Luis en su cuarto número nueve.

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Cuarto propio y libertad de horarios: la llave para que Luis, Jorge y sus compañeros dejen la calle

En el casco antiguo de Montevideo funciona, desde abril, una casa autogestionada por 20 personas en situación de calle y que el Mides acompaña en busca de una solución habitacional definitiva
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27 de agosto de 2023 a las 05:00

Las llaves son el dolor de cabeza de cualquier casa: desaparecen cuando uno está apurado por salir, giran lento cuando se necesita entrar, se entreveran dentro de las carteras, se enganchan en los bolsillos, se caen en los rincones menos visibles de la calle, y hay que cambiarlas si las roban. Pero sin las llaves no existiría el sonido que alerta que alguien está llegando, Abel Pintos no hubiese compuesto uno de sus hits, a los poetas cursi les faltaría la palabra clave para adentrarse en tu corazón, sería imposible cambiar la posición del asiento de la bicicleta, jugar a la raspadita, en matemáticas no habría manera de englobar operaciones que ya tienen paréntesis y corchetes. Y para Luis Silvera no habría sentido de identidad.

“Ahora tengo mis propias llaves”. Luis (57 años y una hernia que le impide trabajar) guarda en uno de sus bolsillos ese tesoro metálico que le permite entrar y salir a su gusto de su nuevo hogar. Es una casa grande que otrora funcionó como hostel y comparte con otras 19 personas que, como él, han quedado en la calle. Luce como cualquier hogar: hay olor al guiso de la noche anterior, la tele del living pasa alguno de los programas de los canales abiertos sin que nadie le preste demasiada atención, se escucha a algún joven succionar la bombilla del mate, y otros aprovechan los pocos rayos de sol del invierno para tender la ropa en el patio.

"Nadie roba nada", dicen a diferencia de los refugios.

Luis, quien dice “tocó fondo” en 2015 cuando las adicciones hicieron añicos sus ahorros como trabajador de una imprenta y arruinaron su vida en familia, habita desde abril en esta casa autogestionada del Ministerio de Desarrollo Social (Mides), uno de los proyectos innovadores del Estado como un paso previo a su solución habitacional definitiva.

Lo aceptaron, al igual que a sus compañeros, porque lleva más de un año “limpio” de drogas, porque tiene algún ingreso propio (aunque sea informal), porque no es violento, y, sobre todo, por sus ganas de valerse por sí mismo.

Sucede que “el desafío más grande es que muchas personas han estado institucionalizadas tanto tiempo que están acostumbradas a que el Estado o alguien las asista y les diga cómo hacer las cosas”, cuenta Milena Garzón, una de las tres educadoras que colaboran en la dinámica de la casa y, sobre todo, en asegurarse que cada participante fidelice un trabajo, recomponga los lazos que rompió y, finalmente, “sea libre”.

¿Libre? Cuando Luis deambulaba por los refugios nocturnos del Mides, tenía una hora de entrada establecida y una hora estipulada para salir de allí. “Durante el día tenías que buscarte una actividad, achicar con otras personas, era difícil cargar con tus pertenencias, con lo propio”, cuenta desde el sillón de su nuevo hogar, mientras toma unos mates.

Conviven 20 personas de entre 24 y 63 años.

Ahora, en cambio, tiene una habitación exclusiva para él —la número nueve, como los círculos del infierno de Dante, bromea este cristiano que en su intento de salir de la calle se acercó a la religión—, tiene su cama, su armario, su desodorante ambiental para cuando recibe visitas, dos biblias, un escritorio, yerba y té de yuyos, y un portafolio que le regaló el coordinador del proyecto con el objetivo de que siga estudiando. A Luis no le importa la edad, “ni bien Salud Pública le dé hora para operarse la hernia que lo aqueja hace más de cinco meses, retoma su meta de convertirse en trabajador social".

A diferencia de otros proyectos del Mides con personas de la calle, en esta casa de la Ciudad Vieja la palabra clave es la “autogestión”. No solo se entra y sale cuando se quiere —aunque después de las diez de la noche, a la hora en que se va el último educador, es necesario dar aviso—, sino que se turnan para cocinar, para lavar, cada uno tiende su cama, cada quién tiene candados para guardar sus pertenencias, salen a trabajar, y se intenta que en menos de un año egresen para dar lugar a nuevos participantes.

Enrique, un jubilado que tenía retenida su pensión por las deudas acumuladas, es desde la semana pasada el primer graduado de este proyecto. Junto a un compañero de la casa colaboró en un quiosco, saldó las deudas, recuperó lo que era propio y, sobre todo, fue aceptado otra vez en el seno de su familia.

