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¿Tener bigote o no? Entre el ritual de maduración, las primeras afeitadas y la moda histórica

A lo largo del tiempo, el significado del bigote ha mutado; hoy funciona casi como un primer paso hacia la adultez del varón

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29 de marzo de 2019 a las 05:02

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No debo de haber sido el primero ni tampoco el último, pero mis primeras afeitadas vinieron acompañadas de una vergüenza inédita. Cuando los primeros vellos importantes empezaron a aparecer en mi rostro prepúber, preferí implementar el ensayo y el error a pedirle asistencia a mi padre, una movida que terminó siendo poco inteligente y que estuvo impulsada por el pudor genuino. Básicamente, el recelo que me generaba crecer y meterme en las turbulencias de la adolescencia –las que, por otra parte, ya había comenzado a percibir– se convertía en temor cuando imaginaba a mis padres descubriendo que ya no me comportaba como un niño, que todo había empezado a cambiar irremediablemente y que, bueno, había cosas que tenía que empezar a hacer. A afeitarme, por ejemplo. 

Así, con 12 o 13 años subía descalzo y silencioso las escaleras de madera de mi casa, flechado en dirección al baño que mis padres tenían –y todavía tienen– en su habitación. Disimulado, ponía la tranca de la puerta y buscaba los implementos necesarios: la brocha, la gillette, la espuma; las herramientas simbólicamente más adultas que se me ocurren ahora. Cara embadurnada, mirada tensa, el agua fría corriendo en la pileta, la mano temblorosa en alto, recorriendo el contorno de mi morrito preadolescente con la delicadeza de un niño que quiere dejar de serlo pero en el fondo no. Áspero, el filo cortaba limpio los vellos en direcciones que yo imaginaba correctas; la espuma se iba diluyendo y al final el trabajo quedaba hecho. ¿Había diferencias? Hay que decir que eran casi imperceptibles; la diferencia más grande la sentía dentro del pecho.

Lampiño otra vez, borraba mis huellas con agua, dejaba todo ordenado exactamente como lo había encontrado y escapaba. Utilizaba el mismo silencio de antes para bajar y trataba de disimular. Alguna vez sentí pares de ojos entre curiosos y divertidos, pero ningún comentario. A los meses volvía a repetir el procedimiento.

Fue así hasta que me corté. Más grande, con el bigote todavía aniñado pero microscópicamente más tupido, el filo pasó de largo y agarró la piel. El ardor fue lo primero, una gotita de sangre, lo que vino después. En seguida depuré la herida, apliqué papel higiénico y asunto arreglado. Pero sabía que había que dar la cara –valga la redundancia– por el corte. No me la iban a dejar pasar. Y sucedió: el corte llamó la atención, se dibujaron algunas sonrisas burlonas, y todo eso habilitó a que, por fin, mi padre supiera de mis afeitadas clandestinas y se ofreciera a depurar mi técnica. Y así fue.

Toda esta verborragia autobiográfica viene a cuento simplemente porque marca el inicio de algo que desde hace años funciona como iniciación para el varón adolescente. Cuando uno comienza a afeitarse, parece no haber vuelta atrás: quedará supeditado a una periódica rasuración de los vellos faciales –ya sea eliminarlos de forma completa o recortarlos a gusto– que implican que uno es, finalmente, grande. Un adulto en el sentido más peludo de la palabra.

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Pero más allá de su relación con la maduración, el vello facial parece tener distintas categorías y connotaciones estéticas e históricas que separan por varios cuerpos a la barba y al bigote, su hermano menor. Es curioso, pero hoy un simple bigote puede ser símbolo del mal, de la comedia, del surrealismo o de la emancipación de la mujer. Y por eso la semiótica de la pelambre que crece en el bozo es, a todas luces, mucho más interesante que la barba. 

Por eso estamos acá, en este repaso histórico-sociológico-estético: para revolver entre los mostachos más famosos de la historia y entender por qué, de alguna manera, los bigotes rompieron continuamente los moldes que la época les indicaba. Para ello es necesario ir al pasado, pero también dar una vuelta por el presente para entender qué lugar tiene hoy el bigote en los “morritos” de los hombres del 2019. 

