La desintegración del régimen, sin una alternativa realista, podría abrir la puerta a una imprevisible guerra civil.
Sería un déjà vu regional: la aparición de nuevos señores de la guerra, enfrentándose entre ellos y contra Estados Unidos; el descontrol del precio del petróleo; y una radicalización del extremismo islamista, no solo en Medio Oriente, sino también en Occidente.
También podría facilitar la intervención indirecta de actores extrarregionales —¿China? ¿Rusia?— y, eventualmente, forzar una intervención sobre el terreno. Y ya se sabe: ninguna guerra en esa región se resuelve con una intervención sobre el terreno.
El dilema de Donald Trump
Trump enfrentaba un dilema político.
Había prometido no involucrar a Estados Unidos en nuevas guerras, una postura que le permitió captar el apoyo de sectores hartos del sacrificio de vidas estadounidenses en conflictos sin beneficios claros.
De hecho, se jactaba de no haber abierto nuevos frentes de batalla durante su primer mandato, a diferencia del desastre que legó la gestión de Joe Biden: un mundo repleto de enfrentamientos y un Estados Unidos reducido al rol de pirómano o, en el mejor de los casos, de bombero ineficaz.
A eso se suma que Medio Oriente, aunque sigue siendo una región estratégica, representa hoy más una distracción que una prioridad para el poder estadounidense.
El verdadero foco de la política exterior bajo su gobierno es Asia-Pacífico y su rival directo, el gigante asiático.
La decisión desató un conflicto profundo que se reflejó tanto en las primeras líneas de su gobierno como en el corazón del Partido Republicano, traducido en un dilema central: por un lado, la promesa de no iniciar nuevas guerras; por otro, la defensa de los valores occidentales, el liderazgo global de EE.UU. y la seguridad de sus aliados, MAGA.
Trump decidió reafirmar el rol de Estados Unidos como potencia militar. Al mismo tiempo, como efecto secundario, demostró que ni China ni Rusia pueden impedir sus decisiones en regiones clave bajo su influencia directa.
Y, como mensaje a la política interna de su país, eligió también cerrar el capítulo del acuerdo con Irán impulsado por el gobierno de Barack Obama, considerado por muchos republicanos como el inicio este conflicto, pero también como símbolo de la decadencia internacional del país.
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Como cada verano, Obama publicó su playlist.
Irán, pero no volverán
Irán, por su parte, atraviesa una situación crítica. Incluso si intentara una represalia —ya sea con ataques a bases estadounidenses o bloqueando el Estrecho de Ormuz—, sabe que la superioridad militar de Estados Unidos es abrumadora, y que una reacción extrema tendrá consecuencias aún más extremas.
Por primera vez en mucho tiempo, además, el conflicto se desarrolla dentro de sus propias fronteras.
Hasta ahora, Irán había exportado la violencia a terceros países como Siria, Yemen, Irak y Líbano, e incluso a otras regiones mediante ataques terroristas ejecutados por sus diferentes nicknames: Hezbolá, Hutíes y Hamás, entre los más conocidos y mortíferos.
Esta vasta red de organizaciones —los llamados 'proxys'— era sostenida con dinero, armas e inteligencia para operar más allá de las fronteras iraníes.
Ese esquema le permitía a Teherán eludir parte del costo político y diplomático de actuar a cara descubierta. Sin embargo, en los últimos meses, esa red ha sido profundamente debilitada por las acciones conjuntas de EE.UU. e Israel.
Sin sus ejércitos de trolls armados, Irán debió enfrentar el conflicto exclusivamente con sus propios recursos y fuerzas internas, lo que agrava aún más la fragilidad del régimen y complica cualquier estrategia de defensa o contraataque.
También quedó en evidencia que la idea de potencia militar iraní era más un relato para sujetar a propios y amenazar a extraños que una realidad consolidada.
El futuro ya llegó
El ataque fue ejecutado: contundente y quirúrgico.
Pero junto con los misiles, llegó también una propuesta de negociación dirigido al corazón del poder iraní: si renuncian a represalias, esto se terminó acá.
El propio vicepresidente J.D. Vance afirmó que Estados Unidos no busca un conflicto prolongado, aunque está preparado para enfrentarlo con éxito si fuera necesario.
Pero en Irán nada es sencillo ni predecible. El régimen está seriamente fracturado, y las traiciones y conspiraciones abundan en todos los niveles.
Por eso, llegar a acuerdos rápidos resulta sumamente complicado.
Ahora queda por ver si Irán responderá con su habitual pirotecnia verbal y ambigüedad operativa, o si, finalmente, se encaminará hacia una debacle inevitable.
Sin embargo, hay un cambio significativo para destacar.
La posibilidad de mantener el régimen de los ayatolás representa una novedad discursiva en Estados Unidos, dado que durante décadas la exportación de la democracia fue una marca registrada de su expansión global.
Probablemente, Trump esté alineándose con las ideas de Samuel Huntington, quien anticipó con gran lucidez este escenario a principios de los años 90.
Huntington sostenía que Occidente debía primero resolver sus conflictos internos y que no podía seguir exportando la democracia a lugares donde nunca florecería, mucho menos embarcarse en guerras eternas con ese fin.
En cambio, debía enfocarse en ser una región próspera, libre, innovadora, militarmente poderosa y unida en torno a sus valores ideológicos.
Esa idea, durante décadas resistida por el progresismo occidental, hoy parece más vigente que nunca.
El sueño atómico iraní quizá haya terminado. Pero el verdadero desafío recién comienza: redefinir el alma de Occidente antes de que otros lo hagan por él.
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Los bombarderos B2 de EEUU, con los que atracaron las centrales nucleares de Irán.