Jorge González —otro jubilado que hace dos años quedó en la calle— puede que sea el próximo en decirle adiós a esa vida que le implicó codearse en los refugios con exprivados de libertad, con adictos, con patologías mentales, con historias “de terror”. Si “Dios quiere” —es otro que guarda una virgencita en su bolsillo— “antes de fin de año recibo la vivienda que me corresponde del BPS y me voy a vivir a Villa Colón”.

Jorge, toda una vida como limpiador.

¿En qué se diferencia esta casa autogestionada de un refugio? Jorge abre los brazos, coloca las manos palmas arriba, mira el techo y exclama: “¡Esto es como estar en el Victoria Plaza!”.

—¿Por las comodidades o porque lo siente propio?

—Por todo. Aquí dejás el celular cargando y sabés que nadie te lo va a quitar. Hay mucho compañerismo y ganas de salir adelante.

En esta casa —que coordina una iglesia y para la cual el Estado invierte 85.000 pesos mensuales de alquiler— lo colectivo dialoga con lo individual. La educadora Garzón reconoce que “salir de la situación de calle es muy difícil, por lo cual se apuesta al trabajo grupal al mismo tiempo que se respetan los pasos de cada uno”. Porque “las personas, o mejor dicho la trayectoria de vida y la psicología de cada persona, es muy compleja. El factor económico y el acceso a la vivienda es solo una pata, tal vez ni siquiera la más relevante, que lleva a la persona a estar en la calle. Tenemos casos de exprivados de libertad, de adictos, de patologías de salud mental, de violencia. Si no hay redes familiares, es probable que, por más vivienda, al mínimo ‘temporal’ se venga abajo el proyecto de vida”.

Y ahí yace la explicación de por qué este proyecto de una casa autogestionada a priori no es viable para todas las personas en calle.

Detrás del número

En la primera madrugada de este agosto, cuando el Mides realizó el censo de personas en situación de calle, en Montevideo había al menos 1.360 sin techo durmiendo a la intemperie y otras 1.395 en refugios del Estado. Nueve de cada diez declararon haber consumido alcohol u otra droga. La mitad estuvo presa. Y casi una misma cantidad en tratamientos psíquicos.

Pero detrás de esos números fríos hay, como dice Garzón, historias bien distintas. Luis, por ejemplo, cuenta que su vida son, en realidad, dos vidas. Hubo un Luis que era el segundo hijo de un padre alcohólico y golpeador en Bella Italia. Un Luis que apenas había acabado Primaria “porque los pocos recursos eran destinados al hermano mayor”. Un Luis que, pese a las adversidades, consiguió un trabajo en una imprenta y se hizo experto en el manejo de los equipos. El que encontró al amor y tuvo un hijo. Pero que empezó a replicar la conducta de su padre: “llenar el vacío con drogas, con alcohol, con escaparme de mi casa… con violencia”. Y hay otra vida de Luis, la nueva, que se acercó a la religión, que intenta ayudar a los demás y, sobre todo, ayudarse a él mismo.

Si la historia de Luis es de “malos ejemplos y adicciones”, la trayectoria de Jorge se parece más a la del laburante que la vida le dio la espalda. Trabajó durante años en una empresa de limpieza, pasaba un trapo a los inodoros y las piletas de los baños de la terminal de ómnibus de Tres Cruces, luego del shopping Nuevocentro, fracasó en su intento de residir en Brasil donde habita su hermano, no tuvo hijos ni suerte con su exmujer.

Pero esas historias particulares se complementan en la convivencia de la casa de la Ciudad Vieja. A Jorge le gusta limpiar y que todo luzca brillante, en orden. Jorge es el que incentiva los vínculos, la escucha. El Tío cocina. Y así cada uno aporta desde su lugar.

Por votación colectiva, por ejemplo, los 20 entendieron que podía aportar al menos 500 pesos al mes para un surtido de víveres y artículos de limpieza. Los guardan en la despensa, junto a la cocina. Uno consiguió una tele y la puso en el living para todos. Otro decoró la sala. Trajeron libros. El viejo hostel dejó parte de los muebles y así empezó a adquirir forma el concepto “hogar”.

En la tarde, cuando los más jóvenes trabajan (el menor tiene 24 años), los más veteranos se quedan en la casa, salen a dar una vuelta o van a algún merendero de la zona.

Los educadores pensaban que en esa heterogeneidad de historias podría ser caldo de cultivo de escenas violentas. Se prepararon para eso. Armaron protocolos. Pero desde abril que inició el proyecto no han tenido siquiera una sola pelea.

Luis cuenta que vive otra oportunidad.

“La convivencia es excelente y gracias a esta hospitalidad, gracias a la libertad de que sea como una casa propia, es que me estoy pudiendo contener los dolores de la hernia hasta que me opere y vuelva a conseguir un trabajo… es la contención necesaria para que, si Dios quiere, ponga punto final a esta historia de calle”. Jorge toma otro mate, se toca el bolsillo y suenan las llaves. Está como en casa.

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