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El triunfo de las pasiones

La necesidad de ser reconocidos –la autoafirmación de la propia identidad– es hoy el origen de tensiones y conflictos en el mundo
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28 de octubre de 2018 a las 05:00

Por Antonio R. Rubio

A la espera de cumplirse los 30 años de la aparición de su celebrado artículo sobre el fin de la historia –convertido después en libro–, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama acaba de publicar Identity: The Demand for Dignity and the Politics of Resentment. Es inevitable que toda obra de este autor sea interpretada por la crítica como una revisión de su difundida tesis.

En realidad, aquel artículo tuvo éxito porque apareció en el momento oportuno, y también porque su autor trabajó como asesor del Departamento de Estado durante la Administración de George H.W. Bush. Era un momento histórico en que se estaba produciendo la caída del Muro de Berlín o la Revolución de Terciopelo en Praga.

A algunos este artículo les recordó el famoso “telegrama largo” del diplomático George Kennan, publicado en 1947, y que sentaría las bases de la estrategia de contención de la URSS durante la guerra fría. En cierto modo, la estrategia preconizada por Kennan habría dado sus frutos y Fukuyama podía proclamar ahora el fin de la historia.

Sed de reconocimiento

Hace tres décadas el fin de la historia –entendido como triunfo del sistema liberal y democrático– era a los ojos de muchas personas una realidad, al menos en Europa. Era el momento propicio para pontificar que la historia había concluido con la victoria de una forma racional de concebir la sociedad, en expresión de Hegel. Con el transcurrir del tiempo, Fukuyama no dejaría de insistir en que él nunca dijo que la historia –al menos su concepción lineal– hubiera terminado. Por el contrario, han ido surgiendo nuevas situaciones que le permiten ahora, en su nuevo libro, ratificarse en una concepción hegeliana de la historia, al poner el acento en el deseo de reconocimiento de los individuos, los grupos o los Estados.

Esta necesidad de ser reconocidos –que no es otra cosa que la autoafirmación de la propia identidad– sería el origen de tensiones y conflictos en el mundo, bien se trate de identidades raciales, étnicas, religiosas o de género, sin olvidar las tradicionalmente existentes entre los Estados. Esto explica que en el libro tengan cabida actores tan dispares como Putin, Xi Jinping, Trump o los defensores del Brexit. Después de todo, no podemos olvidar que este reconocimiento nada tiene que ver con el prometido por la democracia liberal, con sus valores cosmopolitas, sino que está vinculado con otros factores como la cultura, el idioma o las reivindicaciones históricas. El ansia de reconocimiento alimenta los movimientos independentistas en el mundo.

La pasión nacionalista

¿Cómo ha surgido la actual oleada de reivindicación de las identidades? Fukuyama reconoce que ni la democracia liberal ni la economía de mercado bastan para entender el mundo. Esto sería una postura propia de la razón, por emplear los habituales términos hegelianos. Por el contrario, lo que está prevaleciendo ahora en el escenario político, sea nacional o internacional, es el triunfo de las pasiones, nuevamente en términos hegelianos.

La consecuencia es que la política de la identidad está dañando en muchos países la cultura común de sus habitantes y supone, al mismo tiempo, un ataque a los valores de la Ilustración que, por un momento, creyeron ser el dogma triunfador. Por tanto, el nacionalismo cívico está siendo sustituido por un nacionalismo étnico y cultural, que termina por ser un sinónimo de exclusión y separación.

A partir de ahí se puede explicar la crisis de la Unión Europea, cimentada en torno a unos valores compartidos, así como la crispación político-social en Estados Unidos, donde muchos han dejado de exponer sus argumentos a partir de la Constitución y de sus valores como la libertad, la igualdad o el imperio de la ley. También se puede entender que el concepto de Occidente no sea el mismo para Trump que para Obama. Ese tipo de nacionalismo en alza, según Fukuyama, es hijo de la hegeliana necesidad de reconocimiento, que sería el motor actual de la política y la sociedad. Consecuencia de lo anterior es que la política no se define hoy tanto por cuestiones económicas o ideológicas como por cuestiones identitarias.

Sobre este particular, y en el marco de una mesa de debate organizada el pasado agosto por una universidad estadounidense en Irak, el Institute of Regional and International Studies, Fukuyama puso de manifiesto que la identificación exclusiva de los individuos con un determinado grupo solo puede traer efectos negativos para el conjunto de la sociedad. Por cierto, este tribalismo ha crecido especialmente en Irak, tras la invasión estadounidense de 2003, cuando era más necesario haber cimentado una identidad nacional iraquí, una identidad compartida que, en teoría, debería haber sido reforzada por el sistema democrático implantado por la fuerza de las armas.

Con todo, los hechos demuestran que, aunque en Oriente Medio se dieran en todas partes elecciones libres y justas, esto no significaría en absoluto un retroceso de las políticas de la identidad. No son pocos los iraquíes, por poner un ejemplo, que se sienten más identificados con su condición de chiitas, sunitas o kurdos. Por lo demás, Fukuyama recuerda que en la India, la mayor democracia del mundo, las políticas de identidad han crecido de la mano del partido gobernante, el nacionalista hindú Bharatiya Janata Party.

Tribalismos de distinto signo

A la política identitaria se han apuntado tanto la izquierda como la derecha, lo mismo en EEUU que en otros países. En el primer caso, es la protección de las minorías, bien sean mujeres, inmigrantes o el colectivo LGBT. En el segundo, se insiste en el patriotismo de la identidad nacional tomando por referencias la etnia, la raza o la religión, sin desdeñar a la vez toda clase de teorías conspiratorias.

Según Fukuyama, en términos de efectividad, tal y como se ha visto en EEUU, están teniendo más éxito las políticas identitarias de la derecha que las de la izquierda. En este sentido, el Partido Demócrata ha sido el más afectado, pues ya no se le percibe como el partido del norteamericano medio sino como un grupo para la protección de las minorías. Podríamos decir otro tanto de algunos países europeos, en los que los populismos se aprovechan de una cierta nostalgia de las raíces culturales perdidas o amenazadas por la globalización y el multiculturalismo.

Para Fukuyama, las políticas de la identidad son, con frecuencia, el resultado de la globalización, que ha traído un cierto desarrollo económico y la aparición de nuevas clases medias en los países emergentes, pero que al mismo tiempo ha afectado negativamente al Occidente desarrollado. El mensaje de una minoría blanca, discriminada en su propio país y condenada al desempleo en una edad madura, ha calado en los estadounidenses que han votado a Trump. En este contexto, la dignidad y la identidad se han vuelto conceptos equivalentes.

Por tanto, la lucha por las identidades, con toda la carga de resentimiento que esto implica, sería para algunos la demostración de que la teoría del triunfo de la democracia liberal como culminación de la historia resultó ser equivocada. Pero hay otra teoría hegeliana para sustituirla: la necesidad de reconocimiento. (Aceprensa). 

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