Agamben, Berenguer,  Layna y Toscana

Opinión > Columna/Eduardo Espina

525.600 minutos de palabras

Los cuatro mejores libros de 2018 destacan la vigencia absoluta de la literatura
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29 de diciembre de 2018 a las 05:00

Cuando en días de la adolescencia leí el cuento Las buenas inversiones, incluido en el libro Historias de cronopios y de famas, me sentí identificado con el personaje principal, Gómez, “quien es un hombre modesto y borroso que solo le pide a la vida un pedacito bajo el sol, el diario con noticias exaltantes y un choclo hervido con poca sal pero, eso sí, con bastante manteca”. Puedo vivir sin choclos, pero podría pasar la vida leyendo, libros, diarios y revistas bajo el sol. Me imagino el más allá un lugar soleado, lleno de libros, sin teléfonos ni televisores. Como disciplina asociada al gozo de exagerar los placeres de la realidad, me he pasado la vida leyendo, un promedio de tres libros por semana, aunque en el pasado hubo semanas con más y en el presente, semanas con menos. Cuando me di cuenta que dedicaba más tiempo a leer que a dormir, me alarmé, pues recordé lo que me había dicho el médico de cabecera respecto a que dormir poco es malo para la salud. Bajé la dosis, pero solo un poquito. 

No tengo tiempo para perder en obras que a la cuarta página no han presentado ni siquiera una sola frase notable, digna de ser subrayada. Me pasa eso con cada vez mayor frecuencia con la novela, género en el cual son pocas las excepciones en las cuales resalta la innovación y destaca un encare original aplicado tanto a la estructura como a la sintaxis.

Si por semana no completo la lectura de al menos dos libros, siento que he perdido el tiempo en forma obscena, que la vida se me está yendo en cosas menores. Por ‘completar’ me refiero a terminar un libro, ya que a muchos los abandono a las dos o tres páginas de iniciada la lectura. No tengo tiempo para perder en obras que a la cuarta página no han presentado ni siquiera una sola frase notable, digna de ser subrayada. Me pasa eso con cada vez mayor frecuencia con la novela, género en el cual son pocas las excepciones en las cuales resalta la innovación y destaca un encare original aplicado tanto a la estructura como a la sintaxis. Este año comencé a leer más de 50 novelas y solo terminé tres, las cuales terminaron subrayadas, con varias páginas llenas de comentarios referidos a la reacción positiva que me produjeron.

Cuando llega el fin de diciembre, la tendencia de los diarios del mundo es hacer un balance con los mejores libros publicados en el año que termina. Esa es una tarea imposible, injusta y majadera, por la sencilla razón de que ningún ser humano que trabaje como crítico literario puede tener el tiempo suficiente como para haber leído todos los libros que ese año se publicaron en el mismo idioma que hablan los lectores de la publicación. Si bien no hay datos oficiales a la fecha de hoy, en España en 2018 se publicó una cifra cercana a los 80 mil nuevos títulos, a los cuales hay que sumar los miles de libros publicados en Iberoamérica. ¿Quién los ha leído todos? Por otra parte, salvo notables excepciones, los críticos solo reseñan novelas, biografías, y libros de cuentos, es decir, formas narradas, marginando al ensayo y a la poesía, que son los géneros donde mejores cosas se producen en la actualidad. Entonces, ¿cómo igual se atreven a hacer la lista de “los mejores libros del año”?

Por consiguiente, prefiero para el caso destacar los libros que para mí seguirán estando asociados a 2018 por haberme dejado recuerdos imborrables en la imaginación, porque las buenas lecturas quedan archivadas ahí, no en la memoria, mucho menos exigente que la anterior a la hora de acopiar. Por la cuota de innovación que presentan, por el atrevimiento para salirse del molde y no tomar precauciones a la hora de exaltar las posibilidades del idioma, por presentar nuevas combinaciones retóricas con sus propios parámetros de interpretación, y por haber dicho algo que no se había dicho de esa manera, los cuatro mejores libros que leí durante los 525.600 minutos de 2018 son, en orden alfabético: Autorretrato en el estudio (Adriana Hidalgo, Buenos Aires), de Giorgio Agamben; Obra poética (Cuarto Propio, Santiago, Chile), de Carmen Berenguer; Tierra impar, de Francisco Layna (Aérea, Madrid), Olegaroy, de David Toscana (Alfaguara, México).

