Opinión > Editorial
Cargo riesgoso de brillo superficial
Presidir el organismo responsable por mantener la paz y la seguridad en el mundo entero parece a primera vista una distinción de valiosa prominencia. Es bien otra la realidad sobre la incorporación de Uruguay al Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas, como miembro no permanente por dos años y a cargo inicialmente de su presidencia durante un mes. La razón es que, en ese organismo, nuestro país comparte con otros nueve una función de peso ligero, poco más que de representación geográfica de los cinco continentes, que conlleva más riesgos que ventajas. La verdadera autoridad es ejercida por los cinco miembros permanentes, integrantes del bloque aliado que triunfó en la segunda guerra mundial y los únicos con poder de veto cuando algo no les gusta o los miembros ocasionales no votan como quieren las potencias.
El peso del Consejo es supremo en la ONU en todo lo que atañe a conflictos armados o que amenacen la paz, superando el de la Asamblea General, en la que casi 200 países están representados. Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y China comunista (inicialmente Unión Soviética y China nacionalista) resuelven todo entre ellos y cuando surgen los frecuentes desacuerdos que tantas veces paralizan a la ONU, alguna de las potencias veta lo que otras resuelven. En este escenario es poco y nada lo que Uruguay puede significar, excepto cierto prestigio por haber sido escogido para el escalón inferior en ese club de ciudadanos de primera y de segunda.
Pero los inconvenientes superan largamente esa magra ventaja. Los miembros de segunda están sujetos todo el tiempo a las presiones de uno o más de los de primera categoría cuando se plantean temas que dividen a las potencias dominantes. Nuestro gobierno se verá enfrentado así a la necesidad de tomar partido por algún curso de acción en cuestiones controvertidas, quedando bien con alguien y malquistándose consecuentemente con otro. Las presiones habituales en el Consejo de Seguridad toman diferentes formas, desde intrigas palaciegas hasta la zanahoria o el garrote de ventajas o castigos políticos o económicos.
Esta perspectiva, particularmente complicada para un país minúsculo y de escaso peso geopolítico, indujo en dos oportunidades al expresidente Julio María Sanguinetti a rechazar propuestas para que Uruguay se incorporara al Consejo. El gobierno del presidente Tabaré Vázquez, en cambio, ha optado por ceder a la tentación de integrarlo, tal vez sin sopesar adecuadamente que el brillo superficial de figurar entre esa presunta elite figurativa de los 10 miembros no permanentes se opaca considerablemente ante el riesgo de verse enfrentado a inconvenientes compromisos en la arena política internacional.
Uruguay no necesitaba integrar el Consejo de Seguridad para buscar su conveniencia, en materia económica y otros campos, en sus tratos con las naciones relevantes para el país. En el gobierno y su Frente Amplio sostienen que es una distinción, lo cual puede aceptarse. Pero afirman también que, desde su sillón en el Consejo, Uruguay puede incidir en los conflictos políticos y bélicos que mantienen en vilo el planeta. Es una optimista visión fantasiosa, que ignora la exigua importancia de nuestro país en el mundo y lo expone, en cambio, a verse costosamente envuelto en los tironeos entre las naciones poderosas.