Pelos de poder

El bigote es historia. Se sabe que estuvo presente en las caras de los hombres desde la época de las cavernas. Los antiguos egipcios, sin embargo, prefirieron ostentar únicamente la barba; los griegos sí que lo implementaron en su look. Para ser un filósofo y un sabio de las polis, era tan importante tener una barba y un bigote tupido, como una buena toga blanca. Después vinieron los romanos, que patearon el tablero y quisieron mostrar sus mejillas libres de todo vello que los convirtiera en algo similar a los brutos helénicos. En los primeros siglos de la Antigua Roma, afeitarse los diferenciaba de los esclavos y otros “seres inferiores”. Pero no duraron mucho con esa postura; poco después la tendencia se filtró y el vello facial empezó a ser recurrente, tanto que hoy el rostro de emperadores significativos como Marco Aurelio son inseparables de su barba. A partir de entonces, el rostro lampiño fue reservado para los “afeminados”. Por motivos claros, el bigote y la barba pasaron a ser símbolos de poder, de masculinidad y de nobleza. Los papas, por ejemplo, ostentaron el vello facial durante muchos años. 

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Los Húsares húngaros fueron reconocibles por sus bigotes

Más cerca en el tiempo, comienzan a aparecer bigotes más reconocibles y modernos. La revolución industrial les suma identidad obrera y ahonda la distancia entre hombres y mujeres. Y en el siglo XIX, la barba se va y le deja terreno libre a su par superior. Surgen los pensadores, los artistas, los escritores –Poe, Nietzsche, más adelante Einstein y Dalí– y sus pelos pasan a formar parte de su personalidad. El bigote, entonces, se vuelve parte imprescindible del rostro masculino. Así lo deja por escrito Guy de Maupassant en un cuento llamado, justamente, El bigote. “En serio, un hombre sin bigote deja de ser un hombre. No me gusta mucho la barba que casi siempre da un aspecto desaliñado, pero el bigote, ¡ay, el bigote! Se hace imprescindible en una fisonomía viril. No, nunca podrías imaginar cuán útil resulta para la vista y… las relaciones entre esposos… ese pequeño cepillo de vello en el labio. Se me han ocurrido un montón de reflexiones sobre este tema que apenas me atrevo a contarte por escrito. Te las diré de buena gana… en voz baja”, dice uno de los personajes femeninos del texto.

Poe, Nietzsche, Einstein y Dalí

El cine, que representaba y representa los valores estéticos de la época, también empieza a marcar tendencia. Clark Gable se convirtió en un galán y en una estrella de la pantalla grande y puso de moda el bigote de cepillo, pero mucho antes Charles Chaplin había patentado el bigote cortito como uno de los símbolos de su humor. Más adelante –bastante más–, aparecieron otros bigotes ilustres del séptimo arte. ¿El más sobresaliente de las últimas épocas? Quizá el de Tom Selleck o el de John Waters. O el de Daniel Day-Lewis en Petróleo sangriento o Pandillas de Nueva York.

En el medio de todo eso, partiendo el siglo XX a la mitad, apareció el bigote del mal. Después de Adolf Hitler, nunca más una característica facial tuvo un significado tan grande. Hoy basta que alguien se ponga la punta de dos dedos en el morrito para saber que se está burlando de uno de los genocidas más grandes de la historia. O evocándolo. Ese poder semiológico no se consigue así nomás. Pero ahí está; todo parte de un bigote que ni siquiera está bien cortado y que tapaba una pequeña deformación del labio superior de su portador.

Clark Gable, Daniel Day-Lewis, John Waters y Tom Selleck

Los años hipsters

Después de un período de ausencia voluntaria –los primeros años del nuevo milenio fueron especialmente infértiles para los vellos faciales, sobre todo porque quienes marcaban las tendencias preferían mostrar la cara desnuda; véase Justin Timberlake en NSYNC–, el bigote está de nuevo presente y bien perfilado en los rostros masculinos. 

De a poco, a impulso de nuevas caras y estilos, el mostacho se convirtió en uno de los pilares estéticos más potentes de la cultura hipster, quizá solo equiparado con el uso de lentes de marco grueso, la escucha prolongada de vinilos de Arcade Fire o la paleta de colores de las películas de Wes Anderson. Su cuidado implica un recorte periódico y hasta la aplicación de lociones y aditivos para mantener su forma y “su porte”. En internet hay varios artículos de sitios de renombre –Esquire, por ejemplo– que explican cómo hacerlo. El renacimiento de las barberías en Uruguay, además, posibilitó la expansión de más estilos fluctuantes.

