¡Gracias, fútbol, por salvarnos!

En días de contagio y muerte, el tiempo del fútbol es el principal signo de normalidad

Tiempo de lectura: -'

22 de agosto de 2020 a las 05:02

Estás por alcanzar el límite de notas.

Suscribite ahora a

Pasá de informarte a formar tu opinión.

Suscribite desde US$ 3 45 / mes

Esta es tu última nota gratuita.

Se parte de desde US$ 3 45 / mes

Pablo Neruda le dedicó un poema, Oda al tiempo, el cual dice en sus cuatro primeros versos: “Dentro de ti tu edad / creciendo, / dentro de mí mi edad / andando”. En su Arte poética, Borges escribió: “Mirar el río hecho de tiempo y agua / y recordar que el tiempo es otro río”. En su mejor poema, Nocturno de San Ildefonso, resumen de una vida, Octavio Paz reflexionó sobre el misterio del tiempo y la posibilidad de que en una noche determinada todos los ciclos temporales que caben en la vida humana coincidan en un instante único: “La verdad / es el fondo del tiempo sin historia”. Por encima incluso del amor y de la muerte, el tiempo es el más imponente misterio de la condición humana. Somos lo que él decide: una vida corta, mediana, o larga, depende. Creemos –hacemos el intento– que podemos dominar al tiempo y para eso hemos creado un intermediario inexacto en su aparente inexactitud: la cronología, la cual nos permite saber que ahora son las ocho de la mañana y no las diez de la noche.

Después de haberlo creado, le pedimos al medidor de temporalidades, “Reloj, no marques las horas […] Reloj, detén tu camino” (letra del bolero clásico), sabiendo que no hay utopía mayor que intentar detener el tiempo. Marionetas de este, sentimos su presencia con mayor énfasis en determinados momentos de la vida –en la etapa final de esta, sobre todo– y también en períodos de la historia que podemos considerar excepcionales, como por ejemplo cuando una guerra o una plaga imponen una exasperante lentitud a las horas de cada día. Podemos entender mejor el concepto en momentos como los actuales, en los que el confinamiento, la incertidumbre y la repetición de un mismo suceso –la aparición de una enfermedad y su contagio– nos convirtió en rehenes del tiempo. ¿Cómo zafar? Tal pareciera que la única alternativa de liberación sería recurrir al olvido autoimpuesto de las circunstancias, esto es, escapar mediante coartadas asociadas al esparcimiento. La mente quiere que la entretengan, que la distraigan, que la saquen del tiempo real para situarla en otro, paralelo y autosuficiente: el tiempo ficticio del espectáculo. 

La presencia del covid-19 puso de relieve la importancia del entretenimiento, de aquellas dimensiones en las que la ficción interviene para posibilitar una evasión de la realidad empírica y de su avalancha de hechos negativos en simultáneo. El tiempo del ocio adquirió condición salvífica. Por un rato pasamos a residir en una temporalidad ajena a lo real y que puede ser la de una película por cable, un documental sobre los anillos de Saturno, una serie adictiva en streaming o una justa deportiva en la que hay ganador y perdedor. El tiempo del entretenimiento erradica el lastre menos tolerable: la realidad en sus diferentes versiones. Y en ese horizonte de desvíos de los parámetros del mundo real, nada más intenso y verídico que la temporalidad del fútbol, el verdadero tiempo de nuestro tiempo. Para contextualizar el maremagno de la época surgió la expresión “nueva normalidad”, de supina vaguedad, y que incluye la temporalidad sui generis del presente. Recién estamos aprendiendo a vivir en ella.

El 31 de diciembre de 2019, para despedir el año y al mundo tal como lo habíamos conocido, el gobierno chino informó que en Wuhan, capital de la provincia de Hubei, se habían reportado casos de un tipo de neumonía desconocida. En los días siguientes no solo la noticia corrió como reguero de pólvora, sino también el virus, convertido por las circunstancias en viajero frecuente. El 11 de marzo la Organización Mundial de la Salud (OMS) reconoció la existencia de una pandemia global. En forma progresiva, a diario, semana a semana, la realidad que dábamos por obvia se tornó irreconocible. El mundo que vimos en The Day the Earth Stood Still (conocida en español como El día que la Tierra se detuvo o Ultimátum a la Tierra), una de las mejores películas de ciencia ficción que se han filmado, tuvo una réplica casi calcada en la realidad presente. El virus tuvo efecto social letárgico. La gente dejó de trabajar o fue obligada a hacerlo desde su casa mediante la modalidad conocida como teletrabajo. Se interrumpió la vida social, cerraron teatros, cines, bares, restaurantes, museos, etc., los aeropuertos se transformaron en áreas fantasmas, los hospitales desbordaron, y la gente empezó a morir sin poder despedirse de sus familiares ni tener un funeral digno. 

