Diego, hubieras llegado tarde

El encuentro con Maradona nunca se dio y luego corrió mucha agua bajo el puente

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05 de diciembre de 2020 a las 05:00

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En la escena final de Estación Central, película entrañable de Walter Salles, el personaje principal interpretado de manera antológica por Fernanda Montenegro (y pensar que ese año el Oscar no se lo dieron a ella sino a Gwyneth Paltrow), escribe en una hoja de papel mientras viaja al amanecer en un ómnibus: “Josué. Hace tiempo que no le mando una carta a nadie, ahora te mando esta a ti”. Y agrega luego: “Cuando quieras acordarte de mí, mira la foto que nos sacamos juntos. Te lo digo, porque tengo miedo que algún día tú también me olvides. Extraño a mi padre, extraño todo. Dora”. En sus últimas semanas de vida, Diego Maradona extrañaba a su madre y a su padre. La nostalgia lo estaba matando. Miraba las fotos por las cuales la felicidad había pasado, sin poder entender la bestial fugacidad de todo. A la vida lo menos que se le puede preguntar es cómo pasa el tiempo. Al astro le costaba cada vez más descifrar los mensajes de la existencia. Vivía obligado a tener todas las luces del alma prendidas para poder así seguir un día más. La edad había empezado a perseguirlo y venía acompañada de epílogo anticipado. “Yo ya viví”, repetía cuando sus hijas le recordaban que la vida puede ser bella aún.

Ahora se puso de moda decir que “los sesenta son los nuevos cuarenta”, esto es, que hoy en día cumplir 60 años de edad sería como cumplir en verdad 40. Hay quienes incluso se lo creen, porque nada mejor que seguir ilusionado con que la vida puede seguir hasta quien sabe cuándo y que lo que queda por delante puede ser tan extenso como todo lo ya vivido y que se amontona de manera obscena en el espejo retrovisor. La nostalgia se había transformado en suplicio para el astro cuya imagen más resplandeciente, besando una copa dorada, lo captó con 26 años de edad, absoluto, sin necesitar vocabulario. La vida se va tan rápido que ni tiempo tenemos de rebobinar, de salvar la belleza de la felicidad para cuando la nostalgia y la melancolía agobian. Maradona vivió al mango, la mayor parte del tiempo acelerando en un callejón sin salida, y cuando la vejez comenzó a hacerse realidad ya no supo cómo disminuir la velocidad. No es tan difícil entenderlo. 

Para quienes nacimos y crecimos con la cultura del rock & roll (¿o rock and gol?) que moldeó la forma de hacerle saber al espíritu cómo nos sentimos, la vida no es para vivir a paso de tortuga, así fuera la de Zenón de Elea. Es a todo, o nada. Y la nada, suele dañar. Por eso, conociendo las reglas del juego, hemos podido comprender a tantos ídolos que terminaron escrachándose contra la pared, como Janis Joplin, Jimi Hendrix y Jim Morrison, y la lista no se acaba hoy ni pasado mañana. Para la Unión Soviética tal vez haya sido fácil reinventarse con otro nombre tras la perestroika, pero hay seres en este mundo para los cuales ningún aggiornamiento resulta posible. Eso de tener que hacer concesiones a la edad y tratar a la vejez con respeto no es para cualquiera. Entiendo a Maradona: no hay peor soledad que aquella asociada a ciertos momentos determinantes cuando el cuerpo se da cuenta de que no hay tutía ni marcha atrás, porque lo vivido ya fue, y lo que resta por vivir no será igual. Entonces, ¿para qué seguir y hacer como si nada hubiera pasado y menos el tiempo? ¿Cuál es el sentido de la vida cuando la juventud fuga diciendo adiós y no hay manera de traerla de vuelta? Bette Davis tenía en el living de su casa un almohadón con la frase bordada: “Old age ain’t no place for sissies” (La vejez no es para cobardes). Ernest Hemingway, que no era precisamente un cobarde, se pegó un escopetazo cuando se dio cuenta, en cuerpo propio, que ya no podía seguir escribiendo y que sus facultades mentales estaban debilitadas por tanto alcohol que había corrido por sus venas. Al morir tenía 61, un año más que Maradona, pero la misma nostalgia y el mismo desdén a los achaques de la vejez. Ni Maradona ni el gran Ernest habían nacido para vivir en los suburbios de la juventud, lejos del cuerpo en su plenitud.

