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Corea: aguardando por los adultos

El aislamiento llevó a Corea del Norte a la amenaza nuclear
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04 de diciembre de 2017 a las 05:00
Por Pablo Aragón
Especial para El Observador

La pasada semana representó un punto alto en la historia del Lejano Oriente: tras una pausa de 74 días, la monarquía comunista de Corea del Norte lanzó un misil intercontinental que, al alcanzar los mil kilómetros de altitud, demostró su capacidad de, en un plano horizontal, llegar al límite de trayectoria de 13.000 km. Sí: alcanzaría territorio de Estados Unidos.

Desde que, en 1993, el reino eremita de los Kim anunciara que se embarcaría en un programa de desarrollo nuclear, el mundo ha estado oscilando entre la risa sarcástica y el temor: cualquier conflicto de gran dimensión en la península coreana encierra la posibilidad de que se cuenten por millones los muertos. Un ataque a través del célebre paralelo 38 tendría inmediatas repercusiones en Corea del Sur, Japón y las islas del Pacífico en las que EEUU tiene estacionadas tropas, y no precisa ser nuclear para confirmar el nombrete que se le ha dado a la región: la caja de la muerte.

¿Qué llevó a Corea del Norte a la amenaza nuclear? Su aislamiento. La paranoia de su dinastía reinante. Su crónico temor de que las maniobras militares conjuntas que Seúl y Washington llevan adelante bajo sus narices todos los años pueda desbordarse en una invasión al Norte, con miras a sustituir a la dictadura gobernante. Su orgullo herido.

El anuncio de que Pionyang enriquecería plutonio en su reactor de Yongbyon hizo, pues, que EEUU anunciara, en 1994, que ambos países podrían entrar en guerra, precipitando el pánico en la región. El buen sentido, sin embargo, primó, y en octubre de ese año ambos países firmaron un acuerdo marco que llevara al desmantelamiento de instalaciones nucleares en Corea del Norte, a cambio de la entrega, por parte de EEUU, de combustible y dos reactores de uso pacífico.

La resistencia republicana al acuerdo firmado por la administración de Bill Clinton, sumada a las persistentes versiones de que, a despecho de lo convenido, Corea del Norte mantenía un programa de desarrollo nuclear no declarado (algo que nunca se confirmó plenamente), hizo que el acuerdo marco fuera desautorizado, hasta que, en 1998, se dio lanzamiento al llamado "proceso Perry" (por el ex secretario de Defensa de EEUU William Perry), por el cual se llegó a convenir un congelamiento en el disparo de misiles al aire por parte de Pionyang, así como su aceptación de inspecciones de la agencia internacional de energía atómica (IAEA), a cambio de un levantamiento progresivo de sanciones económicas y, lo más importante, el estudio de una posible normalización de relaciones diplomáticas entre ambos países: la frutilla en la torta de la autoestima norcoreana.

Lo malo es que, a cartón seguido, triunfó en las elecciones presidenciales de EEUU George W. Bush. Con él llegó la suspensión de las conversaciones, los característicos ladridos diplomáticos del vicepresidente Dick Cheney y el embajador de EEUU ante la ONU, John Bolton, así como la inclusión de Pionyang en un "eje del mal" tras los ataques a las torres gemelas en 2001. Para el año siguiente, todo se había ido al tacho.

Corea del Norte retomó, pues, sus pruebas nucleares, por lo que Washington debió correr detrás, sumándose a un acuerdo de seis partes (en el que se incluyera a Rusia, China, Corea del Sur y Japón) que, hacia 2005, logró la aceptación norcoreana de congelar su programa: algo que duró apenas semanas, hasta que el Departamento del Tesoro, vaya uno a saber por qué, decidió congelar los activos del banco Delta Asia de Macao, donde Pionyang llevaba adelante sus transacciones financieras. En horas, el acuerdo desapareció, y Pionyang retomó su camino. En 2006, lanzó ocho misiles al aire, y llevó a cabo su primera explosión nuclear.

Washington volvió a la mesa negociadora. Dio en 2007 el paso de sacar a Corea del Norte de la lista de países promotores del terrorismo internacional (que estuviera en ella era ya una tontería). Pionyang anunció otra vez que congelaría sus pruebas nucleares, pero ya nadie creía que hubiera confianza alguna entre ambas partes.

La llegada de Barack Obama a la Casa Blanca hizo poco por cambiar este cuadro. Los demócratas no
solamente dejaron sin atender este tema por largo tiempo (pese a una segunda prueba de explosión atómica y un enfrentamiento armado en la frontera entre las dos Coreas): recién lo hicieron en 2012 con un acuerdo que obtuvo el congelamiento de las pruebas a cambio de alimentos, en razón de las hambrunas que siguen al socialismo como la sombra al cuerpo.

Pero otra vez metió el diablo la cola. Pionyang anunció que lanzaría un satélite al espacio, y Washington consideró que ello iría en violación del acuerdo conseguido, por lo que un año después del convenio el asunto coreano volvió a fojas cero.

A lo largo de todo el período reseñado, Washington ha mantenido una invariable línea diplomática: la península coreana debe ser desnuclearizada, a cambio de palos o zanahorias. Y esta rigidez miope ha ignorado dos elementos cruciales: el hecho de que Pionyang ha avanzado tanto en su programa de desarrollo nuclear que hoy se ha proclamado una potencia nuclear tras el disparo misilístico de este mes, así como el hecho de que regímenes que se avinieran a desmantelar sus proyectos nucleares, como el libio de Muamar Gadafi o el iraní en 2015, han sido posterior y estúpidamente castigados por Washington una vez logrado su objetivo.

Donald Trump ha incursionado, pues, en una tontería exactamente igual a la de sus predecesores. Cree que desnuclearizar Corea es posible, e insiste en los programas de sanciones económicas, listas negras y aislamiento internacional que, de todos modos, requerirían para tener sentido del consentimiento de Rusia y China, cuyas cancillerías no comparten esta línea de trabajo.

Una guerra en la península hoy ocasionaría entre dos y ocho millones de muertes en pocas semanas. No requiere de armas nucleares para ser letal: bastaría con un ataque a las instalaciones energéticas del Sur para desatar una masacre. Su escenario sería la península y, claro, Japón, así como la isla de Guam. Es, por tanto, una posibilidad que solo los insensatos pueden contemplar.

Trump sabe esto. Por eso tal vez sea que juega con la noción de una guerra por Twitter, o se burla del dictador norcoreano Kim Jong-un llamándolo "el hombrecito cohete" o "perrito tristón", en tanto este lo llama "demonio nuclear" o "viejo peligroso". Tal vez ambos crean que la imposibilidad del conflicto les permite hacerse los guapos.

Solo que las guerras se desatan, en la mayor parte de los casos, no por designio sino por inercia. La falla técnica o el error humano. La impaciencia o el temor.

Lo más antiguo que hay en el hombre es suficiente para que los juegos de guerra de estrategas y cancillerías idiotizadas vuelen por los aires en el momento menos pensado.

La confrontación coreana está, por tanto, pidiendo a gritos la llegada de un adulto y su mesa de negociación. Ojalá lo haga a tiempo.

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