Rápido pudimos percibir que el mundo hermoso de antes había desaparecido de un plumazo, pues esa fue la nota destacada: que todo estaba ocurriendo demasiado rápido, como si el tiempo se hubiera confabulado con la realidad para que lo increíble careciera de límites. Pareció que nada podría detener la caída libre del mundo civilizado. A pesar de la ilusión en torno a la vacuna que podría estar pronta en cuestión de meses, la incertidumbre y el pesimismo mantuvieron omnipresencia. La angustia y el nerviosismo mundial continuaron creciendo de manera exponencial, hasta que de pronto un hecho de contenido lúdico, que en circunstancias diferentes hubiera pasado inadvertido, devolvió credibilidad a la realidad, haciéndola menos inhabitable. 

El 25 de mayo de 2020, Bayern Múnich y Borussia Dortmund se enfrentaron en la cancha del segundo, con triunfo del primero por 1-0. Parecía increíble que en medio de la catástrofe volviera el fútbol profesional televisado. El espectáculo del balompié, que desde su creación en el siglo xix ha venido acompañando todas las etapas de la modernidad, regresaba como milagro del tesón humano. Todavía era posible creer en el futuro y en lo que llamamos vida normal. Renacía la realidad concentrada de un tiempo fuera del tiempo, esta vez con tribunas sin gente y ruidos ambientales artificiales, para dar la idea prefabricada de que en las gradas había público y que el cemento vacío era un espejismo más de una época repleta de ellos. No solo volvía el hechizo del fútbol, también la noción de que si el balón comenzaba a rodar nuevamente, entonces el mundo, con nosotros dentro, se iba a salvar. El tiempo detenido del claustro y la reclusión, impuesto ya sea por gobiernos o por decisión individual, fue sustituido, al menos durante 90 minutos, por un tiempo cuya dinámica instala a la gente en una realidad medible con parámetros alternos, en este caso específico, el de una atemporalidad que psicológicamente no representa el poco más de hora y media de duración de cada partido. El tiempo del fútbol devolvía la realidad a un espacio de escape y entretención con cronología diferente, por más que cada partido siguiera dependiendo del mismo reloj que nunca para de marcar las horas.

Refiriéndose al regreso de la actividad de la Champions League, la cadena TUDN, propietaria de los derechos de trasmisión para territorio estadounidense, enfatizó en sus avisos promocionales: “La espera se hizo muy larga”. En verdad, el parón de la Champions no duró tanto, pero hoy en día una semana sin fútbol representa una eternidad. Hemos pasado a vivir en el tiempo sagrado del fútbol, el único consagrado a una intensidad desbordante que hace prescindibles los demás aspectos de la realidad. Esta historia se ha venido cocinando a fuego lento desde principios del siglo pasado, cuando el fútbol se transformó en máximo unificador de culturas a escala universal, acompañando las diferentes etapas de la historia moderna. Por eso no resulta exagerado afirmar que el tiempo de la modernidad no está definido por la velocidad del automóvil, la del avión o la de internet, sino por la del fútbol. El tiempo pasó a depender de su temporalidad, asociada a 22 personas en shorts corriendo detrás de un balón. 

En el tiempo del fútbol, los hechos de la realidad son actores de reparto. Un caso lo evidencia. En 1936, tres años después de haberse hecho miembro del partido nazi, Josef “Sepp” Herberger (1897-1977) se convirtió en entrenador principal de la selección alemana. Admirado por Hitler, pasó el tiempo de la guerra en Berlín. Cuando la ciudad cayó en manos de las fuerzas aliadas en 1945, fue detenido e investigado por su pertenencia al partido que utilizaba el deporte con fines propagandísticos. En su casa encontraron miles de papeles que el entrenador había ido acumulando desde la llegada al poder del nazismo. Por supuesto, lo primero que pensaron sus captores fue que entre ellos habría información ideológica y política de valor fundamental para conocer mejor el régimen que había dejado en ruinas a Europa. Gran sorpresa tuvieron al no encontrar ni una sola línea relacionada con la política, de su época o de otra anterior. Lo único que contenían los papeles era información escrita a puño y letra por el propio Herberger sobre fútbol. Fútbol, solo fútbol. Nada sobre Hitler ni sobre el nazismo; solo tácticas, estrategias, movimientos en la cancha, etc. Nueve años después, en 1954, el gran estratega llevó a Alemania a conseguir su primera copa del mundo, en final histórica contra Hungría, para la que estudió hasta el peso y tamaño de los zapatos que usarían sus jugadores, porque el control del tiempo comienza en los pequeños detalles. 
 

CONTENIDO EXCLUSIVO Member

Esta nota es exclusiva para suscriptores.

Accedé ahora y sin límites a toda la información.

¿Ya sos suscriptor?
iniciá sesión aquí

Alcanzaste el límite de notas gratuitas.

Accedé ahora y sin límites a toda la información.

Registrate gratis y seguí navegando.