Obviamente, sería una estupidez decir que todo bigote cuidado hoy es hipster. Miren, si no, a Martín Caparrós. El cronista argentino porta uno de los mejores ejemplos con ese tremendo bigote barroco, cargado de pelo y extremadamente periodístico. 

El bigote también forma parte de la campaña Movember (moustache + november, en inglés) que fue impulsada hace poco más de diez años para concientizar sobre el cáncer de próstata. También llegó a estar presente en bolsos, remeras y un montón de accesorios más. Y ahora lo vemos en las calles a bordo de cajas naranjas con el nombre de Rappi.

Así, el bigote se afianza y se luce en las caras y también en el imaginario colectivo. Su porte ya no está vinculado exclusivamente a la testosterona que tenga su dueño, y sus connotaciones siguen variando tanto como a lo largo de la historia. Pero sí, afeitarse (o elegir no hacerlo) es un rito de pasaje a la adultez casi perenne que sigue casi sin cambios y que se pasa como posta de padre a hijo. Siempre, claro, que la vergüenza no lo impida. Aunque, a ver, si ese es el problema, es posible que solo se esté a un pequeño corte de vencerla.

Bigotes que son íconos
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Salvador Dalí
Largos y finos, rizados y duros. Los bigotes del pintor español son casi tan reconocibles como su pintura, y tienen tanto surrealismo como su arte. Dato: cuando exhumaron su cuerpo, 28 años después de su muerte, sus bigotes seguían firmes, marcando las 10 y 10.
Charles Chaplin
Busquen una foto de Charles Chaplin sin bigotes y dejen que la sorpresa los invada. El rostro del cómico es imposible de disociar de su bigote “cepillo de dientes”, que llevó en algunas de sus películas más importantes (Tiempos modernos, El gran dictador y Luces de la ciudad).
Frida Kahlo
El bigote de Frida Kahlo está más presente en su pintura que en su vida. Buscando romper con los cánones de belleza de la sociedad mexicana de la época, la genial artista lo utilizó en cada uno de sus autorretratos, y quedó patentado entre sus características distintivas.
Friedrich Nietzsche
El pensador alemán que mató a Dios y diagnosticó nihilismo crónico a la sociedad occidental siempre tuvo en su tupido bigote un rasgo distintivo. Frecuentemente catalogado como uno de los bigotes más prestigiosos, su estilo “de morsa” ayudó a consolidar su imagen. 
Adolf Hitler
Frente al rostro de Hitler, no queda muy claro si resulta más atemorizante su mirada o ese bigote “cepillo de dientes” que cubrió su labio superior y lo encumbró como representante del mal. Creado para tapar una deformidad, es casi un símbolo del nazismo. 
Freddie Mercury
El bigote más importante de la historia de la música. Freddie Mercury no fue la estrella del rock que fue por su mostacho, pero el líder de Queen creó una iconografía propia con su ayuda. Presente en los grandes momentos de la vida de Mercury, es un bigote legendario.
Cantinflas
El medio afeitado y los vértices bien delineados. Así es cómo se lo recuerda a Mario Moreno “Cantinflas”, uno de los cómicos latinoamericanos más importantes del cine y la televisión. Su bigote fue mutando con el tiempo, pero el estilo que presenta en esta foto es, quizá, el más reconocible.
Editorial Planeta
Martín Caparrós
Es cierto: si comparamos los nombres, ubicar al periodista argentino Martín Caparrós en esta lista resulta un poco extraño. Sin embargo, su bigote es tan particular y característico que se lo merece. Pesado, tupido y rizado, lo ha llevado con orgullo gran parte de su carrera.

El hombre que lleva 46 años sin afeitarse. Cuatro metros mide el bigote de Ram Singh Chauhan, un indio que pasa dos horas al día acicalándolo, peinándolo y aplicándole aceite especial. Singh aparece frecuentemente en notas de prensa dando consejos de mantenimiento a quienes les interese. Y obvio: tiene el récord Guinness.

El torneo mundial de barbas y bigotes. Una vez al año, la Asociación Mundial de Barbas y Bigotes (WBMA) organiza un torneo en el que participan decenas de hombres barbudos, que compiten por tener la afeitada más estrafalaria en 18 categorías diferentes. Se hace desde 1990 y la primera sede fue Höfen an der Enz, en Alemania. En 2015 el torneo llegó por primera vez a América.

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