Los recientes comentarios de Enrique Iglesias sobre el cambio de época al que se enfrentan Uruguay y el mundo no constituyen exactamente una novedad, pero sí un poderoso recordatorio de las tendencias y transformaciones que presenta la sociedad global, que vienen gestándose hace 40 años.
El siglo de crecimiento y desarrollo que culminó en la década de 1970 fue único en su potencia y en su efecto de cambio, lo que se llamó la segunda ola de crecimiento mundial, que parecía definitiva. En las últimas décadas del siglo XX el pensador y futurólogo Alvin Toffler sorprendió con una serie de libros que anticipaban los cambios que hoy aparecen como novedosos: La revolución de la riqueza, El shock del futuro, La tercera ola, El cambio de poder. En ellos se planteaba el concepto del conocimiento como generador de riqueza, oportunidades, poder, bienestar y como bien transable.
También las brutales e inevitables modificaciones en el trabajo y el empleo, la educación, la pérdida de importancia relativa de la actividad industrial y los commodities en favor de la de servicios, las migraciones, la licuación de las nacionalidades, la universalización del mercado, o sea la globalización. Y hasta sus repercusiones en el sistema democrático.
La acción de líderes políticos como Nixon, Deng, Reagan, Thatcher y Clinton plasmó la transformación y consolidaron el mercado único, aprovechando las nuevas necesidades y preferencias de los consumidores. La apertura comercial se convirtió en constructora del bienestar y destructora de la pobreza. La globalización es el comercio.
Como suele ocurrir, los países que pasaron directamente del atraso al futuro aprovecharon el momento. Los que intentaron proteger su economía basada en los viejos parámetros se atrasaron. Pero hubo un efecto universal indisputable, unánime y avasallador: los índices de pobreza se redujeron drásticamente, a los niveles más bajos de la historia. Lo que jamás pudieron lograr las teorías de planificación central, comunistas, socialistas o fascistas, lo lograron la apertura comercial y la economía del conocimiento.
Lo que hace Iglesias con su discurso, en consecuencia, es tan solo recordarles a los uruguayos esa realidad que han pretendido ignorar hasta ahora. Un llamamiento nada menor ni intrascendente, que no debería desoírse, sobre todo en la intransigencia sindical, que sepultará el futuro y condenará a la marginalidad a muchos.
Ahora que la pobreza universal está en camino de desaparecer, pulverizada por la libertad, los teólogos de la justicia social y la sensibilidad se enfocan hacia otro lado: la desigualdad de ingresos y de tenencia de capital, que llaman inequidad. El sólo uso del término inequidad muestra la demagogia y mala fe contenidas en el concepto. Como si alguien hubiera repartido mal o injustamente los dones y la suerte. O hubiera robado la riqueza que le corresponde a otro. O se hubiera enriquecido gracias al empobrecimiento de otros, algo que no se verifica ni remotamente. Al contrario, los ricos de hoy han creado bienestar como pocas veces.
Esta prédica, que con tanto entusiasmo llevan los herederos multisectoriales del gramscismo, se une a la natural tendencia del ser humano a sentirse amenazado por los cambios, a querer conseguir el bienestar sin esfuerzo previo y sin talento, a creer que tiene un derecho divino a gozar de lo que goza el vecino, pero sin hacer los sacrificios que el vecino hizo. Los políticos profesionales modernos (casi adjetivos insultantes) impulsan, complacen o se montan a los fenómenos de protestas amorfas globales, disruptivos, destructivos y de disconformidad, casi siempre de jóvenes que han decidido que, por el solo hecho de existir, les corresponde un trozo de lo que otros han conseguido con esfuerzo, trabajo y capacidad, sin tener que pasar por esos trámites previos. Millennials o centennials que consideran que la formación y el trabajo son superfluos y optativos.
En esa línea, apoyan propuestas como los partidos revulsivos europeos o los demócratas estadounidense Bernie Sanders, Elizabeth Warren y su empleado Tomas Piketty, de garantizar un salario universal sin trabajar, aplicar impuestos a la riqueza que llevan hasta la exageración de una administración mundial, y sistemas similares que, en resumen, quieren sacarles a unos para regalarles a otros en nombre de la equidad. Como si esa confiscación no fuera una inequidad en sí misma.
Tal cual definiera magníficamente Fredrik Hayek, detrás de estas propuestas siempre hay una clase política, una burocracia central que se apodera del estado y se queda con el monopolio del reparto, y además de decidir cuánto debe ceder o recibir cada uno en la repartija, se arroga la tarea de ser infalible en el uso de esos fondos para lograr un bienestar que pretende saber mejor que los propios interesados en qué consiste.
Los efectos de estas soluciones instantáneas y estatistas son siempre negativos y terminan por destruir crecimiento y bienestar, como prueban todas las experiencias conocidas. Por eso Iglesias aclara que paralelamente a las exigencias de apertura, educación y flexibilidad laboral que plantea la economía, surgen las nuevas tendencias y demandas políticas que hay que considerar.
En esto tampoco hay ninguna novedad. El facilismo no evoluciona. Salvo en una Utopía, el votante siempre vende su voto al que le promete más con menos esfuerzo. A eso parece reducirse la democracia moderna. Por eso los políticos tienden a complacer esas demandas de chalecos amarillos o de cualquier otro color que se eligiere. Se llama populismo.
Ganan las sociedades cuyos gobernantes no se pervierten ante esa tentación.