En la novela El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, observa cómo su Sicilia feudal se transforma ante la unificación italiana de Garibaldi. Los jóvenes liberales llegan con discursos de renovación, pero él, viejo zorro, entiende que el poder solo cambia de manos si antes cambia de rostro. Si queremos que todo siga igual, dice Tancredi Falconeri, su sobrino, es necesario que todo cambie. La frase, siglos después, resuena con una nitidez incómoda en la Argentina.
Cada tanto, el país vuelve a representar su versión del gatopardismo: el cambio como gesto, la transformación como escenografía. Esta semana, el Gobierno anunció un nuevo gabinete. Se habló de “etapa dos”, de “nuevas energías para un mismo rumbo”. Pero el reacomodo de nombres y cargos parece más una mudanza simbólica que una refundación. Manuel Adorni, el vocero, el intérprete de la narrativa presidencial, asciende a la jefatura de Gabinete, confirmando que el poder real está en la palabra, no en el expediente. La comunicación, mucho más que la gestión, es el corazón del proyecto. Diego Santilli, un PRO que no se asume del todo propio, asumió en Interior y hoy se presenta como un socio necesario. Aunque a Mauricio Macri no le haya gustado demasiado la invitación. Los viejos y los nuevos se mezclan en una foto que promete novedad y exhala continuidad. Al tiempo que, cada movimiento local parece tener de fondo una traducción simultánea en inglés.
Por un lado, la vieja aristocracia de lo provisorio. Ese linaje difuso de dirigentes, asesores, empresarios, consultores, que han hecho del interinato su forma de eternidad. Su secreto es la adaptación. Sobreviven a las crisis, mutan de signo, cambian de jefes, pero nunca de oficio. Son los que entienden que el poder no es poseerlo, sino seguir estando cuando el poder cambia de manos.
Del otro lado, la pulsión de cambio. Ese deseo colectivo de ruptura, de empezar de cero, de que “esta vez sí”. Es la emoción política más argentina de todas; casi religiosa. Sin esa épica de refundación nada arranca. Sin embargo, el problema es que esa energía necesita un cuerpo para encarnarse y el cuerpo disponible siempre es el mismo: la aristocracia de lo provisorio. Así, la motosierra termina bailando con la casta.
Hay algo erótico en esa relación. Se odian, se necesitan, se seducen. El discurso libertario necesita la estructura que desprecia; la estructura necesita el fuego que la legitime. Lo nuevo sin lo viejo no tiene cimientos. Lo viejo sin lo nuevo no tiene relato.
Esa tensión entre ethos (lo que sostiene) y pathos (lo que sacude) define buena parte del alma política argentina. El ethos es la estructura, la costumbre, la lógica burocrática que garantiza que nada colapse del todo. El pathos es la emoción que incendia, que exige empezar de nuevo. Sin ethos no hay continuidad. Sin pathos, no hay relato. Y cuando ambos se encuentran, lo que emerge es esta forma singular de estabilidad en movimiento: cambiar para que nada cambie.
Cada recambio ministerial funciona como un rito. No solo se elige un nuevo ministro, se renueva la fe en la posibilidad del cambio. Es una misa laica, con juramentos, cámaras de fotos y frases protocolares de ocasión como “nueva etapa”, “trabajo en equipo”, “energía renovada”. Pero debajo de la liturgia, el mapa del poder conserva sus viejos contornos. Los outsiders terminan adentro, los que prometieron destruir la casta necesitan sus oficios para sobrevivir. El cambio se vuelve una técnica de conservación.
Quizás por eso el gobierno actual, que nació de la pulsión de romperlo todo, se encuentra ahora negociando con lo que prometió destruir. Y quizás por eso la política argentina, en todas sus versiones, parece vivir atrapada en un tango eterno entre el orden y la ruptura. El ethos y el pathos giran, se enfrentan, se acarician. Uno aporta continuidad y el otro, legitimidad. Juntos producen una tensión que da como resultado movimiento, pero no asegura dirección.
El gatopardismo no es solo una estrategia del poder, es por sobre todo un rasgo cultural. Somos un país que necesita sentir que cambia para poder seguir siendo. El futuro se anuncia cada seis meses. Y cada seis meses y medio descubrimos que sigue oliendo a pasado. Aun así, en esa repetición, dentro del loop de Tancredi Falconeri, también haya una verdad menos trágica y se pueda leer entre líneas que el cambio, incluso cuando no transforma del todo, mantiene viva la esperanza de hacerlo.
Mientras tanto, seguimos observando las fotos del nuevo gabinete, como si buscáramos en los rostros alguna pista del porvenir. Tal vez lo que vemos no sea el futuro, sino su simulacro: una nueva máscara del mismo rostro. Pero incluso el simulacro tiene su función. Nos recuerda que el poder, como el teatro, necesita movimiento para sostener la ilusión.
Y así, entre la vieja aristocracia de lo provisorio y la pulsión de cambio, seguimos bailando. Un pueblo que quiere romper y conservar al mismo tiempo, dentro de un país que se promete distinto y se repite. Como la aristocracia siciliana de la novela, que acepta el cambio porque entiende que lo esencial -su dominio, su prestigio, su control- seguirá igual una vez más, este gatopardo local vuelve a ronronear en la Rosada. ¿Será arrullo o será advertencia? ¿O finalmente aprenderemos a mirarnos distinto, desde otro lugar, y abrazar un cambio verdadero?