Si bien no hay datos oficiales a la fecha de hoy, en España en 2018 se publicó una cifra cercana a los 80 mil nuevos títulos, a los cuales hay que sumar los miles de libros publicados en Iberoamérica. ¿Quién los ha leído todos? Por otra parte, salvo notables excepciones, los críticos solo reseñan novelas, biografías, y libros de cuentos, es decir, formas narradas, marginando al ensayo y a la poesía, que son los géneros donde mejores cosas se producen en la actualidad. Entonces, ¿cómo igual se atreven a hacer la lista de “los mejores libros del año”?

Agamben

Las pesquisas de la imaginación no necesariamente deben pasar por el relato o la investigación académica para profundizar en su cometido. A los 76 años, Giorgio Agamben lo tiene claro. Para el filósofo italiano, continuador del fragmentarismo visionario de Walter Benjamin, y cuya bibliografía, cargada tanto de medianías como de cumbres notables, la escritura en el otoño lúcido de la vida solo puede llevar a uno mismo. Es lo que había hecho en uno de sus libros anteriores, El final del poema (2016), y es lo que hace en Autorretrato en el estudio, libro en el cual advierte que “una auténtica autobiografía debería ocuparse más bien de los hechos no acontecidos”. El viaje a lo indemostrable de uno mismo solo puede ser a través de una escritura poética, repleta de comentarios de rigurosa precisión al servicio del tema observado, como si a determinada etapa de la vida el pensamiento solo pudiera contar cantando. Un libro que ilumina y asombra, como esos pocos que cada tanto se escriben.

Berenguer

A lo largo de las décadas, empezando en el año 1983 con la publicación de Bobby Sands desfallece en el muro, Carmen Berenguer (Santiago, Chile, 1946) ha delineado una obra no menos que extraordinaria, que la ha posicionado como una de las poetas de innovación más constante durante un periodo histórico en el cual muy pocos, escasísimos, se animan a interrogar al lenguaje para hacerlo decir de otra forma, ese objetivo tan sacro y tan laico a la vez. La publicación de su obra poética completa en la editorial Cuarto Propio destaca que su escritura, que tantas puertas ha abierto, continua tan (o más) vigente que antes. Siguiendo el orden cronológico propuesto por el libro, el lector se embarca en un viaje por la mente al momento de interrogar las posibilidades combinatorias del lenguaje. Y este responde con formas inéditas, antes no expresadas. Genial. 

Layna

La obra de Francisco Layna (Madrid, 1958) es breve y notable. Recién en 2016 publicó su primer libro Y una sospecha, como un dedo, al que le siguió, Espíritu, hueso animal, al año siguiente. Tierra impar es, pues, el tercero. Con versos largos de lo que hoy no se escriben porque para poder hacerlo hay que tener talento y saber cómo, Layna ha ido construyendo una voz propia, reconocible a 10 leguas de distancia. Es uno de los pocos poetas en nuestra lengua y en las restantes, que sigue saliéndose del libreto, haciendo de la innovación algo frecuente. Tal como ya lo he dicho, la escritura que define a Layna nada tiene de epigonal y saca de quicio a los intentos clasificatorios. Con Tierra impar el lector vuelve a sentir el mismo efecto que generaban sus dos libros anteriores: de estar en medio de la inauguración de algo que no sabemos bien qué es y que nos va a dejar transformados. El barroco español, puesto a punto por la versión neobarroca hispanoamericana, tiene en Layna a un maestro universal, a un regisseur de inclasificable calibre.

Toscana

Quienes seguimos la obra de David Toscana (1961) desde sus comienzos, supusimos que no podría replicar la perfección alcanzada en Duelo por Miguel Pruneda (2002), escritura de precisión detallista, en la cual no sobra ni falta una coma, muy posiblemente la mejor novela hispanoamericana en lo que va de este siglo. Sin embargo, Toscana vive reinventándose. Su nuevo libro es una bomba de tiempo en la imaginación. Para empezar, Olegaroy, personaje central de la novela homónima, se transforma en figura ubicua del pensamiento del lector, de la misma forma que lo consiguen el Quijote o Eladio Linacero. Olegaroy advierte que no todos los caminos conducen a Roma, además, ¿qué tan importante es Roma? ¿Hay que llegar a alguna parte para disfrutar la magnificencia de un sendero lleno de paisajes de la mente, de peripecias del idioma? No solo es el humor, ni la multitud de desvíos convertidos en sortilegios con que la novela está minada, sino sobre todo el rigor aplicado a la relojería sintáctica, lo que convierte a Olegaroy en un clásico, uno más de Toscana. 

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