A ambos puedo entenderlos, entro en su sintonía sin necesitar que la película tenga subtítulos. Si por alguna razón la mente me impidiera seguir escribiendo y leyendo al menos cinco horas diarias, siete días a la semana, ¿qué sentido tendría la vida? Todavía no he encontrado una respuesta, aunque tampoco me horroriza no tener ninguna. Ya el tiempo dirá. O no.
A Maradona, el tiempo había dejado de decirle, mejor dicho, de escucharlo. En su soliloquio tan a solas, con la muda música de la nostalgia como compañía, aprendió rápido, tal cual había vivido, la gran ilusión que es todo, y “cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando”. Me cuenta alguien que estuvo en un entrenamiento de los Dorados de Sinaloa, penúltimo club que dirigió el ex futbolista, que durante una práctica dos años atrás Maradona pateó un balón y sintió un dolor en la pierna que le cruzó la espalda. Soltó una puteada, dejó de patear con el resto de los jugadores y se fue a un costado de la cancha con la resignación de quien se había olvidado que su cuerpo ya no era el mismo. En sus años finales, la estrella anduvo arrastrando existencia y recuerdos, preparándose para decir adiós cuando el mundo estuviese mirando para otra parte. Murió exiliado de la realidad en un cuartucho prestado, sobreviviendo gracias a las limosnas de la casualidad disfrazada de destino. Hay quienes, igual que los cowboys de sombrero negro, prefieren irse cuando no tienen nadie al lado. Tampoco hay que culpar a los excesos. Los paraísos artificiales no son los únicos responsables. Keith Richards se metió de todo en su organismo y ahí está, y sigue, campante a los 76 años, listo para salir de gira con los Rolling Stones apenas la pandemia amaine. Willem De Kooning murió a los 92, y hasta los 74 tomó como un cosaco. La muerte lo encontró pintando y con un vaso de whisky en la mano. Por otra parte, quién tiene el derecho de juzgar la vida de los demás. Ya lo dice el evangelio de San Juan (8: 1-11): “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”.

A Maradona lo tendremos siempre a mano, por haber sido presencia ubicua en los años buenos y malos de una época llena de peripecias que, aunque queramos, jamás olvidaremos. Así es esto de estar y tener memoria. Yo además lo recordaré porque... En 1981 escribía en el suplemento dominical de otro matutino, en donde de manera regular publicaba largas entrevistas, con Astor Piazzolla, Ivo Pitanguy, Christian Barnard, el futbolista Sócrates (tipo genial, quien me recibió en su habitación del hotel montevideano después de haber fumado un porro), con Atahualpa Yupanqui (otro personaje sensacional, con quien tomamos whisky hasta tarde), y no me acuerdo cuántos más, es decir, me había hecho experto en conseguir exclusivas con gente que no concedía entrevistas. El próximo iba a ser Diego Armando Maradona. Hablé con Víctor Hugo Morales, quien había sido compañero de redacción en ese diario, y radicaba en Buenos Aires como relator estrella. Víctor Hugo, a quien siempre recuerdo con estima por su generosidad, me dio el teléfono de la casa de Maradona y recalcó: “Llamalo, está esperando tu llamada. Yo ya le hablé de vos”. Viajo a Buenos Aires, lo llamo, y Maradona, me dice amable, después de haberme dicho ‘qué hacés, cómo andás’, que fuera a su casa en la tardecita del día siguiente. Mi solicitud venía con exigencias: le pedí que por lo menos me diera una hora de su tiempo y me permitiera hablar con su madre, doña Tota, para construir el perfil de su personalidad. Me sentí igual que aquel al que lo invitan a una fiesta exclusiva y dice que no piensa asistir si no sirven caviar y langosta. Maradona dijo que sí a ambas cosas. Esa misma noche fui a visitar a VHM a la radio en la que trabajaba, Continental creo, y le agradecí. “Diego es un gran tipo, vas a ver”, comentó. 

Estaba en mi habitación a la mañana siguiente comiendo un croissant,  y suena el teléfono. El recepcionista me dice que tengo una llamada de Maradona. Respondo y el futbolista me informa, con voz tomada, que se levantó con fiebre, que tiene gripe y que debemos postergar la entrevista. Le digo que sí, que bueno, que no queda otra. Me dice, llamame en un mes. Perfecto, respondo. Me quedo en la habitación leyendo los diarios de la jornada y como dos horas después vuelve a sonar el teléfono. El recepcionista me dice que es Maradona otra vez. Respondo ansioso. ¿Se habrá mejorado? No. Era solo para decirme que no fuera a pensar mal, pero que de veras estaba enfermo y que se sentía “como el orto”. Le digo que descanse, que todo está bien, que en un mes lo llamo. Maradona me pasa una dirección, la de su casa, e insiste en que lo llame, y remata el cortísimo diálogo con una frase inesperada que ha seguido conmigo desde entonces: “Cuando vengas, si querés podés llegar tarde”. Nunca volví a llamarlo, pues en el entretiempo unas cuantas cosas pasaron y terminé yéndome del país sin pensarlo demasiado. Su teléfono, garabateado en una servilleta, está guardado en una de las cajas que tengo arrumbadas en el garaje. Cuando lo llame, será para decirle que se me hizo un poco tarde, pero que voy, seguro. 

(Primera de dos partes)  

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