DENIS CHARLET / AFP

¿Quién te va a cuidar después de la vacuna?

El hecho de que los uruguayos hayamos demostrado que perdimos temor y ganamos estupidez no avizora un panorama esperanzador

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10 de abril de 2021 a las 05:03

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Vivimos el peor momento de la pandemia en Uruguay, por casos y por muertos. En abril, mayo y buena parte de 2020 jamás imaginamos que podríamos llegar a 4.000 casos y casi medio centenar de muertos cada día. Enfermos y muertos que no son solo un número sino personas con nombre y apellido que en muchos casos conocemos, porque acá todos nos conocemos de más lejos o de más cerca.

Vivimos el peor momento de la pandemia además porque hay dos posiciones absolutamente contrapuestas sobre qué papel debe jugar el Estado a la hora de obligar o no a los ciudadanos a hacer lo que la gran mayoría sabe que debe hacer pero no hace. El presidente Luis Lacalle Pou considera que debe seguir adelante con su idea inicial de una (ahora devaluada) libertad responsable y, como dijo esta semana en la entrevista publicada por La Nación, está convencido de que “un gobernante nunca debe mandar lo que sabe que no va a poder hacer cumplir”.

Científicos y médicos, y la oposición, consideran que debe reducirse severamente la movilidad para evitar no solo más muertes y más casos, sino el desborde total de un sistema de salud que ya da amplias señales de que está, si no desbordado, por lo menos con el agua al cuello.

Mientras que en la política y en la población se procesa este legítimo debate, pocos se preguntan, al menos públicamente, qué pasará luego de que estemos vacunados, no todos, pero ojalá que la mayoría de los uruguayos. A diferencia de las muy malas noticias que cada día recibimos sobre el curso de la pandemia, el ritmo de vacunación sigue muy bien, con errores y algún atraso incluido pero sin pausa. Más de 800.000 personas fueron vacunadas, casi 200.000 de ellas ya con la segunda dosis. Las proyecciones del gobierno estiman que para mayo se verán los efectos en la inmunidad colectiva, aunque no se llegará aún al famoso “rebaño”.

Ahora se exige menos movilidad (cierres de comercios, toque de queda, entre otras posibles medidas) por un tiempo acotado, para bajar contagios que deriven en muertes que se podrían evitar y en desbordes de CTI. Más allá de lo decidido por el presidente para estos días, ¿qué pasará cuando estemos vacunados? ¿Pediremos que nos sigan cuidando desde el Estado? ¿Abrirán los comercios, las salas de fiestas, volveremos a reunirnos de a muchos –aunque algunos nunca dejaron de hacerlo–, compartiremos mates y abrazos?

A juzgar por lo que sabe la ciencia hasta el momento sobre el efecto de las vacunas en nuestro organismo, no deberíamos hacer nada de lo que acabo de detallar. Si bien inocularnos nos protege –con diferente porcentaje de efectividad según la vacuna– de morirnos por covid-19, no nos protege, o al menos no totalmente, de que nos contagiemos y, lo más importante, de que contagiemos a otros. Rafael Radi lo explicó esta semana en la reunión del Consejo Directivo Central de la Udelar: “La vacuna de Sinovac no se caracteriza por bloquear la transmisión. Protege plenamente de tener formas graves, pero la capacidad de disminuir la transmisión no es tan alta. La de Pfizer tiene más posibilidades de bloquear transmisión comunitaria”.

Esto va para largo, entonces, y el hecho de que en estos días los uruguayos hayamos demostrado que perdimos temor y ganamos estupidez no avizora un panorama esperanzador. La mayoría de las personas no científicas o entendidas en el tema con las que hablo me dicen que están esperanzados de que este año volvamos a algo parecido a la normalidad. Es cierto que vemos la luz al final del túnel, pero es de muy baja potencia esa lamparita.

Si luego de vacunados reincidimos en conductas que generan contagios, nos enfrentaremos a un renovado problema, porque a la debilidad sanitaria, social y económica que nos dejó un año de pandemia (año en el que al menos durante ocho meses no vivimos en una emergencia) se le sumarán nuevos contagios que seguramente serán infinitamente menos mortales pero muy costosos desde muchos puntos de vista. En un país en el que miles de personas tengan que pasar al menos dos semanas enfermos o aislados en sus casas o incluso en un centro médico, se perderán miles de millones de dólares en horas trabajadas, en suplencias, en subsidios por enfermedad y en gastos médicos, entre otros rubros.

Todo lo anterior no es solamente una visión negra del futuro cercano que nos tocará enfrentar; es un recuerdo de que si ahora mismo, en el peor de los momentos de la pandemia en Uruguay, no estamos ni de cerca a la altura de las circunstancias, parece poco probable que lo estemos después, cuando la falsa seguridad que te puede otorgar el certificado de las dos dosis se convierta, para los mismos irresponsables que ahora no cumplen con las medidas archiconocidas, en un pase libre para que se sigan contagiando y contagiando a otros.

El año 2020, con un número muy bajo de casos pero un respeto de buena parte de la población a las medidas que se aconsejaban, nos dejó 100.000 pobres nuevos, ollas populares, un desempleo que seguirá creciendo y una severa contracción de la economía. Si vamos a pedirle al Estado que nos salve de la estupidez no solo durante esta emergencia sino después, ya vacunados, habrá que tramitar préstamos ya no con el Fondo Monetario Internacional, sino con la Confederación intergaláctica de planetas.

Desde el 21 de diciembre, cuando se aprobó la ley que restringe el derecho de reunión, la policía ha realizado más de 5.000 intervenciones en concentraciones más grandes o más pequeñas. Podrá parecer mucho o poco, pero en cualquier caso fue tiempo y personal que el Ministerio del Interior debió dedicar a controlar a personas que, en su mayoría, saben que no pueden hacer reuniones de mucha gente. Tiempo y personal que no estuvo para controlar el delito y la violencia, entre otros problemas que enfrenta esta sociedad.

Si en tu casa hacés una reunión de 15 personas y terminan con bailoteo y cantarola, y si tu vecino decide llamar al 911 para denunciar, la policía debe ir para advertirte que lo que estás haciendo no lo debés hacer. Si sos una persona a la que le queda algo de sentido común seguramente pidas disculpas y termines con la fiestita. Si te negás, la policía deberá informar a Fiscalía. ¿Se necesita un fiscal para que entiendas hoy mismo que no podés juntarte más que con las personas con las que vivís y que tenés que hacer la menor cantidad de movimientos posible para evitar que el virus se siga esparciendo? Incluso quienes no pueden teletrabajar, por el tipo de trabajo o por la burocracia de las organizaciones, tienen muchas estrategias para bajar la movilidad.

Si las vacunas nos dan un respiro, el país deberá abocarse a la nada sencilla tarea de recuperarse de esta crisis. Tal vez el covid-19 se transforme en una “gripe”, tal vez otra generación de vacunas evite que nos contagiemos, tal vez… Mientras tanto, poco cambiará en lo que hace a nuestra conducta. Tendremos, ojalá, la enorme dicha de no contar muertos, que nos duelen a todos, pero contaremos pobres, indigentes, niños que quedaron atrás en la educación, personas que sufren problemas de salud mental severos.

No importa si ahora estás de acuerdo con lo que decidió el gobierno o considerás que es un disparate. En cualquier caso, es hora de que cada uno de nosotros se haga –de nuevo– responsable por lo que debemos hacernos responsables. Salvo en el caso de los menores, la gran mayoría de los uruguayos estamos grandecitos y sabemos cómo deberíamos cuidarnos. Es hora de hacerlo.

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