Parece salido de obra de William Shakespeare, una especie de Falstaff rubio, despeinado, desarreglado, descontracturado. Desacartonado para un país con tradiciones tan rígidas. Boris Johnson, el flamante primer ministro inglés, es el bufón ilustrado que llegó al trono. En épocas de confusión y cinismo, el electorado elige opciones estrafalarias. Pasa en el flemático Reino Unido y en otros países del orbe.
Boris, el payaso, ha dado muestras de ejercer el arte político circense de la manera más refinada, o sea, rozando el grotesco. Quizás el mayor actor de ese guión voluntario lo protagonizó como alcalde de Londres, cuando para festejar la obtención de la sede de los Juegos Olímpicos de 2012, se lanzó por un cable aéreo con dos banderitas de papel en las manos. El cable estaba poco tenso y el peso de Boris produjo que la ruedita que lo deslizaba se detuviera: el alcalde quedó ridículamente colgado a varios metros de altura, dando un discurso a la espera de que lo bajaran. Para cualquier otro político hubiera significado un papelón mayúsculo: para Boris, fue la gloria. La gente lo tomó con simpatía, mientras otros se tapaban la cara de vergüenza.
Sus detractores desprecian sus bufonerías, mientras sus admiradores lo idolatran como una chistosa estrella de rock en el Parlamento
Amado y odiado por partes casi iguales, el conservador Johnson encarna una cara nueva y fresca dentro de una larga tradición de élite política moldeada con la misma horma: educación en el colegio de Eton, universidad en Baillol de Oxford, clases de filosofía, latín, rugby, compañerismo aristócrata, fiestas, borracheras, desbundes, mortas y pasos bajo largas togas entre claustros de piedra grisácea. Ese es su origen, como el de tantos primeros ministros británicos. De allí saltó al periodismo. Trabajó para el Daily Telegraph, fue corresponsal en Bruselas, se divirtió burlándose de la Unión Europea, a la que siempre vio con isleño escepticismo. Vino el salto a la política, un asiento en la Cámara de los Comunes, luego la chance de la alcaldía londinense, tan esquiva a su partido, en donde pudo repetir. El descalabro de los gobiernos de Cameron y de Theresa May, y su polémica campaña a favor del Brexit, desembocaron en su ascenso y traspaso por la puertita negra en el número 10 de Downing Street.
Pero ojo con comprar a Boris como a una simple marioneta. Émulo de Churchill, a quien admira e intenta imitarle la carrera, le dedicó al célebre líder conservador un libro, El factor Churchill, donde se confiesa un biógrafo aprendiz. Boris reconoce que no le ata los cordones a Sir Winston, pero su libro es formidable, lleno de anécdotas que intentan traer a las nuevas generaciones la figura del mayor político inglés de la historia.
También exploró el imperio romano y sus consecuencias en el mundo europeo actual, las implicancias de decisiones tomadas por césares hace más de dos mil quinientos años, en The dream of Rome. Además, Johnson compiló sus mejores columnas periodísticas en varios volúmenes y hasta se animó a meterse con la ficción, en la novela Setenta y dos vírgenes, una novela de espionaje pos 11 de setiembre, en clave de humor. Por si le faltara un género, publicó un volumen de poesía para niños, titulado The peril of pushy parents (todos estos libros se encuentran disponibles fácilmente en internet).
¿Es escribir un factor decisivo para ser un buen político? No necesariamente. Pero la capacidad de poder pasar pensamientos y sentimientos a una página de buena forma es un talento que siempre ayuda a la estructura mental de quien pretende regir los destinos de un territorio. Los detractores desprecian las bufonerías de Johnson, mientras sus admiradores lo idolatran como una chistosa estrella de rock en el Parlamento junto al Támesis. Capaz que el mejor camino del medio sea leerlo. No es poco.
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