AFP

Cambio de era en EE.UU.

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19 de junio de 2020 a las 05:02

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El brutal asesinato del afroamericano George Floyd a fines de mayo a manos de la policía de Mineápolis ha removido las fibras más hondas de la sociedad estadounidense. La idea que ha quedado flotando en el ambiente es que ese tipo de cosas ya no se toleran más, que el racismo y el abuso policial no pueden tener cabida ni justificación en el mundo de hoy. Y el movimiento Black Lives Matters ha cobrado una relevancia semejante a la de un partido político.

Floyd desde luego no es el primer afroamericano que cae víctima de la violencia policial en Estados Unidos. Ha habido infinidad de casos, que en los últimos 10 años se han hecho aun más visibles con la proliferación de videos ciudadanos. Pero sí parece marcar un antes y un después, un “hasta aquí” por parte de las nuevas generaciones de norteamericanos que no están dispuestos a aceptar la injusticia y los prejuicios raciales como una consecuencia inevitable de su seguridad.

Se trata de un mal endémico. Hoy se habla de “racismo sistémico”, “racismo institucional”. Sin embargo, el racismo no es la única arista del problema. Y tal vez más que sistémico o institucional, sea un resabio del racismo cultural --producto de un siglo de esclavitud tras la independencia del país, y luego casi otro siglo de segregación—, del que evidentemente perviven focos no menores en amplias regiones del centro y sur del país.

Por otra parte, parece una sociedad obsesionada, sino con el racismo, con lo que antojadizamente entiende por “razas”: como en ninguna otra parte del mundo, en Estados Unidos cada vez que uno va a hacer un trámite ante alguna oficina pública, debe llenar un formulario en el que inexorablemente deberá especificar su “raza”; por si fuera poco, entre las más caprichosas opciones que uno pueda imaginar.

Queda claro, pues, que al menos la “América post-racial” de la que tanto se habló tras la elección de Barack Obama en 2008 era una absoluta quimera. Incluso cabría preguntarse dónde está el tan cacareado “melting pot”, si toda estadística y censo que se lleva en el país ha de ser diseccionada en términos raciales. 

Pero la otra arista del problema, y acaso la más saliente, es la cultura del miedo, y del uso de la violencia que alimenta la brutalidad policial. Para ningún periodista es un secreto que los noticieros de las televisoras locales deben abrir con la nota de crimen. “If it bleeds it leads”, se enseña en las aulas de periodismo. O la existencia de programas como COPS, uno de los de mayor audiencia a nivel nacional. Y las famosas persecuciones a toda velocidad y en tiempo real por las autopistas de Los Ángeles, con helicópteros y costosas producciones cinematográficas, para atrapar a un individuo que, por ahí, se cruzó un semáforo en rojo y luego no se quiso detener para no complicar su libertad condicional o algún otro proceso legal en curso.

Todo ese show contribuye a la contradicción de que mientras el crimen disminuye consistentemente en Estados Unidos, el miedo al crimen aumenta. Pero más que a ninguna otra cosa, contribuye a la glorificación de la policía. Los policías son los héroes en esos programas; y en general está bien visto que unos cuántos de ellos le apliquen fuerza excesiva a un sospechoso – casi siempre negro o latino-- que intentaba escapar o, de alguna manera, resistirse al arresto.

En ese sentido, lo de George Floyd en Mineápolis bien podría haber sido una producción de COPS que salió mal.

Hollywood, por supuesto, ha sido desde siempre uno de los grandes valedores de esa cultura. ¿Qué trama policial que se precie no tiene por héroe a un policía medio renegado dispuesto a “saltarse las reglas” (léase, el estado de derecho) para mandar al criminal a mirar el pasto desde abajo?

Y no menos importante es el tema de su impunidad. Casi ningún policía que dispara a un individuo desarmado enfrenta cargos en la Justicia. Y de los pocos que han debido enfrentarlos, casi todos han sido absueltos.  Por eso, está bien lo de “la reforma policial” que se promueve desde algunos sectores, cambiar radicalmente los métodos de entrenamiento y demás medidas que se barajan. Pero lo que más hay que cambiar es la cultura. De otro modo, toda reforma será en vano. Lo primero que habría que sacar del aire es el programa COPS y afines. Por otro lado, habría que rever todo el sistema de procuración de justicia, la elección de fiscales y su relación con los gendarmes.

Luego está la contracara de esa cultura: la de glorificar a la víctima sin importar sus méritos o su catadura moral. George Floyd fue una víctima del abuso policial, pero en ningún caso puede ser considerado un héroe. No estaba haciendo nada heroico aquella tarde, antes de que llegara el agente Derek Chauvin y salvajemente le quitara la vida.

Lo mismo que los disturbios y saqueos contra negocios de gente que nada tiene que ver en el entuerto, y que muchas veces son promovidos por agitadores profesionales que bien harían en alejarse de las protestas del Black Lives Matter.

Ni una cosa, ni la otra; ni glorificar ni demonizar a la policía. El justo medio, como decía Aristóteles, es lo que más podría salvar a Estados Unidos en esta durísima prueba que atraviesa como sociedad. Pero en cualquier caso, es hora de cambiar. 

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