Leonardo Carreño
Leonardo Carreño
Diego Battiste
Wikipedia

Un mundo feliz

Las cosas irán mucho peor antes de mejorar; el desempleo y la pobreza serán los grandes matadores, más que la enfermedad

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19 de marzo de 2020 a las 16:36

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El mundo, tal como lo conocíamos, ha dejado de existir, al menos por un largo tiempo.

Buena parte de la humanidad se contagiará de un nuevo virus, muy dinámico pero no tan letal. Los Estados luchan por enlentecer su propagación para poder tratarlo, no ya para detenerlo. No pueden hacerlo, al menos mientras no haya una vacuna eficaz y producida y distribuida en masa.

Faltan varias semanas aún para que Uruguay registre el pico de casos. Entonces se parecerá más a la España actual, recluida y deprimida, que a la aldea apacible y marginal que casi siempre ha sido.

La distopía de hoy no es el final sino el principio. Todo lo que ayer parecía exagerado o grotesco, mañana será habitual.

La humanidad se recluye en sus casas. Quienes tienen un trabajo básicamente intelectual y acceso a Internet siguen activos, pero no tanto aquellos que se ganen la vida con tareas físicas.

Sobre las grandes ciudades, antes activas y ruidosas, ha caído un silencio ominoso. Una densa niebla descienda sobre el mundo, entre vigilancia y cuidados, como en una guerra.

Esta pandemia de coronavirus es nada al lado de la “peste negra” que acabó con la tercera parte de la población de Europa en el siglo XIV; o comparada con la “gripe española” de 1918, que mató muchas más personas que la Primera Guerra Mundial. Pero habrá asuntos asombrosos y difíciles de prever.

No todas las recetas aparentemente exitosas que resolvió China, epicentro del virus, son aplicables a sociedades liberales. Es más: los epidemiólogos divergen sobre la eficacia de las medidas. El aislamiento social y el cierre de escuelas pueden tener efectos más devastadores que la epidemia en sí.

El stress de las sociedades será enorme, como la presión sobre las familias recluidas, o la soledad de los ancianos. El gran desafío será mantener el equilibrio emocional: personal y colectivo. Muchas personas no toleran una vida de encierro, o no soportan a las personas con las que les tocó encerrarse. Habrá furia, revueltas y latrocinios. Pero la mayoría seguirá las consignas, con la esperanza de una redención final.

La confianza en las instituciones públicas y privadas, como para otros la religión, o la camaradería o el amor, podrán ser moderadores decisivos.

Esta es la hora señalada para toda suerte de profetas apocalípticos, más dañosos que el coronavirus, y de demagogos oportunistas, que piden, a la vez, más atención del Estado y menos gravámenes.

Muchos extremistas, de izquierda y derecha, sospechan de un plan diabólico para sacar ejércitos y policías a las calles y quitarle a la gente sus derechos, empezando por el trabajo, el salario y la libre circulación.

Mantenerse informado será vital. Y el exceso de información puede matar, al menos si es de baja calidad.

Las personas, las familias, las empresas y las instituciones públicas deberán reordenar sus prioridades, a veces con radicalidad.

Otra vez, como tantas veces en la historia, médicos y enfermeras son los héroes de la batalla. Pero también los productores de alimentos, los trabajadores de las agroindustrias, los conductores y servidores de la cadena logística, los dependientes de supermercados y otros comercios indispensables; los funcionarios que mantengan servicios esenciales, como agua, electricidad, hospitales y seguridad en las calles.

Deberán hacerse milagros para mantener la producción y suministro de alimentos, de energía, comunicaciones y equipos médicos.

Los malos de este cuento serán los sectores burocráticos amotinados, que eventualmente socavarán los servicios; y los actores privados egoístas y remisos.

Los países se aislan como nunca antes en la historia, pero, en ciertos aspectos, coordinarán sus acciones como jamás.

Habrá más xenofobia, ceguera nacionalista y demagogia; y tentaciones de ingeniería y manipulación social al modo de “Un mundo feliz”, la célebre novela de Aldous Huxley.

Los sistemas de salud y de seguros de paro y otras redes de contención y asistencia social, públicas y privadas, están siendo sometidos a enormes presiones, y será mucho peor.

Las cuentas del Estado, ya maltrechas, sufrirán una doble presión mortífera: menos recaudación, por una grave caída de la actividad económica; y más gasto, por salud pública, subsidios de desempleo y medidas de sostén a ciertas empresas.

Los primeros caídos serán ancianos y enfermos, y también los más pobres, los que se ganan la vida día a día, los vendedores callejeros, los pequeños comerciantes.

El desempleo y la pobreza serán los grandes matadores, más que la enfermedad.

Las materias primas sobre producidas, como el petróleo, valdrán poco y arrasarán a sus productores. (En este plano Uruguay, gran exportador de alimentos, parece estar del lado bueno de la historia, aunque ahora esté en depresión).

Las empresas caen una tras otra, cual fichas de dominó, igual que el comercio internacional, y la cadena de pagos ya se está resintiendo.

La crisis ha desnudado la sobrevaluación de ciertos mercados, en particular las bolsas de valores. Acciones y otros papeles han perforado el piso en su picada.

El lado positivo de la crisis es que pone de manifiesto toda la basura escondida.

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Multitud reunida en la intersección de Wall Street con Broad Street, siguiendo el desplome de la bolsa en 1929

¿Ha oído hablar del crack de 1929? ¿De 2002? En ciertos aspectos, esta debacle puede ser peor, aunque tal vez dure menos.

La vieja receta keynesiana de la Fed y el Banco Central Europeo de tirar ríos de dinero para reactivar la economía mundial está dejando de funcionar, salvo el rebote del gato muerto. El borracho ya no tolera más alcohol.

Si las depresiones económicas se arreglaran con billetes nuevos, entonces alcanzaría una imprenta para terminar con buena parte de los males de la humanidad. Lamentablemente no es tan simple. El billete no es la economía real; sólo la representa. La superabundancia de papel se paga con inflación.

Habrá serias recesiones y crisis, mezcladas con inflación o escasez. Sufrirán más los países que tienen las cuentas en peor estado, una economía atrofiada y un sistema político radicalizado o disfuncional.

La sabiduría convencional, basada en la historia, indica que las recesiones, aunque dolorosas, suelen durar menos que los ciclos de expansión. Pero nadie está muy seguro de nada ahora. No hay hojas de ruta. Sin embargo la humanidad, o la mayor parte de ella, se adaptará y lo superará, porque es más maleable de lo que parece a primera vista.

Mientras tanto habrá que hallar, como proponía Albert Camus, la alegría, los seres libres, la fuerza y todo lo que de bueno, de misterioso tiene la vida, y que no se compra ni se comprará jamás.

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