabajan más de 2.000 científicos de instituciones y universidades de 100 países. Hay físicos, ingenieros, arquitectos, matemáticos, informáticos, químicos y mecánicos, entre otras especialidades, que se dedican a la física fundamental. Su labor, ambiciosa como puede sonar, está enfocada en descubrir de qué está compuesto el universo, cómo surgió y cómo funciona.

Para responder esas preguntas, el CERN comenzó trabajando con la tecnología existente en la época, hasta que la imaginación humana y los presupuestos millonarios llevaron a la creación de la instalación única y sin precedentes del LHC.

Ubicado a pocos kilómetros de Ginebra, en la frontera entre Suiza y Francia, el LHC está situado en un túnel transitable, que recorre los 27 kilómetros de su circunferencia. Allí, el colisionador tiene las condiciones para hacer girar, en sentido contrario, dos haces de partículas a velocidades cercanas a la de la luz y en un espacio vacío enfriado a -270 °C. Al girar, ambos haces chocan y se desintegran en otras partículas, además de generar una energía altísima, simulando algunos eventos ocurridos inmediatamente después del Big Bang. Para analizar el resultado de esa colisión, a lo largo del túnel se ubican cuatro detectores de partículas.

Esos detectores tienen nombre propio —se llaman Atlas, CMS, LHCb y Alice— y también vida propia, porque en cada uno trabajan centenares de científicos. Atlas es, por supuesto, el más grande, y aunque fue diseñado para detectar una de las partículas más pequeñas pero energéticas del universo, sus dimensiones impresionan a la vista.

Se trata de un gran cilindro de 25 metros de diámetro (como un edificio de ocho pisos) y media cuadra de largo, que pesa más o menos como la Torre Eiffel. Está formado por seis sistemas de detección envueltos concéntricamente en capas alrededor de un punto donde colisionan los haces de protones. De ese modo puede registrar la trayectoria y energía de las partículas que se originan, lo que permite identificarlas y medirlas.

Y otra vez sí, Camila trabaja en el Atlas.

“¡Claro que era un sueño! Es el sueño de cualquiera que esté interesado en la física de partículas. Hace tres años que estoy en el CERN y aún no lo puedo creer”, dice Camila.

“Antes de llegar (…) me imaginaba que iba a ser un lugar de mucha formalidad, así que me asombró ver que el ambiente de trabajo es relajado y amistoso. Mis jefes prestan muchísima atención a los estudiantes que ayudamos con los análisis y siempre están disponibles para responder dudas. Verdaderamente nos tratan como colegas, quieren guiarnos para que lleguemos a ser buenos científicos y valoran mucho nuestras ideas”, cuenta con entusiasmo.

En el Atlas, Camila trabaja en el sistema de alineamiento, que asegura que el equipo sepa exactamente dónde está el sitio de colisión. “Ahora, el CERN quiere reemplazar partes del detector dañadas por la radiación que generan las colisiones”, relata. “Estamos construyendo (esas partes), y yo estoy a cargo del nuevo sistema de alineamiento”.

El objetivo de esta actualización, dice Camila, es medir más partículas a la vez y con mayor precisión. “Con más datos y más precisos es posible que podamos medir la materia oscura, algo que sabemos que debe existir —según lo indican todas las teorías físicas actuales—, pero que nunca hemos podido observar”.

Camila mira hacia ese horizonte y piensa en su futuro. “Mi idea es continuar hasta que terminemos de construir el detector nuevo, alrededor de 2021. Después me gustaría postularme para un doctorado en física en alguna universidad de Europa, y luego regresar al CERN, si es posible”, anhela.

Aunque se siente uruguaya, sus sueños están lejos de aquí y también de sus padres en EEUU. “Para ellos fue muy difícil que me fuera a estudiar a Boston. Y ahora me fui aun más lejos. Me extrañan mucho pero siempre me han apoyado en mis estudios y sé que están muy orgullosos de mi”.

Hoy, Camila tiene su casa en Ferney-Voltaire, un pueblo francés de 9.000 habitantes en la frontera con Suiza, conocido por el castillo que Voltaire construyó allí en 1755. Recorrer la distancia hasta el CERN le lleva 15 minutos en su moto. “Al llegar al CERN, cada día es diferente. Hay días en que paso horas frente a mi computadora escribiendo programas y analizando datos, y otros que entro al detector con mi casco y mis botas de seguridad para cambiar instrumentos que se rompieron. Hay muchísimos requisitos de seguridad, especialmente para entrar al detector. Se necesita un permiso especial después de tomar horas de clases y además pasar el ‘iris ID’”, cuenta.

De ese modo, los mismos ojos que Camila abrió por primera vez en Uruguay hoy le permiten entrar al CERN, pero sin dudas su mirada está puesta en seguir construyendo su futuro.

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