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07 de agosto de 2020 a las 22:00

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El exitismo del gobierno de Argentina por haber logrado un principio de acuerdo con sus mayores acreedores de bonos, el martes 4, es una reacción de realismo mágico de la que se alimenta el relato peronista y que siempre termina en una tragedia. Es comparable a la actitud de un equipo de fútbol que cree posible ganar un partido que va perdiendo por goleada porque en el cuarto del final del partido logra convertir un gol.

Como el movimiento literario del siglo XX latinoamericano, que busca transformar comportamientos o ideas ilusorias en algo verdadero, el presidente argentino Alberto Fernández, luego de agradecer el gesto de los bonistas, opinó que ahora su gobierno tiene “despejado el horizonte” al que quiere llegar.

“Resolvimos una deuda imposible en la mayor crisis económica que se recuerde y en el medio de la pandemia”, se congratuló un exultante mandatario.

Es cierto que el acuerdo, que contempla el pago a los acreedores de US$ 54,8 dólares por cada US$ 100, luego de cuatro meses de negociaciones difíciles, supone un alivio financiero de corto plazo, evita el default –que corta los recursos en los mercados de capitales- y despeja eventuales juicios en tribunales estadounidenses por no honrar compromisos de deuda.

Pero es un sosiego tan pasajero como el veranillo en el invierno si el país sigue en la necedad de no hacer lo que tiene que hacer en materia económica.

Los agentes económicos desconocen el significado cierto del plan de Fernández para enderezar una economía muy torcida y hasta pueden desconfiar porque hasta ahora no ha mostrado estar en sintonía con los fundamentos de una economía saludable.

Aunque distanciado en el discurso del radicalismo kirchnerista, tiene una prédica voluntarista y, además, no parece tener la influencia necesaria en el partido de gobierno para encarar reformas dolorosas, pero necesarias para el porvenir de Argentina y que son pertinentes para cualquier país que anhele el desarrollo. A ello se suma el fracaso de una política autoritaria en el combate al coronavirus.

Con las cartas vistas del equipo económico, es difícil imaginar que se logre un nuevo programa financiero con el Fondo Monetario Internacional (FMI), luego del firmado durante el período de Mauricio Macri por US$ 57.000 millones, de los que el país recibió US$ 44.000 millones. Incluso que pueda beneficiarse de créditos de emergencia por el coronavirus, como Chile y Perú, porque, aunque son líneas de financiamiento más flexibles, el FMI exige naturalmente fundamentos económicos que Argentina no exhibe sin el shock exógeno de la pandemia.

Los indicadores económicos dibujan un escenario desolador: una deuda pública de alrededor del 90% del PIB; un aumento de hasta 50% en el índice de pobreza por impacto de la covid-19; una inflación anual de 50%; un déficit fiscal anual estimado entre un 5,5% y 6,5%; y una fuerte caída de la actividad y de las exportaciones.

La reestructuración del pago de la deuda es un pequeño mojón ante los enormes desafíos que enfrenta la gestión peronista.

Un gobierno que cree en lo que quiere creer y no lo que muestra la evidencia, sumado a los antecedentes de fracasos de casi dos décadas, hacen imposible abrir una carta de confianza al “horizonte” al que mira el presidente Fernández.

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