30 de diciembre 2025 - 10:28hs

Hay una paradoja silenciosa flotando en el aire argentino. Los números empiezan a ordenar el tablero, pero el ánimo colectivo sigue desordenado. Como si hubiéramos pasado años entrenando para sobrevivir a una tormenta eterna y, de golpe, alguien hubiera bajado el volumen del viento. No hay naufragio a la vista. Y para muchos argentinos, acostumbrados a que siempre pase algo, a vivir al borde del desastre, tampoco hay rumbo claro. Porque cuando la tormenta es permanente, también se vuelve sentido. Y ahí aparece la inquietud, ¿qué hacemos cuando deja de pasar “algo”, cuando el peligro ya no organiza la existencia?

Durante más de una década, y con especial intensidad en los últimos años, aprendimos a vivir en modo emergencia. La inflación no era solo un problema económico. Era una pedagogía cotidiana. Nos enseñó a desconfiar del mañana, a adelantar consumos, a correr antes de saber hacia dónde. Después vino la pandemia y terminó de cerrar el círculo. Aislamiento, miedo, protección. El Estado como escudo. El encierro como virtud. La excepción como regla.

Ese entrenamiento dejó marcas. Nos acostumbramos a que alguien, una normativa, un decreto, una cadena nacional, intentara domar la tormenta. A creer, incluso con cinismo, que el caos era gestionable si se lo regulaba lo suficiente. Como si el mar pudiera parcelarse en decretos y el oleaje se calmara con resoluciones administrativas.

Hoy el clima es otro. Los datos empiezan a acompañar. La inflación baja. El apocalipsis anunciado no llega. Pero la ansiedad persiste para muchos argentinos. Es el desconcierto de quien vivió demasiado tiempo con la guardia alta y no sabe qué hacer con un poco de normalidad. Como esos marineros que pasaron demasiado tiempo en mar abierto y, cuando pisan tierra firme, descubren que el suelo quieto también puede marear.

“Incertidumbre sin épica” aparece entonces como un problema existencial. Antes, la inflación era un enemigo claro. Había una misión diaria. Ganarle al precio, anticiparse, cubrirse. Ahora, en cambio, el desafío es más abstracto. No hay un sobresalto constante que justifique la adrenalina. Y eso, para una sociedad cansada pero acostumbrada al sobresalto, resulta inquietante.

Somos, en algún punto, adictos a la urgencia. La inflación funcionaba como una droga dura, dañina, pero estructurante. Ordenaba comportamientos, conversaciones, decisiones. Quitada esa dosis, aparece el síndrome de abstinencia. El cuerpo social desacelera, pero la cabeza sigue corriendo. La ansiedad no responde a los números porque no es numérica. Es cultural.

Durante años se nos dijo, explícita o implícitamente, que la incertidumbre era un fallo del sistema, algo a corregir. Que, con suficientes regulaciones, subsidios y controles, el futuro podía domesticarse. Esa narrativa fue eficaz porque calmaba. Ofrecía una ilusión poderosa. La de que alguien sabía lo que hacía, incluso cuando no era cierto. El canto de sirenas del Estado protector no prometía prosperidad. Prometía alivio.

Hoy esa música se apagó. Y el silencio abruma. Porque aprender a vivir con incertidumbre no es un dato que baje en una planilla. Es un cambio de mentalidad profundo. Implica aceptar que no todo es controlable, que no hay garantía permanente, que el riesgo es parte del viaje. Para una generación formada en la excepción, eso se siente como abandono.

Se deja atrás una protección infantil para ganar autonomía, aun a costa de miedo. El problema es que nadie nos explicó que esa transición iba a ser así de incómoda. Que no habría fuegos artificiales. Que el heroísmo no estaría en resistir una catástrofe, sino en habitar una normalidad frágil.

Quizás por eso tantos se sienten sin rumbo. Acostumbrados a sobrevivir, no saben bien cómo proyectar. El horizonte se abre, pero abruma. Y frente a un horizonte demasiado amplio, el reflejo es mirar al piso. Replegarse. Desconfiar.

Navegar la incertidumbre no es ir a la deriva. Hace falta algo más que valentía. Hace falta destino. El desafío de esta etapa no es negar la incertidumbre ni romantizarla, sino aprender a orientarse en ella. Porque para un barco sin puerto todos los vientos son de cola… y ninguno sirve.

Reconstruir una brújula colectiva después de años de navegar a los golpes. Aceptar que el mar nunca fue manso, que solo creímos que alguien lo estaba domando por nosotros. Y entender que crecer, como sociedad, no es eliminar la tormenta, sino aprender a leer las fuerzas del cielo.

Nicolás Bottini, Analista político, escribe La rosca y la tuerca: una columna política que no corre detrás de la noticia, sino de su sombra.

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